TEMAS no. 45: 96-105, enero-marzo de 2006.

Julio Fernández Bulté 
Profesor y ensayista. Universidad de La Habana.

La tolerancia y lo intolerable
http://www.temas.cult.cu/revistas/45/09_Bulte.pdf

En la última década del siglo XX se multiplicaron los eventos y reflexiones sobre la tolerancia. Las Naciones Unidas declararon un año dedicado a ella y se multiplicaron los artículos, ensayos y ponencias sobre el tema.

Aquellos movimientos no eran casuales. A finales de ese siglo el mundo presenciaba, lejos de un paisaje de paz y justicia, el auge de fenómenos político-sociales, económicos, religiosos, filosóficos, y culturales en general, que se empezaron a identificar como «horizontes de fragmentación y cultura de la diferencia», caracterizados por los conocidos nacionalismos, individualismos, racismos, guerras religiosas, protagonismo de movimientos sociales radicales, prejuicios sexuales, discriminaciones de género, anulación de derechos de las minorías etcétera. Era evidente que el siglo terminaba de manera poco estimulante; pero el nuevo, que abre las puertas del tercer milenio, pronto se precipitó por los delirantes caminos de la guerra, el racismo, la xenofobia, el nacionalismo histérico e irracional y, finalmente, por lo que muchos advertimos ya como un terrible renacimiento del fascismo.

A finales del siglo XX presenciamos guerras en Ruanda, Bosnia-Herzegovina, Haití, Georgia, Afganistán, Armenia, Kazajstán, Kirguizia, y otros rincones del planeta. Aunque la ONU declarara el Decenio de Protección de las Culturas Indígenas, la civilización llamada occidental seguía abatiendo la identidad de grandes masas de hombres y mujeres en América, especialmente en Brasil y los países andinos. La violencia religiosa se fortalecía en vez de disminuir, la xenofobia crecía como consecuencia de otros trastornos económicos mayores vinculados a la globalización de las relaciones capitalistas desenvueltas bajo los patrones del neoliberalismo.

La más elemental observación del mundo que nos rodea nos hace sobrecoger de temores muy fundados. Estamos viviendo años de violencia y sin duda atravesando una crisis de valores realmente sin precedentes. Para algunos, estamos ante la crisis del Iluminismo y el racionalismo, que tuvo sus orígenes en la Revolución Industrial y los paradigmas filosóficos, políticos e ideológicos de los siglos XVII y XVIII; mientras para otros se trata de la revelación hegeliana de que la Historia ha cerrado su ciclo dialéctico y concluido su marcha en las playas del liberalismo político y económico, en cuyas arenas se han borrado las huellas de los viejos intentos de cambio y de sus ideologías. Por supuesto, el primer signo caracterizante de la crisis es el derrumbe del campo socialista y la existencia entonces de un mundo políticamente unipolar, lo que para algunos apareció de momento como el arribo a un oasis de tranquilidad, sin confrontación Este-Oeste, en tanto que, cada vez más, se extiende la sospecha .convertida ya en convicción para muchos. de que todo ello constituye una situación sobrecogedora. En realidad, el derrumbe del campo socialista ha servido, entre otras cosas, para ocultar la otra cara del proceso: la crisis del capitalismo, no solo como sistema mundial, sino incluso como modelo económico y social en los países del centro, del primer mundo. Un miembro de la Academia Francesa, Michel Serrés, decía de forma muy clara:

Asistimos ahora a una progresión hacia lo global. Pero, por desgracia, lo que se impone gradualmente es la razón del más fuerte. En el fondo, lo universal es pernicioso cuando está dominado por una potencia; en efecto, estamos cada vez más sometidos al poder de una potencia, de una sola cultura. ¿Qué se puede hacer concretamente contra el desarrollo de una cultura universal que es la manifestación de una fuerza única?1

Lo cierto es que, tristemente, la llamada globalización, al desarrollarse bajo el signo de la dominación despiadada y el rasero violento de la explotación, está conduciendo a que «la idea del progreso, el mayor mito de la modernidad, está estrangulando grandes grupos culturales en la denominada zona sur del planeta».2

Realmente, cuando se constata el sentido profundamente alienador y destructivo de ese rasgo de la actual globalización se puede apreciar en toda su hondura la terrible idea sostenida por Samuel Huntington, director del Instituto Olin de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, quien llega a decir, dentro de la ola de voces que se elevan a cantar la unipolaridad de hoy y el fin de la llamada «Guerra fría», que en el futuro la fuente fundamental de los conflictos no será esencialmente ni la cuestión económica ni la ideológica, sino que las grandes divisiones y disensiones de la humanidad «y las fuentes predominantes de conflictos, serán culturales». De tal modo, la cultura, las civilizaciones, las religiones, la espiritualidad de los humanos, sus tradiciones, devendrán, según la horrenda premonición de Huntington, los primeros enemigos del hombre. La cultura, que debió ser el espacio en que se integrara la diversidad y se ganara la convivencia civilizada; que debió ser el producto de lo más elevado y omnicomprensivo de la obra humana y el instrumento de su consagración en el más alto pedestal de la evolución de la especie; esa cultura, que debió unir, romper diferencias, amasar violencias, acercar distancias y protagonizar el abrazo cordial e inteligente, puede devenir, y de hecho deviene, espacio de nuevas violencias. En esas condiciones, los derechos del hombre, sus más elementales aspiraciones de justicia, lejos de confirmarse y apuntar a su consagración paulatina, se erosionan en la medular consideración del respeto a la naturaleza humana, en la medular apreciación sobre la igualdad racional del hombre, que había sido una conquista, al menos intelectual, del Iluminismo racionalista del siglo XVIII.

Los Estados Unidos de Norteamérica, la potencia militar y política más grande que ha registrado la historia de la humanidad, abrió el siglo XX bajo la declarada vocación de que el mundo se colocara dentro de los límites de la Ley Internacional. Por supuesto que entonces los norteamericanos pretendieron, como siempre, el dominio y la hegemonía sobre todo el planeta; pero lo cierto es que, en aquellos momentos, esa hegemonía se quiso conseguir bajo un supuesto acatamiento de todos al derecho internacional, aunque este orden legal fuera construido, protegido y tutelado por la gran potencia del Norte.

El siglo XX se iniciaba con la mediación de Theodore Roosevelt en el conflicto ruso-japonés. Aquella no fue solo una victoria diplomática; se inscribía también en una percepción acerca de la manera en que la nueva y pujante potencia mundial aspiraba a dirigir el mundo. No solo Theodore Roosevelt, sino poco después Woodrow Wilson confirmaba esa estrategia: los Estados Unidos diseñarían una Ley Internacional que disciplinara al mundo, evitara las guerras y favoreciera el dominio económico de la pujante nación. Cien años después, entramos en el siglo XXI bajo signos totalmente contrarios: el nuevo y temible presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, declara la guerra al terrorismo y proclama que atacará primero a Afganistán y posteriormente a cuantos demás países considere madrigueras del terrorismo; se burla de la opinión pública mundial y del pueblo norteamericano y fabrica todo género de falsedades para iniciar una brutal agresión a Iraq; alcanza una desmesurada concentración de poder que hace burlas de los principios de tripartición sobre los que se orientó un día el equilibrio racional de aquel Estado; no cuenta con aliados, sino con dóciles seguidores que lejos de sentarse a la mesa de las concertaciones, tienen que prosternarse ante el nuevo zar de la violencia, bajo la amenaza de que, por su absoluta voluntad, «se está con los Estados Unidos y sus aventurerismos, o se está a favor del terrorismo». La gran potencia, más fuerte que nunca después del derrumbe del campo socialista, formales que tienden a definirla como la admisión del otro, del distinto, el reconocimiento de la alteridad y el respeto al otro.5 Sin embargo, como veremos enseguida, en esas nociones abstractas, y en la misma evolución del concepto en la actualidad, existen muchas trampas ideológicas que no podemos dejar de tomar en cuenta. Quisiera solo recordar que Karl Raimund Popper afirma que la utopía democrática que anhela es una utopía de la tolerancia. Por su parte, Robert Paul Wolf define la tolerancia como «la virtud de la moderna democracia pluralista.». G. K. Chesterton la ve como la virtud de «la gente que no cree en nada», pero según Richard Vernon y Samuel LaSelva, la tolerancia es un concepto eminentemente político, pero en modo alguno es una virtud. Peter P. Nicholson, por el contrario, la considera un ideal moral. Por último, valdría la pena recordar la cáustica afirmación de Goethe, en el sentido de que «tolerar es ofender».6

Invito a tomar nota de esta afirmación, nada ingenua, de Goethe, con la cual está poniendo de relieve que en la noción misma de tolerancia hay una asunción de que un yo determinado, sea individual o grupal, o incluso institucional, se coloca por encima de otros y desde una posición de autoridad y fuerza admite, permite, deja ser a otro yo, a la alteridad, con lo que, en cierto modo, disminuye al otro, lo doblega, lo perdona, lo humilla y, como dice Goethe, lo ofende. De tal modo, un concepto que nace dentro del cristianismo, como reivindicación de la racionalidad dentro de la fe, auspiciando el diálogo inteligente y la puesta en pie de igualdad de lo diferente, puede devenir .y de hecho ha devenido. además de un importante reclamo a favor del entendimiento entre los hombres, una manera más de encubrir formas de humillación y dejar sentadas consideraciones de discriminación. A eso me refería cuando líneas más arriba hablaba de las «trampas ideológicas» que se han tendido en torno al que un día fue sano concepto de la tolerancia. Es bueno recordar la definición que del término «tolerancia» brinda el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. En él se encuentran cuatro significados del vocablo. Ante todo, «sufrir, llevar con paciencia»; en un segundo significado señala: «Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente»; el tercer significado expresa: «Resistir, soportar, especialmente un alimento o una persona» Y solo un cuarto significado confiere al término el valor de «Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás, cuando son diferentes a las propias».

En consecuencia, creo que sería bueno discernir y separar metodológicamente las distintas esferas de la vida social en las que se ha clamado por tolerancia más o menos expresamente .dado que muy pronto tendré oportunidad de señalar en qué casos estoy de acuerdo en medio de una globalización neoliberal que pone los más altos recursos e hilos económicos y financieros en sus manos, ignora, soberbia, los más elementales principios y normas del Derecho internacional público; ignora los instrumentos internacionales creados en décadas de esfuerzos y contradicciones; viola la Carta de las Naciones Unidas, inicia guerras sin el más mínimo recato, ni contar siquiera con el beneplácito del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

A la vista de todo ello y del peligro de que estemos viendo fraguar una dictadura mundial de contenido fascista, quisiera hacer algunas consideraciones, seguramente polémicas, en torno al concepto de la tolerancia.

El origen de la noción de tolerancia Como es sabido, esa noción se inicia con Pierre Bayle, a finales del siglo XVII, en lucha contra la intolerancia católica. El pensamiento de Bayle es ampliado por John Locke, y es bueno recordar que tanto uno como otro levantan sus argumentos como religiosos cristianos, y el debate que inauguran surge entre cristianos. Para Bayle, había gran importancia ética en el valor de la libertad, que debía estar en la base de la fe religiosa. Se apoya en San Agustín y en sus consideraciones sobre la naturaleza trinitaria de Dios, interpretada por el Obispo de Hipona como las tres partes del alma: voluntad, memoria e inteligencia. De tal modo, para Bayle, «el asunto, en el fondo, es que la persecución religiosa había corrompido la ética y, por lo mismo, la esencia del elevado y sencillo núcleo ético de hermandad universal de la cristiandad».3

Esas ideas habían adquirido ya una difusión y aceptación muy generalizadas en los momentos en que escriben ambos pensadores, por lo cual no es notable que Locke redimensione el concepto y lo extienda a la inteligencia abierta a todo lo relacionado con las corrientes y posiciones políticas.

Quisiera connotar que para Locke, como para cualquiera de los iniciadores de la noción, la tolerancia .también cuando se extiende al campo de las relaciones políticas. supone el debate razonable sobre la puesta del poder político al servicio no de cualquier tendencia, sino de cualquier decente preocupación por los intereses y derechos del pueblo en general.4

La noción de tolerancia tuvo una ampliación singular; de hecho, ya en el siglo XIX, cuando se extendió a la lucha por la abolición de la esclavitud y, en algunos casos, contra los prejuicios raciales que se derivaban de la esclavitud de los africanos en América.

Pero ya actualmente la extensión de la tolerancia casi se ha absolutizado y se expresa en diagramas lógico99 La tolerancia y lo intolerable en admitir la noción de tolerancia y en cuales no., partiendo de lo ya afirmado en el sentido de que tolerar debe entenderse como admitir o dar lugar, espacio o cabida, beligerancia y significación igual a otro distinto, al diferente, al que supone la alteridad.

Con ese punto de vista, quisiera referirme a la tolerancia en el plano a) racial; b) de diferencias nacionales; c) de disparidades político-ideológicas; d) de discrepancias filosóficas: e) de diferencias religiosas y f) de distinciones éticas.

Quisiera también distinguir las problemáticas diferentes que se afrontan cuando hablamos o enfrentamos la tolerancia en el que podríamos llamar «plano horizontal»; es decir, entre iguales políticamente, entre los cuales no media la fuerza del poder público político que constituye el Estado, o cualquier otro ente de fuerza y capacidad de compulsión política; y la tolerancia «vertical», cuando precisamente se trata de luchar por ella en relaciones en que uno de los elementos es ese poder público político o Estado, que actúa con toda la autoridad que posee y con toda la fuerza que lo acompaña.

Finalmente, quiero detenerme en dos cuestiones esenciales cuando examinamos estos problemas de la tolerancia. Me refiero a la esencia ética de su ejercicio, y a sus límites y limitaciones. A partir de ese esquema quisiera comenzar por examinar si procede o no hablar de tolerancia en cada caso.
 

Diferencias raciales

Por supuesto que al respecto bastaría recordar las palabras del Apóstol:

El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre y ya se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún otro hombre: peca por redundante el blanco que dice mi raza; peca por redundante el negro que dice mi raza. Todo lo que divide a los hombres, todo lo que los especifica, aparta o acorrala, es un pecado contra la humanidad.7

«Dígase hombre y ya se han dicho todas las razas», señaló también, junto con otras muchas afirmaciones en que enfatizó lo absurdo de distinguir a los hombres por ser unos blancos y otros negros o por ser unos semitas y otros eslavos.

De cualquier manera, el Artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, deja claramente expresado: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Pero por si fuera poco, el Artículo 2 enfatiza: «Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición».

De tal modo, a los irrefutables argumentos biológicos sobre la igualdad esencial del hombre, más allá de las pequeñas diferencias que se derivan de las distintas razas, más allá de las consideraciones éticas sobre esa igualdad, el orden jurídico internacional ha consagrado en esa Declaración la igualdad de todos, y sus derechos, sin distinción de raza o color.

Pero por si fuera poco, la Carta de las Naciones Unidas en su «Preámbulo», consagra también la igualdad de todos los hombres más allá de las diferencias raciales. Sobre este particular se pronuncia el párrafo 2 del Artículo 1, el inciso b), párrafo 1 del Artículo 13, y el inciso b) del Artículo 55 de dicha Carta.

No conforme con esas declaraciones generales, las Naciones Unidas han aprobado una importante serie de instrumentos condenando la discriminación racial. Merece mencionarse la Declaración de la Asamblea General, de 20 de noviembre de 1963, contenida en la Resolución 1904 (XVIII) conocida como Prevención de la Discriminación. De igual modo, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial, contenida en la Resolución 2106, de 21 de diciembre de 1965; la Convención Internacional sobre Represión y Castigo del Crimen de Apartheid, aprobada por la Asamblea General en

Actualmente la extensión de la tolerancia casi se ha absolutizado y se expresa en diagramas lógico-formales que tienden a definirla como la admisión del otro, del distinto, el reconocimiento de la alteridad y el respeto al otro. Sin embargo, en esas nociones abstractas y en la misma evolución del concepto en la actualidad existen muchas trampas ideológicas que no podemos dejar de tomar en cuenta.

Resolución 1510 (XV), de 12 de diciembre de 1960, y otros, han reiterado la condena a cualquier forma de discriminación por origen nacional. A la altura del tercer milenio es absurdo hablar de la tolerancia de los nacionales de un país con respecto a otros. Las discriminaciones nacionales son, sencillamente, repugnantes crímenes internacionales condenados por el Derecho internacional público. Lo correcto es hablar de la convivencia civilizada internacional, del concierto mundial civilizado.

Diversidades políticas e ideológicas En cuanto a la tolerancia en relación con las diferencias o diversidades político-ideológicas ocurre algo semejante, a nuestro modo de ver.

En efecto, el Artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece claramente que no se hará distinción alguna fundada en la condición política diferente, y los artículos 18 y 19 de dicha Declaración establecen que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión». El 19 reafirma que «todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones». Sería bueno recordar que esa Declaración fue aprobada por aclamación, y ratificada por proclamación pública y unánime en la Primera Conferencia Mundial de Derechos Humanos, efectuada en Teherán en 1968, de forma tal que todos los Estados de la comunidad internacional están obligados con su letra y su espíritu.

Al hablar de diferencias ideológicas, sostenidas con todo respeto y sin formas violentas, y al hablar de diferencias políticas, no es posible decir que alguien tolera al otro, que unos de determinada filiación política o ideológica admiten, toleran y permiten a otros. Solo es posible afirmar que dentro de la comunidad civilizada y democrática, fundada en el pluralismo político e ideológico, es un derecho inalienable de todos sostener diferencias de ese orden.

Estamos acostumbrados a escuchar al prepotente señor del Norte decir que no puede tolerar un régimen socialista tan cerca de sus fronteras. ¿Nadie ha pensado que también podríamos decir nosotros que no podemos tolerar a la metrópoli del imperio tan cerca de las nuestras? Sin embargo, no se trata de que unos toleren a otros, sino de que todos tenemos el derecho inalienable de decidir soberanamente nuestras formas políticas y nuestras ideologías. Lo demás es el escarnio de la democracia y la violación de todas las normas y principios del Derecho internacional.

Resolución 3008 (XXVIII) de 30 de noviembre de 1973; la Convención relativa a la lucha contra la discriminación en la esfera de la enseñanza, aprobada por la UNESCO, en Resolución de 14 de diciembre de 1960, y la Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales, aprobada por la Conferencia General de la UNESCO, en París, el 27 de noviembre de 1978. De todo ello debemos dejar claro que a la altura del tercer milenio es absurdo hablar de diferencias raciales como abismales, o decisivas desigualdades entre los hombres. Lo que se impone es la identidad biológica de los seres humanos. Connotar diferencias entre negros y blancos, o blancos y amarillos es tanto como destacarlas entre flacos y gordos. El racismo es un prejuicio; un brutal y repugnante prejuicio y ha sido en manos de colonialistas e imperialistas .como en el caso de África del Sur o del exterminio de los judíos por los nazis. un crimen espeluznante. Nadie podría hablar, desde las posiciones de una raza, de la tolerancia a otras razas, por la simple razón de que todos somos iguales y por la más poderosa razón de que el racismo es condenado por el Derecho internacional, y casi todos los ordenamientos jurídicos contemporáneos, como un delito. Por ello, insisto en que no es posible hablar de «tolerancia racial».
 

Diferencias nacionales

Otro tanto ocurre con las llamadas «diferencias nacionales». Estas son el resultado de los procesos económicos, sociales y políticos, en el curso de los cuales se empezaron a formar en Europa, en torno al siglo XIV, los llamados Estados nacionales.

Posteriormente se desarrollaron los nacionalismos extremistas, el chovinismo y demás formas de exacerbación de los sentimientos de identidad nacional. Algunos de esos sentimientos han dejado horrendos saldos en la historia de la humanidad, como es el caso de las guerras, desde la primera hasta las más recientes de fines del siglo pasado.

Sin embargo, ya vimos que el Artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos condena las diferencias o discriminaciones por razón de diferentes orígenes nacionales. Otros instrumentos de Naciones Unidas han condenado esas posiciones, como las decisiones adoptadas por la Subcomisión de prevención de discriminación y protección a las minorías, en su Resolución (XII) de 1960, en la que se pronunció contra toda forma de odio racial o nacional. En sentido más radical, la Comisión de Derechos Humanos, con sede en Ginebra, en Resolución 6 (XVI), de 16 de mayo de 1960; la Asamblea General de Naciones Unidas, mediante

Diferencias filosóficas y religiosas En este ámbito quisiera andar con cierta cautela. Ante todo, si bien la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en sus artículos 1 y 2, especialmente este último, declara que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de [.] religión o [...] de cualquier otra índole», es mucho más polémico si estamos o no ante una posible actitud de tolerancia cuando se trata de admitir o rechazar distintas posiciones filosóficas y credos religiosos diversos.

Por supuesto que preconizo absolutamente, y de modo apasionado, que debe existir el más amplio diálogo civilizado entre posiciones filosóficas encontradas y, del mismo modo, defiendo con toda pasión el respeto total y ecuménico a todos los credos y prácticas religiosas.

A lo que me refiero es a que, en el plano personal, quien tiene un credo determinado o profesa una religión cualquiera puede asumir, individualmente, la actitud de tolerar, admitir, dar espacio y no impedir a otro distinto, con otro credo diferente, que haga su profesión de fe y practique o defienda esa religión diferente. En ese sentido, podría admitirse que existe o puede existir una cierta actitud de tolerancia.

Sin embargo, cuando se trata de las posiciones de los Estados ante los credos religiosos, no considero que ningún Estado del mundo tenga derecho a declarar que tolera tal o más cual religión, puesto que todos están obligados, por instrumentos jurídicos internacionales aprobados por unánime aclamación, a respetar la libertad de cultos, de modo que, al hacerlo, el Estado no perdona, no tolera, no brinda graciosamente un espacio a una religión, sino que cumple sus deberes jurídicos internacionales y, casi siempre, sus deberes constitucionales internos.

Cuando determinadas religiones son obstaculizadas sin razones legales suficientes, o cuando determinados cultos son prohibidos o perseguidos, no es el caso reclamar tolerancia, sino exigir el cumplimiento de los deberes jurídicos internacionales. Nuestra Constitución, en el Capítulo I, que regula el sistema político de la sociedad cubana, en el Artículo 8 dispone: «El Estado reconoce, respeta y garantiza la libertad religiosa. En la República de Cuba las instituciones religiosas están separadas del Estado. Las distintas creencias y religiones gozan de igual consideración».

Algunos han entendido, mal, este precepto como el que brinda el derecho a la libertad de cultos, cuando lo que hace es determinar el contenido laicista del Estado cubano, y declarar que ninguna religión forma parte de su sistema político, ni se integra en el Estado o es oficializada por él. En realidad, el derecho a la libertad de cultos y a profesar cualquier religión queda garantizado en el Artículo 55 de la misma Constitución, dentro del Capítulo VII, en el que se establecen los «Derechos, deberes y garantías fundamentales» del ciudadano. En dicho artículo se señala:

el Estado, que reconoce, respeta y garantiza la libertad de conciencia y de religión, reconoce, respeta y garantiza a la vez la libertad de cada ciudadano de cambiar de creencias religiosas o no tener ninguna, a profesar, dentro del respeto a la ley, el culto religioso de su preferencia.
 

Diferencias de puntos de vista sobre la sexualidad

He querido indicar de este modo los prejuicios y actitudes discriminatorias que suelen encontrarse en relación con los homosexuales, tantos varones como hembras. Y no he querido llamar a estas diferencias con el calificativo de éticas, primero que todo porque, en esas actitudes discriminatorias, los supuestos argumentos éticos no son tales, ni están sostenidos en consideraciones científicas valederas, sino que son simples prejuicios derivados de una educación intransigente o machista, para emplear un término bien en boga.

En puridad científica, los espacios de los homosexuales en la sociedad no deben resultar de una tolerancia altanera, perdonavidas, sino de la comprensión profunda de los problemas científicos, psicológicos y profundamente humanos que subyacen en la llamada sexualidad.

Quisiera entonces indicar algo que no quiero que sea mal interpretado. Cuando advierto las trampas ideológicas contenidas en la pregonada tolerancia, me estoy refiriendo a ella dentro de los primeros significados del diccionario, ya vistos. Sin embargo, si entendemos por tolerancia el diálogo respetuoso, igualitario, incluyente y civilizado, entonces, por supuesto, hago votos porque la humanidad avance en la tolerancia en ese sentido, aunque sigo teniendo reservas con el vocablo.

Tres cuestiones no pueden quedar olvidadas cuando hablamos de la tolerancia, aun dentro de su mejor sentido socio-político y cultural. Me refiero, ante todo, a las diferencias de fondo y operacionales que se encuentran cuando afrontamos problemas de intolerancia en lo que algunos han llamado, «un sentido vertical», al contrario de esas intolerancias en «sentido horizontal». Se trata de que, efectivamente los problemas de intolerancia pueden darse cuando media algún elemento de autoridad política, de lo que pudiéramos calificar como Derecho público, es decir, de poder público político. En esos casos, estaríamos

En general, el pensamiento liberal ha mostrado siempre mantener una actitud de indiferencia ante las distintas manifestaciones de lo bueno, de lo que es admisible éticamente. Como ha sostenido correctamente Sandel, los liberales no establecen diferencia entre el permiso y la consideración positiva de una conducta, entre la simple tolerancia y el compromiso.9

También al respecto ha dicho correctamente Juan Ramón de Páramo Argüelles: «Se tendrá que recordar una vez más que la concepción liberal se caracteriza por su compromiso con la autodeterminación individual. Lo que se valora no es la posesión de la verdad moral, sino el ejercicio de la autonomía de la búsqueda».10

Esta forma individualista de asumir la «tolerancia» puede conducir a caminos y resultados sumamente peligrosos. Apoyándose en una supuestamente necesaria neutralidad social y estatal ante las conductas individuales, el viejo y el moderno liberalismo abren las puertas a todas las posiciones, ideologías y agrupaciones que, en realidad, no son siquiera ideologías, sino arcaicos e inadmisibles fanatismos, cuando no crímenes sancionados internacionalmente. El pragmatismo, que hizo su aparición en el ámbito jusfilosófico ya desde mediados del siglo XIX, con Jeremías Bentham e incluso con Stuart Mill, predica que todo lo que es útil o práctico es justo y debe concedérsele carta de tolerancia y admisión.

Algunos autores contemporáneos, incluso llenos de buena voluntad, como Ronald Dworkin, sostienen el principio de la neutralidad estatal frente a las conductas humanas, y su tolerancia a partir de la idea de una supuesta igualdad entre todos, como fundamento filosófico elemental.11 En sentido parecido, Bruce Ackerman llega a sostener tan a ultranza la neutralidad como principio de la política liberal, que señala que es indiferente el camino por el cual se llega a dicha neutralidad.12

No hacen falta demasiadas reflexiones para advertir los peligros de estas consideraciones sobre la convivencia civilizada. El liberalismo es ajeno a los contenidos éticos, y se desliga de los compromisos históricos y de los más elementales deberes sociales. Bajo el prisma de la supuesta neutralidad, se borra un principio irrenunciable como que la intolerancia no puede ser tolerada.

Para el liberal puro, los grupos neofascistas deben tolerarse bajo una supuesta neutralidad estatal, o deben tolerarse organizaciones racistas como el Ku Klux Klan, o propagandas guerreristas o incluso acciones de esa naturaleza.

La experiencia histórica debe proveernos de suficientes elementos de responsabilidad como para ante situaciones de intolerancia ejercida por gobiernos o Estados que discriminan o marginan a grupos de ciudadanos, grupos raciales o de otra índole. Ese es el caso, por ejemplo, del Estado sionista de Israel y su persecución de los árabes, o del Estado norteamericano hasta la década de los 70 y su discriminación brutal de los negros, hoy llamados .un tanto eufemísticamente. ciudadanos afroamericanos. En estos casos, los problemas de intolerancia suelen expresarse de forma muy violenta y con matices verdaderamente dramáticos. Sin embargo, la violencia de la contradicción la define y la simplifica: se trata de anular un determinado poder, un determinado Estado. La intolerancia del régimen del apartheid en África del Sur, antes del triunfo del Congreso Nacional Africano con su líder Nelson Mandela, era uno de los capítulos más brutales de la historia contemporánea; pero, por ello mismo, se discernía claramente y no sufría encubrimientos: los blancos afrincanders no toleraban a los negros nativos, y esa situación estaba avalada, además, por todo el poder del Estado racista. Cuando ese Estado es vencido y se sustituye por uno genuinamente democrático, el problema de la intolerancia vertical es derrotado, aunque ello no excluye que queden remanentes .seguramente los hay. de intolerancia horizontal, en forma de prejuicios, tanto de blancos como de negros, aunque ahora no estén santificados y asistidos por la fuerza de un Estado o del orden público.

Bajo un gran esquematismo, la intolerancia vertical, pese a su violencia y fuerza impositiva, es verdaderamente sencilla, porque su solución depende de la liquidación del régimen de intolerancia o discriminatorio. Más compleja, aunque parezca increíble, es la intolerancia horizontal, porque se asocia a prejuicios, y solo puede ser liquidada en el ámbito de la cultura, la civilización y la educación democrática y de igualdad.

En términos generales, podemos decir que los problemas de la intolerancia vertical caen dentro del ámbito de la política y de las acciones de ese orden, en tanto que los problemas de la intolerancia horizontal afectan a la educación, la psicología, la pedagogía y la formación democrática y culta del hombre como ser humano integral. Desde cierto punto de vista, la lucha por liquidar los problemas de intolerancia horizontal es más larga, compleja y multifacética.8
 

La tolerancia para el liberalismo y una actitud de compromiso ético ante ella

Como escribí, quiero hacer brevísimas reflexiones sobre la concepción que de la tolerancia tienen los liberales burgueses o el pensamiento liberal más puro. entender que la tolerancia debe ser asumida y desarrollada con comprometimiento en la búsqueda de los fines éticos y culturales que la milenaria historia de la humanidad ha ido decantando y estableciendo. Tenemos que defender una cultura de la responsabilidad y del compromiso con el bien, el progreso y los valores esenciales del humanismo y, sobre todo ello, debe quedar bien claro que la tolerancia, como todo derecho, tiene sus límites y sus limitaciones.

Los límites y las limitaciones de la tolerancia Una vez que asumimos la tolerancia como derecho y manera de realizarse la vida social civilizada tenemos que admitir que como todo derecho, e incluso más, como toda conducta humana, la tolerancia debe tener, y de hecho tiene, límites y limitaciones.

Entiendo por límites aquellos extremos o «bordes», más allá de los cuales no puede sostenerse la tolerancia en ninguna esfera, o en algunas esferas. Entiendo por limitaciones, por el contrario, aquellas cortapisas, frenos, parciales prohibiciones, que durante el pleno ejercicio de la tolerancia no pueden, sin embargo, admitirse.

Letizia Giamformaggio se refiere a los límites de principio y los límites de hecho de la tolerancia.13 Yo prefiero hablar de límites esenciales o de principio, y límites circunstanciales o eventuales.

Desde mi punto de vista, ya expresado, que defiende una práctica de la tolerancia en su significado más lato dentro de una cultura del compromiso y de la ética humanista, el principal límite de principio de la tolerancia tiene que ser, contrario sensu a lo defendido por los liberales, la misma intolerancia.

Es evidente que ninguna sociedad y ningún Estado deben admitir y tolerar aquellas conductas, organizaciones y acciones que persiguen practicar, o practican ellas mismas, la intolerancia. Desde ese punto de vista, las conductas delictivas no pueden ser toleradas. A nadie se le ocurriría defender que los descuartizadores o los violadores deben ser tolerados, para que descuarticen libremente o asesinen sin impedimento. Desde ese mismo punto de vista, supuestas ideologías que no son más que brutales delitos de lesa humanidad, condenados por las legislaciones de todos los países contemporáneos y por las normas y principios del Derecho internacional público, no pueden ser tolerados. El fascismo no puede ser tolerado; los grupos neofascistas no pueden ser tolerados; el racismo no puede ser tolerado; las organizaciones racistas no pueden ser admitidas; la xenofobia no puede reivindicar ser tolerada; la guerra y la propaganda belicistas no pueden ser toleradas porque la guerra es, por esencia, la negación esencial de la tolerancia y la vida.
 

Quisiera hacer mía la afirmación de Letizia Giamformaggio cuando señala:

En relación a la determinación de lo intolerable me parece de importancia fundamental subrayar: 1. Que en el sentido de la tolerancia vertical pública, lo que es intolerable, y que, por tanto, el poder no puede y no debe tolerar so pena de destruir el sentido mismo de la tolerancia, es la intolerancia vertical, tanto pública como privada, de cualquier forma que se manifieste, bien sea mediante actos, o bien mediante meras expresiones de opinión.14

Sin embargo, ella admite, en el plano vertical, la tolerancia estatal de las opiniones de grupos contra grupos, en el plano horizontal. Por el contrario, creo que con ello la Giamformaggio olvida que los grupos contra los que se vierten opiniones discriminatorias están protegidos jurídicamente, y contra los que lanzan esas supuestas opiniones discriminatorias podrían emprenderse acciones legales por difamación, calumnia o simple daño a la dignidad humana. El derecho .y la tolerancia es un derecho. tiene como límite inicial el respeto al derecho ajeno, al ejercicio de iguales o semejantes derechos por los otros. Levantar el derecho de unos a ofender o discriminar a otros es olvidar que esos otros tendrían igual derecho, y la sociedad devendría circo de violencias injustificadas. Olvida además esa consideración que, en tales opiniones discriminatorias, está presente la violación del derecho de los otros a ser respetados y considerados, sin sufrir agresiones de ningún tipo.

Cuando se reflexiona sobre los límites o las limitaciones circunstanciales de la tolerancia, siempre suele argumentarse aludiendo a los casos de excepción, emergencia, suspensión de garantías constitucionales o estado de guerra. Por supuesto, la misma guerra es siempre el ejemplo más comúnmente esgrimido para ejemplificar la limitación circunstancial .o de hecho, como dicen algunos autores. de la tolerancia. Pues bien, quizás resulte sorprendente que afirme que no me convence ninguna limitación circunstancial de los derechos esenciales o fundamentales, comprendidos dentro de la noción filosófica de la tolerancia. Creo firmemente que la suspensión de garantías o la declaración de los estados de emergencia no pueden conducir a la violación o negación de los derechos fundamentales, ni pueden permitir la intolerancia, de cualquier tipo que esta sea.

Por lo demás, la guerra no puede ser considerada como ejemplo de limitación circunstancial de la tolerancia porque es, precisamente, el límite máximo y más brutal de la intolerancia; es la negación absoluta de la condición humana, la manifestación más insoportable de la intolerancia y la negación de la civilización. En revela que constituyen la expresión de valores éticos decantados en el largo proceso civilizatorio del hombre y, lo que sin dudas es más determinante, representan y contienen los valores únicos en que puede asentarse la supervivencia civilizada.

Los derechos humanos suponen el ejercicio consecuente y riguroso de una ética de tolerancia y respeto a los otros y a la diversidad, dentro de la universalización de la civilización humana. Desde ese punto de vista, único defendible dentro de una ética de responsabilidad, la humanidad tiene que rechazar .y no tolerar, bajo ningún concepto., la guerra y a los que la auspician y promueven, y rechazar todas las formas de intolerancia, como el racismo, la xenofobia y el renacer de actitudes y tendencias neofascistas. Los hombres no podemos permitir que los intereses de las grandes transnacionales .que comercian con las armas y la sangre. o la ideología brutal de los neofascistas impongan el flagelo de la guerra. Frente a ellos se impone la necesidad de firmes y activas uniones de todos los sectores de buena voluntad del mundo, la unión de una sociedad civil ensanchada a dimensión planetaria, que sea capaz de atar las manos de los belicistas.

Tendremos que reconocer que incluso el humanismo y la misericordia cristianos .como aparato ético de enorme influencia en la modernidad. se han estrellado contra los muros infranqueables del sistema capitalista, con todo su egoísmo. Nada ha podido la prédica cristiana contra la deshumanización del dinero. La ética de dominación, explotación y egoísmo lo ha absorbido todo; hasta los más elementales valores en que se empinó originalmente la sociedad revolucionaria burguesa.

Frente a esa quiebra, nuevamente será preciso erigir un renovado aparato ético que tiene que sustentarse, con toda valentía histórica, en una sociedad sin explotación, en un cierto nivel de socialización y en un absoluto sentido de solidaridad humana que solo los ahítos o los que no quieren ver, temen afrontar todavía. Por lo demás, una mirada rigurosa sobre la historia de la humanidad revela la enorme capacidad de adecuación y el caudal increíble de creatividad del género humano. La inteligencia y la voluntad, esos dos grandes sillares de la hazaña histórica del hombre, le permitieron a este no solo empinarse sobre el resto de las especies animales, pese a su desprovisión física, sino además salvar las crisis y atrocidades del esclavismo, saltar sobre los primeros siglos feudales y advenir a la llamada modernidad; venció los prejuicios religiosos e hizo reformas y contrarreformas; se empinó sobre el oscurantismo con la magna obra cultural del Renacimiento; provocó y fue protagonista de las revoluciones industriales; generó culturas de opresión consecuencia, no puede ser tolerada ni puede ser admitida como limitación eventual de la tolerancia. En las anteriores reflexiones sobre el importante problema de la tolerancia, he querido solamente apuntar las que considero algunas cuestiones que debemos tener en cuenta en estos momentos, cuando estamos llamados a elevar la grandeza de la condición humana. Creo que el porvenir está absolutamente en nuestras manos. O lo asumimos de manera resuelta, en las exclusivas avenidas de la sobrevivencia civilizada y armónica, o está decretado nuestro fin civilizado.

Sin embargo, quiero expresar mi fe en el destino humano. No se piense que adopto una actitud mística o mesiánica. Algunos podrán suponer que postulo una utopía. Eso podría admitirlo, en tanto aceptemos por tal el propósito consciente de acceder a un estadio superior de la vida; pero sin perder de vista que pretendo apoyarme en los resultados objetivos e incuestionables de la causalidad histórica. Al respecto, valdría recordar aquella frase de Max Weber: «El hombre nunca hubiera alcanzado lo posible si no se hubiera propuesto lo imposible».

De lo que se trata ahora es, quizás, de eso mismo: proponernos alcanzar lo que podría parecer imposible, para poder llegar a lo único posible ante las alternativas del nuevo milenio. Por ello, nuestras únicas opciones posibles, lo que tiene que ser inevitable, es la lucha por la unidad de los pueblos y la comprensión y la paz entre los hombres.

Ante todo, habrá que convenir que el hombre solo podrá avanzar en el tercer milenio con reales esperanzas de perpetuación de la especie, si rectifica absolutamente su conducta, no solo en relación con los otros hombres, sino también con la naturaleza, de la cual forma parte consustancial. Solo si el hombre empieza a tener una actitud radical en relación con el hábitat, puede cancelar el peligro de desaparición de la vida en el planeta. Solo armados con esa nueva ética podremos estar en condiciones de asumir una actitud correcta con respecto a las brutales relaciones sociales y patrones productivos de aberrado egoísmo que sirven de estímulo a las más importantes y graves depredaciones de hoy y a las más absurdas intolerancias.

Por eso no estoy reclamando una ética intimista, retraída y mística. Por el contrario, postulo una ética comprometida, responsable y radical; intransigente y tolerante al mismo tiempo; la única capaz de afrontar los grandes desafíos que tenemos por delante. Este tercer milenio tiene que ser, además, el que abra la era del respeto y la realización de los derechos humanos. Estos no pueden ser entendidos como circunstancial realización jurídico-positiva de determinadas coyunturas en nuestras culturas de la modernidad. Por el contrario, el examen más elemental sin límite y logró liquidarlas más tarde; fundó el racionalismo y se sumió más tarde en el irracionalismo, pero se empinó sobre todos apoyado en la ciencia; hizo revoluciones enormes en que se dignificó, y retrocedió a momentos de reacción y terror, en que se enlodó; pero ha mantenido siempre viva la llama de la inteligencia y la voluntad. Ellas son las que han ido decantando, asentando, absolutizando y desarrollando las escalas de valores que han integrado las utopías primero y sus realidades después. En todo caso, el imperativo de subsistir le ha permitido asentar aquellos valores que han cristalizado y compendiado las mejores posibilidades de supervivencia, y hacerlo de formas cada vez más desalienadas.

El hombre, en su afán de sobrevivencia, en su infinita capacidad de acomodo, y apoyado en su inteligencia y su voluntad, puede encontrar el camino de la unidad, la tolerancia y una ética que lo salve de las crisis y los hundimientos. Por supuesto, eso solo será conseguible mediante la lucha comprometida, resuelta, responsable y perseverante.

Notas

1. Citado por Rafael Acosta de Arriba, El signo y la letra. Ensayos sobre literatura y arte, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2001, p. 207.

2. Rafael Acosta de Arriba, ob. cit., p. 208.

3. David A. J. Richards, «Tolerancia y prejuicio. Observaciones para Tossa de Mar», Cuadernos de Filosofía del Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Alicante, 1992, p. 24.

4. Ídem.

5. Véase Annette Schmitt, «Las circunstancias de la tolerancia», Cuadernos de Filosofía del Derecho, ed. cit., pp. 71 y ss.

6. Ídem.

7. José Martí, «Mi raza» [Patria, 16 de abril de 1893], Obras Completas, t. II, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1965, p. 282.

8. Véase Ernesto Garzón Valdés, «No pongas tus sucias manos sobre Mozart. Algunas consideraciones sobre el concepto de

tolerancia», Claves de Razón Práctica, n. 19, Madrid, enero-febrero de 1992, pp. 16-23.

9. Michael J. Sandel, Liberalism and Its Critics, Blackwell, Oxford, 1984.

10. Juan Ramón de Páramo Argüelles, «Liberalismo, pluralismo y coacción», Cuadernos de Filosofía del Derecho, ed. cit., p. 88.

11. Véase Ronald Dworkin, «What Liberalism Ins´t», New York Review of Books, Nueva York, enero de 1983.

12. Sobre estos puntos de vista de Bruce Ackerman, véase Social Justice in the Liberal State, Yale University Press, New Haven, 1980.

13. Leticia Giamformaggio, «El mal a tolerar, el bien a tolerar, lo intolerable», Cuadernos de Filosofía del Derecho, ed. cit., p. 64.

14. Ídem.