En el siglo XIX la
literatura comenzó a referirse a las pinturas que
cubrían los muros de las casas. Tenían la intención
de informar, reclamar, despertar el interés hacia
algo o eran meramente decorativas. El paso del
tiempo, la delimitación de los intereses y el éxito
de otras técnicas como la litografía y la
fotografía, propiciaron el surgimiento del cartel
impreso y, más tarde, las vallas.
Según Susan Sontag
"Tanto el cartel como el anuncio público no se
dirigen a las personas como individuos, sino que
hacen efectivo su mensaje hacia miembros no
identificados de un estado. Pero el cartel, a
diferencia del anuncio público, presupone el
concepto moderno de público, en el cual los miembros
de una sociedad se definen primariamente como
espectadores y consumidores. (...) Un cartel tiende
a seducir, exhortar, vender, educar, convencer,
llamar la atención..., intenta captar a aquellas
personas que transiten por su radio de acción. (...)
requiere que el espectador se presente por si mismo
ante él para leer lo que está escrito. Un cartel
reclama atención desde la distancia. Porque es
visualmente agresivo. "(2)
El cartel tomó
importancia desde su surgimiento y muy pronto
pintores como Bonnard, Toulosse-Lautrec, Mucha,
Cheret incursionaron en su realización. Ya desde la
última década del siglo pasado fue reconocido
mundialmente como manifestación artística.
Con el
cinematógrafo nació el cartel de cine, aceptado y
utilizado para atraer a los transeúntes e
interesarlos en una experiencia hasta entonces
desconocida.
En Cuba, la
cartelística siempre fue considerada como un arte
menor, y salvo raras excepciones, no existió un
vínculo entre pintores o escultores con el diseño
gráfico. No hemos encontrado referencias de un
cartel con la firma de Abela, Arche, Víctor Manuel,
Pogolotti o Carlos Enríquez.
La gráfica para la
promoción del cine tuvo - como el cine mismo- un
carácter artesanal y esporádico. No existían las
bases para el surgimiento y desarrollo de una
expresión plástica de valor.
De esta primera
época la Cinemateca de Cuba conserva carteles de los
filmes cubanos La manigua o La mujer cubana (1915) y
El veneno de un beso (1929). En el primero aparece
el rostro de Máximo Gómez dentro de un óvalo, según
los cánones de la fotografía del período. De fondo,
como expresión de cubanía, la bandera, durante
muchos años utilizada para la representación de
temas históricos o políticos. En el segundo aparecen
los rostros de los protagonistas en grandes
dimensiones. El diseño y la expresión de los rostros
resultan paradigmáticos del amor en el cine mudo.
Ambos carteles están trabajados a partir de imágenes
fotográficas y utilizan el dibujo y la aplicación de
colores brillantes, que si bien destacan las
figuras, dan un cierto grado de irrealidad por el
uso de tonos pasteles abandonados con posterioridad.
Con la terminación
de la Primera Guerra Mundial, la importación de
filmes europeos comenzó a ser sustituida por
películas estadounidenses que ya comenzaban a
introducir elementos diferentes. Extendían la
consideración esencial en el uso de figuras
protagónicas, en actitudes sugerentes para el
espectador, que se enfrentaba a la introducción de
elementos diferentes en su concepción. A partir de
estas nuevas influencias los carteles que
acompañaron la exhibición tanto de filmes nacionales
como extranjeros obedecieron a los cánones de la
época, fuertemente influidos por patrones
norteamericanos y mexicanos en los que la sugerencia
visual era de bajísimo nivel artístico. Además el
mecanismo de promoción que acompañaba a los filmes
extranjeros estaba muy bien concebido. Ante la
avalancha publicitaria era imposible la pretensión
de que los diseñadores cubanos pudieran competir.
¿Qué podían hacer en términos de imaginación, de
infraestructura cuando la fuerza del sistema de
publicidad norteamericano no dejaba margen para
intentos nacionales sobre todo cuando la producción
de la etapa se limitaba a unos pocos filmes que solo
intentaban copiar la producción extranjera?. Era
imposible para los diseñadores transgredir los
criterios impuestos por los que dominaban la
publicidad de la época. Sería imposible establecer
comparaciones con el quehacer artístico europeo.
En los carteles del
período comprendido en las décadas del los años
cuarenta y cincuenta aparecen matices, quizás
expuestos inconscientemente al evidenciar una cierta
esencia latina, que priorizaba la figura femenina
como objeto sexual, en posturas altamente eróticas,
con vestuarios que casi siempre dejaban al
descubierto muslos, pechos y marcaban las anchas
caderas. Casi siempre aparecían como fondo paisajes
típicos, el campo cubano, los cañaverales, el
ingenio, la carreta. En el caso de las comedias se
abría un espacio en el que resaltaban los rostros de
actores cómicos cubanos harto conocidos por el
público como gancho para asegurar la taquilla.
Exaltaron el
tropicalismo, la música, el baile, el erotismo y el
paisaje como patrones mal entendidos de la cultura
cubana y sus manifestaciones. Los enarbolaron como
valores nacionales que resultaron de una banalidad y
un maniqueísmo extremos.
Exigirle al cartel
cinematográfico cubano realizado en la primera mitad
del siglo méritos artísticos, valores no
relacionados con los resultados de taquilla, es
analizarlo fuera de contexto. Era concebido para
vender un producto, como otros anuncios
publicitarios que nunca pretendieron un
reconocimiento por sí mismos, sino por la elevación
de los índices de venta.
A partir de la
década del ´60 se estremecieron las bases de las
artes visuales. A nivel mundial, se produjeron
importantes cambios políticos y artísticos, un giro
en la vida y en la sociedad. Aparecieron conflictos,
aspiraciones y necesidades sobre las que meditar.
Fue una época de deslumbramiento y de pretensiones
de cambiar el mundo, de romper con el stablishment y
negar el conservadurismo. Los jóvenes franceses
desencadenaron el Mayo Parisino mientras que, en
Checoslovaquia, la primavera no era sólo una
estación sino un violento enfrentamiento; en la
Plaza de Tlatelolco, México, masacraron a jóvenes
estudiantes que abogaban por cambios
revolucionarios; la generación hippie norteamericana
opuso la paz y el amor a la guerra, cantó en
Woodstock, quemó banderas, boletas de reclutamiento
militar y se negó a participar en la guerra de Viet
Nam.
En Cuba, el proceso
revolucionario cubano, iniciado el primero de enero
de 1959, abarcó todos los órdenes y cambió de golpe
las coordenadas estéticas. La política cultural
colocó los valores humanos por encima de los
comerciales y favoreció el desarrollo de una nueva
sensibilidad. El diseño gráfico asimiló preceptos de
otras artes para cobrar verdadera importancia cuando
el cartel comenzó a convertirse en algo más, y a
cumplir con otros requerimientos. Se asimilaron
otras influencias, como las de los carteles polacos,
checos o japoneses. Otra era la época y diferentes
las exigencias. El cartel como medio de comunicación
visual cambió y fue utilizado con un significado
diferente. Rompió radicalmente con los viejos
diseños y se convirtió en un hito para el resto del
continente que mantenía los patrones del cartel de
cine impregnado de elementos comerciales.
En marzo del mismo
1959 se fundó el ICAIC (Instituto Cubano del Arte y
la Industria Cinematográficos), que estableció
nuevas concepciones organizativas, significó una
apertura formal y conceptual y dio origen a otra
etapa en la cinematografía cubana. Los filmes
expusieron nuevos temas e impusieron una estética
contraria al mimetismo y la superficialidad de la
cinematografía anterior, que quedó relegada.
Conjuntamente con
el nacimiento del nuevo cine cubano y como política
expresa, el ICAIC creó el Departamento de
Publicidad, dirigido por Saúl Yelín, que promovió un
movimiento gráfico y agrupó a diseñadores con
experiencia en el campo de la publicidad, Rafael
Morante y Eduardo Muñoz Bachs y a jóvenes con cierta
formación en el campo del diseño o que comenzaban a
aprender el oficio Antonio Fernández Reboiro, René
Azcuy y Ñiko, entre otros Estableció vínculos con
otros creadores como Alfredo Rostgaard, Raúl Oliva,
Fernando Pérez O´Reilly y José Lucci y con pintores
como Raúl Martínez, Umberto Peña, René Portocarrero,
Servando Cabrera Moreno quienes asumieron los
códigos del diseño gráfico y eventualmente
realizaron carteles -entre los que se encuentra el
emblemático Lucía- con la intención de colaborar con
la naciente industria cinematográfica.
En 1967 el ICAIC,
que hasta el momento había utilizado talleres
privados, compró un taller de serigrafía para
tiradas masivas de sus carteles. En muy corto tiempo
el número de carteles creció considerablemente.
Promocionaban no sólo los filmes exhibidos en los
circuitos comerciales, sino también los ciclos de la
Cinemateca de Cuba, semanas de cine cubano en el
extranjero y muestras foráneas exhibidas en el país.
En algunos casos fueron impresos en el extranjero
utilizándose principalmente la técnica del offset.
Rebasaron los
lugares tradicionales -fachadas y vestíbulos de
salas de cine- y fueron expuestos en estructuras
concebidas especialmente para ellos en calles y
avenidas. Se utilizaron los mejores, en formato
reducido, en la ilustración de postales, marcadores,
agendas y almanaques. Para decorar las salas de
cine, en ocasiones, se realizaron diseños que
recuerdan los mosaicos. Ocuparon los espacios
públicos y la ciudad se ennobleció con una belleza
nueva que transgredió los límites imaginables. Las
vallas dejaron de exhibir propaganda comercial para
explotar, ante el asombro de los transeúntes, nuevas
formas y colores con el único objetivo de
promocionar la cultura. Tal fue la aceptación
alcanzada que rápida y orgánicamente pasaron a
constituir parte importante del decorado de casas y
oficinas.
El boom producido
en la cartelística cubana de la década del sesenta
no fue solamente un fenómeno circunscrito a la Isla.
Por su carácter particular, el cartel del ICAIC
comenzó a ser expuesto, observado y analizado con
interés en diversas partes del mundo.
Carteles de filmes
cubanos y extranjeros fueron expuestos en salones
internacionales y alcanzaron importantes premios.
Pero su mérito mayor lo constituyó, sin dudas, el
haber logrado una transformación del gusto del
público que aceptó estas nuevas propuestas tan
diferentes de las asumidas hasta el momento. Los
carteles del ICAIC, como fueron conocidos, aportaron
formal y conceptualmente excelentes diseños con la
utilización de una técnica absolutamente artesanal:
la serigrafía, que brindó una riqueza extraordinaria
en las texturas.
En Cuba los
carteles de cine revolucionaron las artes visuales y
se colocaron a la cabeza de la experimentación
formal y conceptual.
Según la
importancia otorgada a determinado filme o
acontecimiento se diseñaba más de un cartel, lo que
imprimió variedad en la concepción de un mismo tema.
Además, los diseñadores realizaron también carteles
políticos y culturales como parte del sistema
concebido para la propaganda revolucionaria.
El crecimiento y la
diversificación de la exhibición cinematográfica
impusieron un gran reto a los diseñadores, pues la
realización de un cartel para cada filme recaía
exclusivamente sobre los diseñadores cubanos.
Debieron afrontar una gran cantidad de trabajo y lo
realizaron con calidad. En muchas ocasiones un filme
menor tuvo un excelente cartel, y viceversa. En
algunos casos el compromiso estético del diseñador
con el tema fluía de manera fácil mientras que en
otros es apreciable el oficio puesto en función de
la obra. Bajo este signo favorable a lo innovador y
trascendente, los diseñadores cubanos fueron
atrevidos. A partir de elementos abstractos,
simbólicos -que requerían de la imaginación-,
alteraron violentamente los códigos de la
comunicación visual. Diversidad de influencias y
búsquedas fueron aplicadas sin trabas de ninguna
índole. Entonces los carteles cubanos cumplieron con
el concepto de efectividad expuesto por Susan Sontag
"El cartel efectivo... lleva siempre en sí la
dualidad que enmarca propiamente el arte: la tensión
entre el deseo de decir (claridad, exactitud
literal) y el deseo del silencio (mensaje trunco,
economía de medios, condensación, evocación,
misterio, exageración) "(3).
Se produjo un fenómeno aún hoy difícil de entender:
un público en su mayoría sin referencias culturales,
alienado y acostumbrado a asimilar la información a
partir de esquemas impuestos, aceptó estos nuevos
carteles como extensión, en el plano artístico, de
las nuevas propuestas de la revolución.
Los diseñadores
abandonaron la utilización de fotogramas y el dibujo
realista de rostros y escenas de gran facilismo para
aceptar retos mayores. Desaparecieron las frases
hechas y repetidas, concebidas para vender.
Limitaron la información tipográfica al titulo del
filme y créditos principales, sin interferir en el
diseño central o la integraron a él. José Lucci
incorporó la técnica del papel recortado, utilizada
con posterioridad por otros diseñadores hasta llegar
a su agotamiento.
Asumieron las
corrientes en boga como el pop y el op, nuevas e
impactantes, e incorporaron sin restricciones todo
lo que pudiera ser útil para alcanzar nuevos
resultados. Realizaron diseños con gran economía de
medios y en muchas ocasiones -por limitación de
recursos- concibieron motivos centrales de una
reducidísima gama cromática sobre fondos de color en
los que predominaban el blanco y el negro.
Abandonaron el gran
formato utilizado con anterioridad y, aunque durante
los primeros años de la década del sesenta el tamaño
era variable, más tarde tomaron como medida standard
51 x 76 cm, más funcional. Imprimieron carteles en
papel, todo tipo de cartulina, e incluso en papel
periódico, según el material de que dispusieran. Se
diseñaron estructuras modulares concebidas
especialmente para las salas que permitían la
renovación de los carteles sin alterar la
ambientación.
El valor económico
de un diseño nunca fue tomado en cuenta. Lo
importante era concebir algo bello, y conseguir una
cierta satisfacción del diseñador que, al igual que
un pintor o escultor, plasmaba una parte de su mundo
interior, esta vez, en función de la comunicación.
Frecuentemente los
diseñadores no firmaron sus trabajos. Por un tiempo
primó el colectivismo. La autoría -mal considerada-
era la individualidad relacionada con patrones
burgueses, lo que todavía hoy dificulta identificar
a los autores pues, a pesar de sus diferencias,
todos eran influidos consciente o inconscientemente
unos por otros.
En artículos e
investigaciones suelen aparecer los mismos nombres,
asociados a su importancia, su permanencia en el
ICAIC y a la cantidad de carteles realizados, pero
el número de diseñadores vinculados al cine rebasó
la centena. Cierto es que muchos de ellos
colaboraron eventualmente y otros, aunque realizaron
una cantidad considerable de carteles, no pueden ser
comparados con los consagrados. De todos modos sería
injusto atribuir exclusivamente a unos pocos la
inmensa cantidad de carteles y su prestigio durante
las décadas del sesenta y el setenta.
La técnica del
silk-screen -utilizada con anterioridad para
carteles de propaganda política, bailes y
espectáculos, y que aporta una textura muy
especial-, continuó empleándose en exclusiva En este
período se evidencia la interesante fusión de
excelentes diseños y realización artesanal que dio a
los carteles cubanos un sello artístico.
Así lo señaló Susan
Sontag cuando caracterizó la producción de afiches
posterior a 1959, "... los cubanos realizan carteles
para promover la cultura en una sociedad que no
busca tratar la cultura como un conjunto de
mercancías, acontecimientos y objetos diseñados,
conscientemente o no, para su explotación comercial.
Así el propio proyecto de la promoción cultural se
convierte en paradójico, si no gratuito. Y
verdaderamente, muchos de estos carteles no
satisfacen realmente ninguna necesidad practica...
son objetos de lujo, algo realizado en ultima
instancia por amor al arte. Con mucha mas
frecuencia, un cartel realizado en el ICAIC por Tony
Reboiro o Eduardo [Muñoz] Bachs constituye el
advenimiento de una nueva obra de arte, en vez de
constituir un anuncio cultural en el sentido
familiar del término."(4)
El cartel de cine
-independientemente del filme para el cual fue
realizado- se admiró, se conservó por su vuelo
artístico y su gran plasticidad, muchas veces
comparable a una obra de arte en el sentido
convencional del término. En múltiples ocasiones
superó el interés del espectador por el filme, quien
lo utilizó como decoración de buen gusto.
Los años sesenta
siguen siendo la década dorada del cine cubano. Se
produjeron filmes hoy considerados clásicos, nació
la escuela cubana del documental, y se promovió el
dibujo animado. El nuevo cine cubano se definió y
fue reconocido internacionalmente. Las tendencias,
los realizadores y la estética materializaron en los
filmes los presupuestos de la revolución. Los
carteles del ICAIC sustentaron el esplendor de esta
década. Contribuyeron a que el espectador realizara
valoraciones más abiertas e inteligentes frente a
ese mundo al cual accedía mediante casi todos sus
actos.
La década de los
'70 fue diferente en los planos político y
económico. Hubo un recrudecimiento de la crisis
económica que agudizó las restricciones. Se
celebraron el Congreso de Educación y Cultura y el
Primer Congreso del Partido y se institucionalizó el
país. Fue replanteado cómo debían responder el arte
y la cultura a las nuevas inquietudes y desafíos del
proceso revolucionario.
Mientras, los
carteles del ICAIC continuaban acaparando la
atención. Puede hablarse de un dominio del oficio,
de una técnica más depurada. Los diseñadores
maduraron y se lanzaron a nuevas búsquedas
conceptuales, más personales y llegaron a definir e
imponer sus estilos.
Fue un momento
climático. La relación filme-representación gráfica
se afianzó con la magistral inserción de símbolos
que enriquecieron los códigos a descifrar.
Se produjo una
decodificación en dos sentidos: la artística -que en
ocasiones llegó a ser lúdica-, en la que el cartel
es disfrutado, y la intelectual -derivada del
impacto del cartel-, que hacía reflexionar, meditar
e incitaba al espectador a acudir a las salas.
El número de
carteles ascendió. La mayoría son dignos, de gran
frescura y alto nivel artístico, consecuencia de la
consolidación del in promptu de la época dorada y de
los aciertos del período. Transcurridos veinte años
los carteles del ICAIC se cuentan por miles y son
conocidos en el mundo entero como evidencia del
quehacer en las artes visuales en Cuba.
Desde 1979 se
celebra el Festival Internacional del Nuevo Cine
Latinoamericano en La Habana en el que se exhibe la
casi totalidad de los filmes realizados en América
Latina durante el año. Anualmente se realizan
carteles y vallas para promocionar este evento. Sin
embargo ya a finales de la década comienza a
resentirse la gráfica cinematográfica. La muerte de
Saúl Yelín, en 1977, así como el éxodo de algunos
artistas gráficos atentaron contra las exigencias
artísticas y el rigor en la creación. Se perdió la
continuidad en el trabajo y los diseñadores que
permanecieron en el país casi nunca encontraron
desafíos que los obligaran a proponerse trabajos
atrevidos y repitieron hasta la saciedad los códigos
ya descubiertos.
En los años ochenta
el país disfrutó de una relativa bonanza económica
que permitió el incremento cuantitativo de la
producción cinematográfica, sin embargo la de
carteles disminuyó. Ya a finales de la década sólo
se realizaban carteles para filmes cubanos. Cada vez
eran artísticamente menos logrados. Con excepciones,
prevaleció la frialdad y la carencia de imaginación
en los diseños. La imagen del Festival ofrecida en
los carteles también declinó por el esquematismo, el
facilismo y la frialdad conceptual dada por la
utilización de símbolos - la imagen del Coral, la
cinta de celuloide, las siglas- que por su
repetición habían dejado de funcionar y ocasionado
un cansancio que los volvía intrascendentes.
Durante los años
noventa el país atraviesa la más profunda crisis de
su historia en todos los órdenes y la cultura, por
supuesto, no escapa a la recesión. Disminuye
considerablemente la producción nacional y la
gráfica cinematográfica acusa los signos de la
crisis. Se abandona definitivamente el diseño de
carteles para los pocos filmes extranjeros que se
estrenan. El ICAIC en un intento de revitalizar el
diseño gráfico vinculado al cine incorpora a jóvenes
que poseen formación profesional con referencias
culturales más contemporáneas, nuevas concepciones
formales y las más modernas técnicas. Pertenecientes
a otra generación, rompen los códigos que con
anterioridad se consideraban de vanguardia.
Realizaron carteles, vallas, plegables y diseñaron
el catálogo del Festival Internacional del Nuevo
Cine Latinoamericano. Esto significó la voluntad de
dar continuidad a un trabajo que por diversas causas
había declinado. Ernesto Ferrand y Manuel Marcel
realizaron carteles para los filmes Fresa y
chocolate, A Norman Mc Laren y Talco para lo negro,
entre otros. Paris Volta e Irenaldo Fumero
propusieron nuevos códigos que resultaron efectivos
y trabajaron para conseguir una identidad visual del
ICAIC y del festival.
Al mismo tiempo se
acude nuevamente a los pintores cubanos -Moisés
Finalé diseñó el cartel para una edición del
Festival de Cine Latinoamericano-, o se utilizan sus
obras -las de Pedro Pablo Oliva, Raúl Martínez,
Servando Cabrera Moreno- como base del diseño, en
una difícil vinculación que no queda resuelta, pues
estos carteles incumplen con los principios del
diseño gráfico para el cine.
De cualquier forma,
es aventurado considerar que el cartel cubano
renace. La crisis de producción que afronta el cine
cubano, así como la crisis en la exhibición de cine
internacional es un hecho dramático y difícilmente
superable por el momento.
Durante la
celebración del Centenario del cine cubano, la
Cinemateca de Cuba se dedicó a estudiar los
orígenes, evolución, e historia de la gráfica
cinematográfica cubana. Publicó un catálogo que
contiene textos y reproducciones de carteles
seleccionados para integrar la exposición La otra
imagen del cine cubano. Algunos, realizados en
fechas tan tempranas como 1915 y 1929 y en las
décadas del '30, '40 y '50, se exhibieron por
primera vez. Estos carteles, por largo tiempo
desconocidos, ofrecen la expresión de una labor poco
difundida y subvalorada. Junto a ellos se expuso una
selección de lo más representativo en cuanto a
diseñadores y estilos producidos a partir de la
creación del ICAIC.
El público enjuició
lo que por mucho tiempo había permanecido oculto.
Era impostergable el rescate y la restauración de
carteles que, mirados con otros ojos y valorados
objetivamente no volverían a quedar relegados, al
mismo tiempo que volvió a admirar los conocidos
carteles de Besos robados, Hara kiri, Juego de
Masacre, Now, entre otros.
En 1999 la
Cinemateca de Cuba, continuó el estudio de la
gráfica cinematográfica y comenzó a revitalizarla a
partir de nuevas propuestas. Convocó a jóvenes
diseñadores a participar en el concurso Nuevos
carteles de cine a partir de una selección de
filmes cubanos de todos los tiempos. Los nuevos
carteles se expondrían junto a otros realizados con
anterioridad por los diseñadores del ICAIC en la
muestra Ayer y hoy. Carteles de cine cubano.
De manera general
proponen retos intelectuales al espectador a partir
de un juego con símbolos y ponen de manifiesto una
nueva concepción en la utilización del color en
gamas más ricas y disímiles. Se advierte además la
perfección típica del trabajo realizado sobre
aplicaciones como CorelDraw y Photoshop, entre otros
medios técnicos que posibilitan en corto tiempo
innumerables variantes en el diseño y la tipografía.
Probablemente el
reto mayor fue lograr, con excelentes resultados, la
fusión entre diseños realizados con herramientas
modernas y la técnica casi en desuso y poco conocida
para estos jóvenes diseñadores. Mientras ellos
acceden a medios sofisticados para diseñar, la
serigrafía, históricamente utilizada en el ICAIC, se
mantiene detenida en el tiempo, rudimentaria y
artesanal y continúa otorgándole al cartel de cine
un valor añadido que lo ha hecho trascender y ser
reclamado como obra de valor.
Sara Vega
Alicia García