Perfil de medalla un poco aplastado. Nuca de
boxeador. Voz con inflexiones de niño, y una mirada burlona que se traducía en
un supremo desdén hacia su arte, su público y la sociedad que le rodeaba.
Cuando actuaba era una presa a punto de romper el dique. Una olla que pronto se
llevaría la tapa. Pocas veces se vio en el cine a un actor con tanta intensidad
interior y tanto deseo de soltarla.
Porque Marlon Brando (1924-2004) la soltaba por los ojos, por la boca, por las
manos. Por todo su cuerpo. Tomaba en un puño la pantalla y la exprimía como si
hubiese querido hacerla sangrar a fuerza de realismo.
Su abominable forma de hablar, prácticamente inadmisible en el teatro, causaba
sensación en la pantalla. Y así le iba bien a la fuerza animal de Stanley
Kowalski en Un tranvía llamado deseo. O a la tristeza del Terry Malloy de Nido
de ratas.
Símbolo de la generación beat, eclipsó a los ídolos de entonces e, incluso, hizo
escuela. Anunció a los Montgomery Clift y a los Paul Newman y, tras ellos, a los
Dustin Hoffman y a los Jack Nicholson. Con la reserva de que los dos últimos
renovaron sin cesar su arte y en cada uno de sus filmes han sido personajes
diferentes, mientras que Brando fue Brando en todas sus cintas.
En sólo dos años pasó de desconocido a primera figura del cine y su carrera se
adentró entonces en un camino irregular en el que cada nuevo título marcaba un
nuevo hito separado por baches desconcertantes provocados por lo que se ha
conocido como ?sus características contradicciones?.
Que fue divo nadie lo duda y este divismo le provenía, en gran medida, de su
refinado talento. De su capacidad y potencialidad. Y, sobre todo, de ese saber
hacer y renacer que le permitió remontar su carrera en cada paso.
Es decir, de ese retoñar en cada nueva interpretación para acallar a quienes
afirmaban que ya había dado de sí todo lo que podía. Cosa que era posible porque
imponía su estilo dominado por su voz característica, por su expresividad
pausada reconocible por densos silencios; y por sus ademanes sobrios y decididos,
perfectamente acompasados con la más acabada psicología del personaje que
interpretaba.
Para gran parte de la crítica, Brando fue el gran libertador del cine
norteamericano. El creador de un estilo personal innovador que la maquinaria de
la industria no pudo corroer. Y cuando alguien se asombraba de que hubiera
abandonado el teatro y se lo reprochaba, él admitía sin pestañear que la única
razón por la que se paraba ante las cámaras era que no tenía fuerza de carácter
suficiente para rechazar las fabulosas sumas que le ofrecían.
No era sincero, desde luego. Dejó las tablas porque era demasiado perezoso para
mantener el prolongado esfuerzo de una temporada teatral y demasiado espontáneo
para mantener noche tras noche una actuación de calidad. El cine, a fin de
cuentas, le permitía utilizar con mayor libertad su talento innato de actor.
Cualidades naturales a las que se unía, por supuesto, una extraordinaria
destreza interpretativa en la que actuación significaba visión, trazado de los
personajes, comprensión de los mismos. Y desarrollo consciente o intuitivo.
Criterios favorables que no todos compartían. Por ejemplo, Edward Dmytrik, quien
lo dirigió en Los dioses vencidos, se quejó más de una vez de que Brando nunca
se sabía el texto y ni siquiera intentaba memorizarlo. Aparte de que no le
interesaba saber nada de lo que se había planificado y solamente le importaba
improvisar y dejar constancia de su habilidad.
Eso provocaba disparidad de opiniones. Mientras algunos preferían no trabajar
nuevamente con él por considerarlo desorganizado, indisciplinado y despectivo,
otros daban por buenas algunas de las acusaciones pero estimaban que la
honestidad de Brando y su inteligencia las contrarrestaban.
DE REGRESO
Su último renacer se produjo, indudablemente, en El padrino, de Francis Ford
Coppola, cinta que apareció cuando se hablaba de su declive, pérdida de
prestigio y popularidad. Se decía que estaba acabado, pues nunca una estrella
había tenido una ristra de fracasos como la de Brando en la década anterior al
estreno del filme sobre la mafia. Tales los casos de La condesa de Hong Kong y
Candy, sólo por citar los más notorios.
Primero, declinó aceptar los dos Globos de Oro de la Asociación de la Prensa
Extranjera: uno, por El padrino y otro como mejor actor del año, gracias a una
encuesta hecha en 57 países. Explicó su motivación en un telegrama que envió y
en el que arremetía sin tapujos contra el establishment.
Después, repitió la dosis en la ceremonia de entrega del Oscar. Todo el que
estaba presente quedó petrificado cuando resonó el nombre del actor y, en su
lugar, subió una joven india de ascendencia apache, ataviada con el humilde
traje típico de su tribu, nombrada Sacheen Littlefeather, quien, a nombre de
Brando, pronunció un rotundo rechazo, integrado en formal declaración de puño y
letra.
El astro afirmaba que ?nuestra nación perdió la dignidad por completo debido a
la injerencia militar imperialista en la vida de otros países y también en la de
nuestro propio pueblo, en la forma en que hemos tratado a los indios y a los
negros?.
Y añadía que a esas horas se hallaba junto a los pieles rojas rebeldes de
Wounded Knee, ya que ?para mí es más importante estar junto a los indios ?tan
denigrados por nuestro cine? que aceptando un Oscar en Hollywood?.
Después de aquello no hubo dudas. Brando estaba de regreso.