Primero
estalló el escándalo de Wallace Reid, el número uno del box-office (taquilla) de
la casa Paramount, el astro capaz de hacer soñar a todas las mujeres de su
tiempo, quien murió mientras estaba internado en una clínica por su adicción a
la morfina.
Ese mismo año, 1923, se estrena Ruinas humanas, interpretada por Dorothy
Davenport, la viuda de Reid, quien aparecía en la pantalla junto a funcionarios
municipales, estaduales y federales de Los Angeles, en una franca revelación de
las interioridades de la venta de narcóticos.
La cinta, dirigida por John Griffith Wray, y en la que también intervenían James
Kirkwood y la vivaz Bessie Love, mostraba a un abogado que se convierte en
adicto a través de la amistad con un médico morfinómano.
El filme tiene varias secuencias surrealistas, tan de moda entonces, y en ellas
se describe cómo el letrado depende de los estupefacientes y su lucha por vencer
el hábito. El vendedor que le suministra la droga, por su parte, está
simbolizado (mediante una doble exposición) por una hiena que le ronda como una
sombra tenebrosa.
Al final, el abogado logra la cura cuando su esposa simula que ella es adicta
también. Y él, en su carácter de jurista de la Oficina de narcóticos, aplasta a
los traficantes.
La noche del estreno, en Nueva York, Dorothy Davenport habló al público de la
temprana desaparición de su esposo, muerto a los 30 años de edad en plena gloria,
y quien en sus películas había personificado siempre al joven norteamericano
típico.
?Tengo la esperanza ?dijo a los presentes? de que el filme resulte
ejemplarizante y que el mensaje que encierra se reitere para bien de nuestra
juventud.?
Sin embargo, no sucedió así. Por aquellos días, la industria del cine estaba
decidida a ?limpiar la casa? luego de otros escándalos ?como el asesinato
misterioso del director William Desmond Taylor o la muy divulgada orgía del
gordito Roscoe Fatty Arbuckle en la que murió una joven modelo? y estableció la
Asociación de Productores y Distribuidores de Cine, cuyo presidente, Will Hays,
promulgaría su famoso Código de censura, ideado para aplacar a las ligas
guardianas de la moral que culpaban al cine de la corrupción juvenil.
Dicho reglamento, en uno de sus apartados (Crímenes contra la ley) estipulaba
que se evitaría presentarlos en forma que significara simpatía hacia el crimen y
pudiera inspirar en los demás un deseo de imitación. En el acápite 3 señalaba
que ?el tráfico ilegal de drogas no será nunca presentado?.
De esta manera, el tema permaneció tabú durante varios años. Solo en 1948 se
pudo tratar, gracias a una dispensa especial de las autoridades del Código, en
la cinta Hasta el fin del mundo, de Robert Stevenson, un excelente thriller
protagonizado por Dick Powell y Signe Hasso, que narra cómo un agente del
Departamento del Tesoro descubre y desarticula una banda que controla el tráfico
internacional de drogas.
El filme fue un paso importante pero algo faltaba. y es que ninguna película
podía mostrar al adicto atrapado en su laberinto. Se prohibía presentar al
transgresor en el momento de usar las drogas. Y esto se mantuvo así hasta que
apareció El hombre del brazo de oro, de Otto Preminger, en 1955.
Por primera vez el personaje central (Frank Sinatra) es un adicto y la cinta lo
muestra en el acto de consumir la droga. Aquello, por supuesto, no agradó a las
autoridades que aplicaban el Código y se negaron a dar el sello de aprobación,
aunque eso no impidió que los dueños de los cines exhibieran la cinta y que
llegara a ser, incluso, un éxito de taquilla.
SE PRODUJO
EL CAMBIO
Entonces se produjo el cambio. Ante la abrumadora competencia de la televisión y
la afluencia de películas extranjeras con temas realistas, Hollywood comprendió
que se avecinaba una tormenta económica y la nave del cine se iría a pique.
Como consecuencia, muy pronto se modificó el Código para permitir un enfoque más
cabal del asunto de las drogas y de otros temas prohibidos.
Así aparecieron cintas como Delirio de locura, de Nicholas Ray; Cuando la bestia
ruge, de André de Toth; y El ansia perversa, de Fred Zinnemann.
Es decir, la historia de un maestro atrapado por la cortisona, de un ex campeón
de boxeo adicto a la morfina y de un herido de guerra habituado a las drogas
fuertes.
Finalmente, en 1965, fue abolido el Código Hays y Hollywood se vio obligado,
para mejor o para peor, a cruzar su Rubicón y tirar los dados. Fue el fin de una
era y el comienzo de otra que, según las esperanzas de la industria del cine,
traería el retorno de la prosperidad.
Las cintas sobre los estupefacientes se hacen desde entonces más frecuentes y
llegan a constituir un subgénero, lo cual provoca que ciertos productores que
explotan los temas del momento tengan la posibilidad de desplegar una actividad
enorme con la contracultura del mundo de las drogas.
Aparecen cintas como Pánico en Needle Park, de Jerry Schtzberg, con Al Pacino y
Kitty Winn, relato sobre el destructivo estilo de vida de los jóvenes adictos;
Viaje hacia el delirio, de David Green, en la que vemos que las familias de
clase media no son inmunes a la droga. O Cree en mí, de Stuart Hagmann, con
Michael Sarrazin y Jacqueline Bisset.
El resto es historia reciente. Como Traffic, de Steven Soderbergh, ganadora de
cuatro Oscar. O la muy anterior, Contacto en Francia, de William Friedkin, que
obtuvo cinco.