Otro discípulo del color
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Tras asumir que su arte es como «poesía pintada», deja entrever que el cromatismo representa –sin dudas– la verdadera quintaesencia de su poética.
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La luna (1998). Óleo sobre tela (40 x 50 cm). |
Pronto se cumplirán 20 años del
aviso que escribiera Eliseo Diego para la exposición «Reflejos», en el cual
proponía pasear con lentitud por un grupo de las primeras obras de
Vicente Rodríguez Bonachea. Al verlas, el gran poeta-niño había experimentado
una rara sensación: «estas acuarelas huelen».
«Ahora que nos adentramos en ellas, precedidos por un gato atentísimo, lo
comprendo todo: es el aroma de la tierra santificada por el rocío, la fragancia
de la hojarasca, la esencia de las maderas», reconocía Eliseo con su habitual
imaginería sensorial, para añadir: «Aquí el agua huele a agua, la noche a noche,
el Kerosén que arde en los candiles a puro Kerosén inmolándose en un candil»(1).
Desde entonces, las fabulaciones figurativas con cierto halo de candidez han
sido una constante en Bonachea, y es entendible que suscitaran la atención de
aquel «anciano venerable, de un humor muy especial, que era todo bondad y
sencillez», al decir del ¿dibujante?, ¿ilustrador?... Pasadas casi dos décadas
de aquella exposición, cualquier intento de definirlo como artista plástico no
sólo arrojaría luz sobre su derrotero creativo a partir de entonces, sino que
permitiría situarlo en el contexto actual del arte cubano. Pero mejor que sea él
quien —en una elipsis rotunda— se autodefina:
«No soy ni pintor ni dibujante ni ceramista ni grabador. Me considero un artista
que se ha valido de esos oficios para la expresión artística. Cuando tengo
necesidad de dibujar, dibujo; y cuando tengo necesidad de pintar, pinto. Mis
primeras exposiciones —incluida "Reflejos"— fueron todas de dibujos y no por un
deseo espiritual, sino más bien material. No tenía condiciones para pintar y lo
que hacía era dibujar. Entonces, me di a conocer fundamentalmente como dibujante.
Después pasé al mundo de la ilustración y el diseño, y estuve muchos años
trabajando como ilustrador de libros para niños, cosa que me encanta hacer».
Bonachea es un sano deudor del oficio artístico que nunca se ha perdido en esta
isla. En su caso, las razones son más que justificadas por su formación en la
Academia de San Alejandro. De ese oficio —verdadero aliciente para
quienes no simpatizan del todo con la circunstancia del arte efímero— se valen
muchos de los creadores que protagonizan el proceso del arte cubano
contemporáneo, caracterizado por «la variedad que existe en cuanto a lenguajes»,
según reconoce el propio Vicente.
«Incluso hay muchos jóvenes que están muy metidos en el mundo del arte digital o
del arte de las instalaciones, algo que me parece válido. En todas partes sigue
habiendo pintores tradicionales —por llamarlos de alguna manera— y artistas que
se dedican a la instalación o a la especulación con el video-arte. No creo que
una cosa sea más importante que la otra, pues son lenguajes diferentes. Da lo
mismo que, con un palito y una piedra, tú digas lo que quieres decir con un
lienzo y pintura.
»En Cuba hay una calidad bastante sostenida en cuanto al arte tradicional; sin
embargo, no ocurre lo mismo con el arte de las instalaciones. Por lo menos yo lo
veo así. Hay muchos instaladores, pero sin la calidad que tienen las
instalaciones que uno ha estado acostumbrado a ver. Incluso, pienso que en los
años 80 se hicieron mejores instalaciones que las que se realizan en la
actualidad. No tengo nada en contra de éstas. De hecho, me gustaría en algún
momento hacer alguna, y si me toca en mi interior, la haré».
Vicente está convencido de que, en la actualidad artística del país, quizás sea
más factible referirse al instalar como verbo que al pintar mismo.
Aun así, en el arte plural que nos glorifica e identifica, numerosos son los
creadores que prefieren pintar. Pensemos por un momento en las obras de
este artista. Casi todas nos develan una dimensión enrarecida de particulares
motivos. Están demasiado distantes y cercanas de nuestra realidad, a pesar de lo
contradictorio. Son una fuga de emociones, una confluencia de posibles ensueños.
Lo que de racional pueda tener un detalle en el soporte empleado, es anulado por
el conjunto composicional. Sus creaciones escapan de lo racional, fluyen en el
sinsentido útil.
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Sin título (1996). Óleo sobre tela (40 x 50 cm). |
Por más de 25 años, Bonachea ha
laborado sostenidamente, mas la apariencia visual de sus piezas casi no ha sido
alterada. Él es dueño de un estilo que nunca ha pretendido modificar, por ser el
que más se aviene con su personalidad. El artista ha cambiado más que sus
propias creaciones, al menos físicamente.
Quien en su etapa de estudiante fuera a Pinar del Río expresamente a conocer al
autor de El gran apagón (1994-95) —algo que a Pedro Pablo Oliva le
extrañó un poco—, pertenecía «al grupo de artistas que en los años 80 sólo
hacían arte en sus ratos libres, porque primero debían cumplir con su jornada
laboral de ocho horas»(2).
Tal vez, las obras suyas de ese período —fundamentalmente dibujos— permanezcan
engavetadas en su casa, pero no sucede lo mismo con casi todas sus pinturas de
los años 90. Recordemos que es a partir de esta década cuando es permisible
hablar de un mercado para el arte cubano, aunque no de un mercado de arte en
Cuba(3).
Alcanzado el status de artista más independiente, las 24 horas del día le
pertenecieron por entero. Y con la legalización de la tenencia de divisas en
1993, las perspectivas de comercialización de sus obras se incrementaron, lo
cual determinó que pudiera dedicarse más a la pintura. Curiosamente, esta nueva
etapa coincide con otra manera de rubricar sus obras: si antes firmaba Vicente,
ahora será —es— Bonachea.
Sin estar influenciadas en forma directa por las tendencias más novedosas
de nuestro panorama artístico, las obras de este último período corresponden al
arte cubano de ahora, el cual «se ha convertido en una inversión
financiera y en objeto de especulación, lo que ha condicionado que dichas
producciones pasen a formar parte de importantes colecciones privadas y sean
compradas por prestigiosos museos en el mundo»(4).
Bonachea participa de esta realidad. Él tampoco puede escapar de la siguiente
observación del artista Lázaro Saavedra: «Hoy día gran parte del arte cubano
sufre una metamorfosis, se está desplazando de la presentación (originales) a la
representación (fotografías, diapositivas) en el dossier, el catálogo o
el video del artista que es mostrado a todo galerista, crítico, comprador, etc.
(sic) extranjero que llega al país…»(5)
Pero si bien, en los últimos tiempos, lo que más ha hecho es pintar, en su
última exposición —«Papeles olvidados» (2002)— Bonachea nos sorprendió con su
retorno al dibujo sobre un soporte fragmentado y mixto. Es el caso de la pieza
Crónica de Indias (2002), en la que —dejando a un lado su habitual y
seductor cromatismo pictórico— optó por el ready made para integrar
varios trazos lineales con la imagen impresa de un mapa del mundo. Con esta
obra, el artista parece introducirse por los vericuetos de la historia para
(re)vivir la travesía contada por los viajeros que atrofiaron el curso cultural
americano. Un homenaje, un recuerdo a los días del (des)encuentro.
Pero, en términos perceptivos, son sus fabulaciones personales —sin dudas— las
que más transmiten la esencia de su arte pictórico: un arte que prioriza la
visualidad al proponerse, además, «comunicar un cúmulo de disímiles
sensaciones», según él mismo confiesa. Son pinturas para ser sentidas, y basta.
Nace del artista mismo que así sea. Recrean el instante de una historia,
atrapada en la majestad del peculiar embrujo de sus ambientes. Su tenue luz
propicia pensar en un reino del encanto, con recreaciones y melodías, ficciones
y detalles. Los polifuncionales candiles del pintor le ayudan —al mismo tiempo—
a dar los últimos retoques de su labor para sentir y ser. En realidad, con el
final todo empieza. El artista cierra e inicia siempre un ciclo de fantasías.
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Yo soy un hombre sincero (2000). Óleo sobre tela (90 x 35 cm). |
A sus pinturas cabe
sentirlas a la manera de los niños. Aspiran a retrotraernos a nuestro estado
inicial de vida; claman por el niño que un día fuimos. Las miradas de sus entes
fragmentados, el constante elogio a lo carnavalesco, el repaso visual a la
hibridez de nuestros orígenes… son algunos de los pretextos para insuflar
sensaciones de bienestar y complacencia. Triunfan así la música, la penumbra, el
silencio...
Varias conservan entre sí alguna similitud formal, lo que no deja de significar
para su autor una señal de alerta, pues: «Temo repetirme, pero no a repetir
elementos, que es otra cosa. Alguien dijo una vez —no recuerdo ahora quién— que
los artistas nos pasábamos la vida tratando de pintar el mismo cuadro de
diferentes maneras. Y yo pienso que es verdad». Ésta es la razón de su hilatura
visual. Ánimos por la persistencia y el balance, que es lo mismo.
El motivo histórico asociado a la cubanía —o viceversa— fue un factor que lo
hizo poetizar desde la plástica a una esencia de esencias: José Martí. De niño,
supo lo que a esa edad se conoce del Apóstol. Con el tiempo, el Maestro pasó a
formar parte del primer universo visual de su labor e, incluso, ilustraría en
1983 una edición costarricense de La Edad de Oro. Esa disposición
martiana alcanzaría un momento álgido en su exposición «Pinta mi amigo el pintor»
(2001), un sincero intento de homenajear a través de lo pictórico a un Martí
inmerso en la situación de algunos de sus propios versos.
Son pocos los artistas cubanos que han dejado de reflexionar en el Martí de
carne y hueso. Atraídos por su dimensión humana, muchos tratan de llevarlo al
lienzo y hacerlo andar de ser posible. Y aunque están en desventaja con aquellos
que lo conocieron personalmente y lo retrataron en vida —Herman Norrman,
Cirilo Almeida Crespo, Bernardo Figueredo Antúnez…—, no le temen a semejante
reto y se imponen cumplir esa suerte de compromiso con la historia (del arte).
Ya no es época de su fiel retrato físico, sino —más bien— del espiritual.
Signados por la subjetividad, los pintores de hoy son más atrevidos pues el arte
tiene libertades de las que carece el análisis histórico. Así, Bonachea es capaz
de sugerir las cualidades musicales de Martí, poniéndole un violín en mano para
interpretar un concierto al que asisten los seres imaginarios que habitan sus
cuadros.
Lejos de la patria y en un ambiente natural ajeno, Martí le comentó por escrito
a un amigo que se había puesto a estudiar los insectos para entender mejor a los
hombres. Con la obra Arte soy entre las artes (2000), los entes
fantásticos de Bonachea son ahora los que miran y aprenden de un Martí
violinista.
En un pedacito de manigua se le ve con un violín en plena disertación musical,
algo que en vida suya no debió ocurrir. Aunque se sabe que en México, siendo un
joven, asistió a más de un concierto de aquel cubano que le hizo recordar a la
Isla con su arte refinado: José White. Años después, Martí le regalaría a
Gerardo Castellanos (hijo) un violín, del que hoy sólo se conserva el arco(6).
Al representar a Martí dentro de algunos de sus propios versos, Bonachea se
permitió transmutar en imágenes visuales el sentido poético martiano, de modo
que algunos puedan ser (re)conocidos más allá de la palabra escrita. Tierra y
plástico, plumas y madera fueron añadidos al soporte bidimensional en piezas
como Y para el cruel que me arranca... (2000), Yo soy un hombre
sincero... (2000), Mi verso crecerá: bajo la yerba... (2001), pero es
En un carro de hojas verdes... (2000) la obra que marca en esta
exposición el uso de lo tridimensional en toda su connotación con tal de
corporizar el poema XXIII de Versos sencillos.
El espaldar de una vieja cama se convierte en soporte del féretro «imaginado»
por Martí para su muerte: En un carro de hojas verdes/ A morir me han de
llevar… Es el mismo carrito que —como concepto— aparece en otras pinturas de
Bonachea y que, a la manera de Ángel Acosta León, ha convertido en artefactos
personales, ya sea en una fosforera (Circo, 1999) o en una cafetera (El
carro, 1999). Sólo que ahora este juguete suyo —en tres dimensiones y
con ruedas— sirve para acoger el cuerpo de Martí, quien más bien yace dormido en
un entorno vegetal y cuya expresión plácida en el rostro deja entrever que ha
sido satisfecho su pedido literario: Yo quiero salir del mundo por la puerta
natural…
Aunque es dado a homenajear a otros creadores cubanos mediante la apropiación de
sus obras más simbólicas —al pintor Carlos Enríquez, por ejemplo, con Cierto
rapto de ciertas mulatas (2000)—, sin dudas es su tributo a José Martí uno
de los que mejor revela la esencia de su personalidad artística, la esencia de
ese Bonachea «que quiso ser poeta y, al no poder comunicarse a través del
lenguaje escrito, lo hace por medio de la pintura», como él mismo reconoce
asumiéndose en tercera persona del singular, antes de ofrecernos la clave de su
resorte creativo: «Yo siento que mi obra es una poesía no escrita. Una poesía
pintada, que comienza siendo abstracta para después ser definitivamente
figurativa, pues inicio mis cuadros con manchas de color, de las que luego no me
puedo desprender».
No hay dudas, pues, que el cromatismo es la verdadera quintaesencia de su
poética. No en balde, la prestancia formal de sus cuadros alimenta la esperanza
en la restitución visual de nuestros alrededores.
Y si como discípulo ferviente del color, Vicente Rodríguez Bonachea decide
incursionar con más sistematicidad en lo instalativo-escultórico, pronto nuestro
entorno comenzará a cambiar por mímesis. Los puntos de interacción con su obra
serán mayores, por manifestarse también en el espacio y no sólo en el plano.
Entonces seremos otros, gracias al color que logra restituir las fuerzas
invisibles que nos acompañan por siempre.
(1) Eliseo Diego: Aviso, en catálogo de la exposición «Reflejos».
Casa de la Cultura de Plaza, La Habana, noviembre de 1983.
(2) Criterio expresado por la profesora María de los Ángeles
Pereira en una de sus conferencias en la Facultad de Artes y Letras.
(3) Lissette Monzón Paz y Darys Vázquez Aguiar: «El mercado del
arte en los márgenes de la ideología y la realidad. (Notas para un acercamiento
a la nueva situación del mercado de la plástica cubana contemporánea en la
década de los noventa)», en Artecubano, no. 3, 2001, p. 15.
(4) Ídem, p. 13.
(5) Citado por Danné Ojeda en «La realidad y sus dobles. A
propósito de una de las perturbaciones paradigmáticas en la obra de Lázaro
Saavedra», en Artecubano, no. 3, 2000, p. 25.
(6) Detalle que me señalara el especialista por excelencia del
epistolario martiano, el investigador Luis García Pascual.
Axel Li
axel@opus.ohch.cu
Opus Habana
Tomado de Opus Habana, No. 2, 2002, pp.
42-49.