7/11/2006 10:05:44 AM

Marlon Brando actor mitológico

Por Rodolfo Santovenia, cultura@prensa-latina.cu

Perfil de medalla un poco aplastado. Nuca de boxeador. Voz con inflexiones de niño, y una mirada burlona que se traducía en un supremo desdén hacia su arte, su público y la sociedad que le rodeaba.

Cuando actuaba era una presa a punto de romper el dique. Una olla que pronto se llevaría la tapa. Pocas veces se vio en el cine a un actor con tanta intensidad interior y tanto deseo de soltarla.

Porque Marlon Brando (1924-2004) la soltaba por los ojos, por la boca, por las manos. Por todo su cuerpo. Tomaba en un puño la pantalla y la exprimía como si hubiese querido hacerla sangrar a fuerza de realismo.

Su abominable forma de hablar, prácticamente inadmisible en el teatro, causaba sensación en la pantalla. Y así le iba bien a la fuerza animal de Stanley Kowalski en Un tranvía llamado deseo. O a la tristeza del Terry Malloy de Nido de ratas.

Símbolo de la generación beat, eclipsó a los ídolos de entonces e, incluso, hizo escuela. Anunció a los Montgomery Clift y a los Paul Newman y, tras ellos, a los Dustin Hoffman y a los Jack Nicholson. Con la reserva de que los dos últimos renovaron sin cesar su arte y en cada uno de sus filmes han sido personajes diferentes, mientras que Brando fue Brando en todas sus cintas.

En sólo dos años pasó de desconocido a primera figura del cine y su carrera se adentró entonces en un camino irregular en el que cada nuevo título marcaba un nuevo hito separado por baches desconcertantes provocados por lo que se ha conocido como ?sus características contradicciones?.

Que fue divo nadie lo duda y este divismo le provenía, en gran medida, de su refinado talento. De su capacidad y potencialidad. Y, sobre todo, de ese saber hacer y renacer que le permitió remontar su carrera en cada paso.

Es decir, de ese retoñar en cada nueva interpretación para acallar a quienes afirmaban que ya había dado de sí todo lo que podía. Cosa que era posible porque imponía su estilo dominado por su voz característica, por su expresividad pausada reconocible por densos silencios; y por sus ademanes sobrios y decididos, perfectamente acompasados con la más acabada psicología del personaje que interpretaba.

Para gran parte de la crítica, Brando fue el gran libertador del cine norteamericano. El creador de un estilo personal innovador que la maquinaria de la industria no pudo corroer. Y cuando alguien se asombraba de que hubiera abandonado el teatro y se lo reprochaba, él admitía sin pestañear que la única razón por la que se paraba ante las cámaras era que no tenía fuerza de carácter suficiente para rechazar las fabulosas sumas que le ofrecían.

No era sincero, desde luego. Dejó las tablas porque era demasiado perezoso para mantener el prolongado esfuerzo de una temporada teatral y demasiado espontáneo para mantener noche tras noche una actuación de calidad. El cine, a fin de cuentas, le permitía utilizar con mayor libertad su talento innato de actor.

Cualidades naturales a las que se unía, por supuesto, una extraordinaria destreza interpretativa en la que actuación significaba visión, trazado de los personajes, comprensión de los mismos. Y desarrollo consciente o intuitivo.

Criterios favorables que no todos compartían. Por ejemplo, Edward Dmytrik, quien lo dirigió en Los dioses vencidos, se quejó más de una vez de que Brando nunca se sabía el texto y ni siquiera intentaba memorizarlo. Aparte de que no le interesaba saber nada de lo que se había planificado y solamente le importaba improvisar y dejar constancia de su habilidad.  

Eso provocaba disparidad de opiniones. Mientras algunos preferían no trabajar nuevamente con él por considerarlo desorganizado, indisciplinado y despectivo, otros daban por buenas algunas de las acusaciones pero estimaban que la honestidad de Brando y su inteligencia las contrarrestaban.

DE REGRESO
Su último renacer se produjo, indudablemente, en El padrino, de Francis Ford Coppola, cinta que apareció cuando se hablaba de su declive, pérdida de prestigio y popularidad. Se decía que estaba acabado, pues nunca una estrella había tenido una ristra de fracasos como la de Brando en la década anterior al estreno del filme sobre la mafia. Tales los casos de La condesa de Hong Kong y Candy, sólo por citar los más notorios.

Primero, declinó aceptar los dos Globos de Oro de la Asociación de la Prensa Extranjera: uno, por El padrino y otro como mejor actor del año, gracias a una encuesta hecha en 57 países. Explicó su motivación en un telegrama que envió y en el que arremetía sin tapujos contra el establishment.

Después, repitió la dosis en la ceremonia de entrega del Oscar. Todo el que estaba presente quedó petrificado cuando resonó el nombre del actor y, en su lugar, subió una joven india de ascendencia apache, ataviada con el humilde traje típico de su tribu, nombrada Sacheen Littlefeather, quien, a nombre de Brando, pronunció un rotundo rechazo, integrado en formal declaración de puño y letra.

El astro afirmaba que ?nuestra nación perdió la dignidad por completo debido a la injerencia militar imperialista en la vida de otros países y también en la de nuestro propio pueblo, en la forma en que hemos tratado a los indios y a los negros?.

Y añadía que a esas horas se hallaba junto a los pieles rojas rebeldes de Wounded Knee, ya que ?para mí es más importante estar junto a los indios ?tan denigrados por nuestro cine? que aceptando un Oscar en Hollywood?.

Después de aquello no hubo dudas. Brando estaba de regreso.

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