DIOS CONFUNDE A NUESTROS ENEMIGOS
Por Germán Piniella
 

















De izquierda a derecha Germán Piniella,
Víctor Casaus, Silvio Rodríguez y
Eduardo Heras. De pie, al fondo, Luis Rogelio Nogueras

Conocí a Eduardo Heras en 1967, cuando ingresé a la Escuela de Periodismo de la entonces Facultad de Humanidades de la Universidad de La Habana.  Estábamos en el mismo edificio que la Escuela de Letras, donde estudiaban Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y Víctor Casaus —entre otros jóvenes poetas—, que llegaron a formar un grupo informal con algunos estudiantes de Periodismo, aspirantes a poetas y narradores  —el propio Heras, Rogerio Moya, Renato Recio y Raúl Rivero. A este grupo me sumé al llegar, invitado por ellos, porque poco antes yo había publicado un cuento en la revista Bohemia. Por aquel hecho se me reconocía ingenuamente como un escritor consagrado.
 

Pronto Eduardo y yo comenzamos a caernos a cuentazos en mi casa, a escuchar los cuentos y poemas de los otros, a despertar a veces a mis dos hijas con discusiones apasionadas, a oírle a Silvio las canciones del Playa Girón —recién desembarcadas—, a reír con los chistes desenfrenados y los versos irreverentes de Roque Dalton, a compartir los escasos rones y cigarros del momento. 
 

Lo importante era que nos considerábamos hermosos, intransigentes e inmortales, y como dije en 1990, cuando presenté la primera reedición de Los pasos en la hierba, “pensábamos salvar al mundo a través de la literatura”. Hoy el tiempo ha hechos sus estragos en la belleza, la muerte nos desmintió llevándose injustamente al más hermoso, y la intransigencia de aquella época se convirtió para uno del grupo en travestismo político.
 

Al igual que yo, El Chino había llegado tarde a la Universidad de La Habana, él con 27 años y yo con 32, entre otras razones porque los primeros tiempos de juventud, a partir de 1959, los habíamos dedicado a urgentes sueños similares.  
 

Sin saberlo ninguno de los dos, pudimos haber cruzado miradas en movilizaciones, haber marchado cerca uno del otro, confundirnos entre los milicianos combatientes de Girón.  Un tiempo después, cuando ya éramos más que amigos y Heras había escrito los primeros cuentos de La guerra tuvo seis nombres, publiqué una crónica acerca de la batalla en La Gaceta de Cuba.  Aquel escrito, mezcla de realidad con algo de ficción, llevaba una dedicatoria: “A Eduardo Heras León, escritor y combatiente”.
 

No siempre una dedicatoria puede sobrevivir a los años.  Hay un mal número de libros que, al paso del tiempo, lo manuscrito en la portadilla o lo impreso como envío resulta inmerecido. Algún ejemplar que yo mismo dediqué en aquellos tiempos resulta hoy una vergüenza para quien lo recibió. Pero mi dedicatoria de aquella crónica de Girón mantuvo a través del tiempo la misma vigencia, porque Eduardo no dejó de ser el combatiente de entonces y es hoy más escritor que nunca. Y lo sigue siendo en el mismo sentido en que lo era en aquellos años: dos aspectos de un hombre que los fundió siempre indisolublemente y fue puliéndolos día a día.
 

Lo de combatiente no lo digo sólo por su historia, sino por la forma en que El Chino hace la vida, especialmente por la manera en que enfrentó la adversidad, cuando fue tildado casi de enemigo —o al menos tratado por algunos como tal— a raíz de su libro Los pasos en la hierba. Si no se convirtió en una víctima fue por su coraje, honestidad, perseverancia, sentido de la historia y devoción total a los principios. Fue lo que siempre había sido: un combatiente.
 

Por aquella época se envalentonaron los que creían que “córcholis” y “diantre” eran términos más convenientes que los airados utilizados por Heras, que sólo la loa acrítica era la apropiada. Si Francisco López Sacha considera que hoy día Los pasos en la hierba “es un libro hondo, convulso, que ofrece una visión descarnada y auténtica de la lucha revolucionaria”, otros no pensaron igual.  Recuerdo el juicio de cierta profesora de Literatura, supuesta especialista en la narrativa latinoamericana, anatematizando la obra de Heras, casi al mismo tiempo que condenaba en clase a Cien años de soledad y a su autor, a ambos por la misma razón: “literatura no revolucionaria”.

Lejos estamos de las incomprensiones de aquel tiempo. Lejos estamos de las prohibiciones a las canciones de Silvio (de la Nueva Trova en general), o de aquellos celosos guardianes que escondían en closets la revista Alma Mater por “excesivamente cultural”.

Afortunadamente, Eduardo y yo hemos coleccionado amigos y enemigos comunes. Al cabo de los años, los amigos están ahí para nuestro contento; los enemigos, en un rincón oscuro de la memoria. Si no están olvidados totalmente, es porque a veces algunos salen a flote inesperadamente, como cadáveres de ahogados.

Así que ya ves, Eduardo, “Dios confunde a nuestros enemigos”, como pedían los profetas bíblicos. A pesar de los años, aún continuamos —de cierta manera— siendo hermosos, al menos a los ojos de quienes nos aman; nos queda la suficiente cuota de intransigencia como para seguir viviendo a plenitud la vida; y creo que seremos inmortales, al menos por largo tiempo. Por lo demás, seguimos haciendo todo lo posible, por vías que entonces no sospechábamos, para salvar el mundo.

 

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