http://www.lajiribilla.co.cu/2006/n260_04/260_06.html

Evidencias de un relieve incómodo
Joel del Río La Habana


Para formular cualquier razonamiento sobre la teleserie La cara oculta de la luna, cuya segunda temporada mantiene tan ocupados y hasta preocupados a millones de cubanos, creo que debiera comenzar clasificándola de acuerdo con sus valores audiovisuales, estéticos, artísticos. Poco hay que exaltar o elogiar a este respecto, más allá de las muy notables, incluso extraordinarias, interpretaciones que descuellan en casi todos los capítulos. Sobre todo, en primerísimo lugar, Luisa María Jiménez y Tahimí Alvariño, a las cuales se les confirieron los personajes más ricos, conflictuados, redondos y complejos. En otras vertientes, poco que decir. Intenciones machaconamente didácticas, diálogos pobres, situaciones dramáticas resueltas con una pereza e impericia notables, conflictos que no se desatan ni se desarrollan, y avanzan penosamente sin llegar apenas a ser enunciados, lugares comunes de toda laya y procedencia, y una esencia deudora de programas orientadores para toda la familia estilo Nuestros hijos, Para la vida, y muchos otros que no estoy afirmando sean innecesarios, pero su índole redundante está reñida con los valores alusivos, de sugerencia incitante para el pensamiento y los sentidos que se asocia con el arte.

Entonces, ¿a qué tanto revuelo con una teleserie que abusa de su contingencia y utilitarismo, limitada por la obligatoriedad de sus moralejas, y por el “revelador” imperativo de alertar sobre los peligros del sexo practicado sin protección ni responsabilidad?  Reconozcamos que la aparición de esta segunda etapa de La cara oculta de la luna no ha provocado precisamente, entre nosotros, un rebrote de madurez analítica y comprensión del tema de la homo(bi)sexualidad a todos los niveles, como tal vez se esperaba. A diario se escuchan en la calle, a toda hora del día y de la noche, expresiones mordaces, despectivas y agraviantes (por parte de un sector del público que intenta así conjurar su desconcierto) aplicadas no solo a los personajes, lo cual expresa ya de por sí suficiente dosis de homofobia, sino incluso a los actores, que solo cumplen con su oficio. ¿Será que Cuba es el país más homofóbico de la tierra, poblado por los machistas más radicales, que incluso se niegan a que sea visto en sus casas tan depravada constatación de que merecen respirar algunos varones distintos a ellos? ¿O será que el sacrosanto espacio estelar del principal canal de televisión, tradicionalmente ocupado por la telenovela, no era el espacio para presentar tales personajes y provocaciones? ¿Será que nuestros medios no se han ocupado de educar paulatina y pacientemente al público masivo sobre el respeto a la diversidad de opciones individuales, a la aceptación de la diferencia, a la tolerancia que no significa necesariamente complicidad ni participación? 

Quienes me han leído con cierta frecuencia saben que no soy yo de los periodistas que abren interrogaciones sin aportar algunas respuestas, por muy erradas que estas puedan ser. Cuba, a pesar de pertenecer a la civilización occidental de matriz latina y judeo-cristiana (con todo lo que ello implica en cuanto al desprecio y condena ancestrales de la homosexualidad), a pesar de las fuertes raíces y retoños del machismo compartido por hombres y mujeres que lo heredaron de sus padres y madres, a pesar de muchos otros pesares —como los innegables vilipendios y discriminaciones que han padecido en esta zona del mundo las personas inclinadas hacia otras de su mismo sexo— no es el paraíso de quienes odian a los homosexuales y, trabajosamente, como probablemente ocurriera antes en Dinamarca y Holanda, como tal vez suceda algún día en Afganistán y Colombia, los homosexuales conquistan un espacio, un lugar, el respeto y la aceptación de la sociedad, si es que lo merecen en virtud de cualidades que no tienen nada que ver con su preferencia sexual.

Lo que ha ocurrido, el repunte de ira, las manifestaciones perennes de burlas maliciosas e insultos desembozados, proviene de que la fábula relativa al bisexual que abandona su esposa, hogar e hija, por mantener una relación gay, ha sido colocada en el espacio de la telenovela, en ese tiempo suspendido que es la hora elegida en toda Latinoamérica, y buena parte del mundo, para recrear las ilusiones románticas (predominantemente heterosexuales, por supuesto), para alimentar el imaginario colectivo con espejismos consoladores sobre el sempiterno triunfo del bien, la bondad y la belleza, virtudes que regularmente asisten a los seres humanos blancos, bonitos, “normales”, jóvenes (a lo sumo mediotiempos) y bien acomodados en la escala social y económica que suelen protagonizar estos culebrones de mayor o menor significación cultural. No recuerdo yo, ni he oído hablar, en la larga e importante tradición audiovisual latinoamericana, de una teleserie, y mucho menos telenovela, que haya conquistado la aclamación general valiéndose de un conflicto principal donde los, o las, protagonistas entren en conflicto a propósito de la definición de su inclinación sexual predominante. Este ha sido un paso arriesgado, progresista y valioso de la televisión cubana.

Pero entonces de sopetón, sin que exista una cultura de la convivencia con estos temas entre el público masivo (porque el asunto prolifera y ocupa cierto lugar en el arte y la literatura cubanos, y se presenta sin mayores sobresaltos en la literatura, la radio, las galerías y museos, los teatros, los cines de arte y ensayo, o los Festivales del Nuevo Cine Latinoamericano) aparece nada menos que en el medio masivo por excelencia, y en su horario más popular, La cara oculta de la luna, en la misma televisión donde nunca se ha exhibido, y a todas luces no se exhibirá próximamente, Fresa y chocolate, la más significativa apuesta del audiovisual cubano, junto con Video de familia, en pro de la tolerancia y la aceptación del diferente, en particular los homosexuales.

En nuestra televisión habían predominado, hasta ahora, en la perspectiva de los dramatizados nacionales, dos actitudes, dos direcciones generadoras de significados, en consonancia con los modos en que lo hace el cine y la televisión globalizados y multiculturales: el malditismo o la parodia; el homosexual se presenta cual monstruo de inmoralidad infinita, resulta la víctima propicia de toda violencia y vejación, o se convertía en máscara risible, la tradicional “loca” sujeta a toda suerte de chanzas, situaciones grotescas y caricaturescas. En este último acápite clasifican casi todos los personajes gays que han aparecido en los programas humorísticos de nuestra televisión —Pateando la lata, ¿Jura decir la verdad? y muchos otros—, así como en la mayor parte de las comedias costumbristas del cine cubano que se atrevieron a rozar el tema: Kleines Tropicana, Las noches de Constantinopla, y algunas otras.

Si bien no podía pedírsele demasiado a esta teleserie en términos de complejidad expositiva y sutileza en el discurso, habida cuenta de sus propósitos obviamente aleccionadores y moralizantes, sí podía reclamársele al guionista y a los realizadores mayor profundidad y apertura mental ante el tratamiento de un tema que se sabe resulta sensible, todavía escandaloso, grave y demasiado inédito en los medios masivos, y que por tanto requería extrema delicadeza a la hora de proponer héroes y villanos, valores positivos y negativos, conflictos y resoluciones finales. Porque, aparte de toda la moralina manipulación de conciencias que recorre este dramatizado, se presenta la inclinación de los dos personajes como algo desviado, azaroso y ofensivamente pudibundo (los actores se mantienen a distancia, y hablan, hablan y hablan, sin que una sola mirada o gesto insinúe más allá o más acá de los diálogos). No estoy solicitando pornografía, estoy exigiendo las evidencias de algo tan sencillo como el amor posible y deseable. De modo que hasta incomprensible ha sido para muchos esta relación fortuita y vana, hasta el punto de que algunos espectadores se preguntan, sin encontrar respuestas satisfactorias, qué es lo tan importante y arrasador ocurrido entre ellos para que uno de los dos decida renunciar a su categoría de padre de familia ejemplar, y correr detrás de un tipo francamente insoportable, que le sirve como refugio (¿por qué?) y única solución (¿a qué conflicto?).

Por supuesto, aunque a esta misma hora no ha concluido la teleserie, ya podemos saber que ambos personajes serán castigados —como mismo le ocurría a los cristianos en Roma, a los herejes durante la Inquisición, y a los comunistas durante el macartismo— y tendrán que pagar el más alto precio posible, como le corresponde en todo melodrama que se respete, a los malvados, falsos, desintegrados y traidores. La guinda en el helado, la corona en el desfile, la proveen sentimientos como la admiración, piedad e identificación irrestricta que provoca el personaje de Luisa María Jiménez, la esposa sufriente y traicionada, la heroína melodramática sin discusión, capaz de suscitar la mayor parte de las simpatías del público, alineado en contra de la patética pareja homosexual (¿podía ser de otra manera?, ¿deja La cara oculta de la luna un solo resquicio para que no ocurra así?). Y mientras Luisa llora su desdicha y añora al fauno que la hacía gozar bajo la ducha, los dos hombres son retratados como personas aburridísimas y latosas, incapaces de disfrutar su “pecado”, dos culpables merecedores del castigo divino por su horrenda falta contra la naturaleza y la sociedad. ¿Pero de qué estamos hablando? ¿Puede alguien sorprenderse de ciertas reacciones del público? ¿No es el tratamiento de los personajes, mediante el elemental mecanismo de identificación o rechazo, el que ha llevado a ciertos espectadores inciviles a gritarles cosa a los actores, a sus esposas y a sus hijos? Armando Tomey y Rafael Lahera se han presentado absolutamente en todos los espacios de la prensa, la radio y la televisión dejando bien claro “la enorme distancia que guardan respecto a los personajes”, como si tanta aclaración distanciadora no fuera sintomática, también, de la homofobia y el machismo que gobierna las conductas, incluso entre intelectuales y artistas. ¿Se imagina alguien, en Cuba, un actor o actriz, de comportamiento abiertamente homosexual, que además reconozca en uno de esos foros mediáticos que asumió un papel de ese corte porque lo sentía, con cada fibra de su cuerpo e inteligencia, estanilaskianamente cercano a sus vivencias personales? No lo creo posible por el momento, pero igual estamos en camino de alcanzar un punto así de autenticidad y madurez.

Fresa y chocolate marcó un parte aguas en el tratamiento del tema en Cuba. El personaje de Diego (a diferencia de los protagonistas de la teleserie) llegaba adornado por una serie de virtudes que instauraron la reflexión, o al menos la duda, entre centenares de personas que, antes de ver el filme, detestaban a los homosexuales. Yo mismo fui testigo de un acto de contrición, con lágrimas y todo, en el lobby de la Cinemateca, por parte de una de esas inquisidoras de tierno y represivo corazón, de las que capitaneaba asambleas sumarias para expulsar a homosexuales de la universidad en 1980. El filme de Tomás Gutiérrez Alea, Juan Carlos Tabío, Senel Paz y Jorge Perugorría estremeció los cimientos de la ya tambaleante homofobia nacional. En cambio, el homosexual interpretado por Armando Tomey, si bien reconoce con autenticidad su inclinación sexual, también es presentado a la sombra del estereotipo que le atribuye, como inherentes a su naturaleza y a las personas de su inclinación, la ligereza, el refinamiento, lo acomodaticio y asertivo, la blandenguería, el regusto por las actividades femeninas, el utilitarismo, la cobardía, la promiscuidad... y además es presentado cual homme fatale, tácitamente corruptor y destructor de la paz hogareña, de la familia, y potencial trasmisor de la enfermedad. El bisexual (asumido por Rafael Lahera) es un verdadero “dechado” de fallas éticas, practica todo tipo de mentiras, hipocresías y dañinas indecisiones; miente todo el tiempo, nunca se sabe cuál es su móvil ni dónde está su centro ético, conductual, de principios. Nadie debe sorprenderse entonces conque tales personajes muevan a un repunte de intolerancia, si la teleserie no está haciendo otra cosa que reproducir el anticuado y discriminador discurso que iguala el homosexualismo con las tendencias más desintegradoras, antisociales y viciosas del ser humano.

No pretendo negar ni mucho menos la evidencia de que la mayor parte de las personas infectadas con SIDA, según afirman cifras confiables, lo contrajeron a través de un bisexual, pero nunca es la inclinación en sí lo que ocasiona la enfermedad (ya se sabe también que el VIH ha dejado de ser una enfermedad que atañe solo a los homosexuales) sino la ejecución de actos sexuales desprotegidos, un asunto al cual ni siquiera se ha hecho referencia en esta segunda parte de la serie. Por lo tanto, resulta excesiva la demonización tal vez inconsciente del bisexual y el homosexual que emprende La cara oculta de la luna respecto a una inclinación que, si se ejerciera de forma madura y responsable, resultaría tan válida, incuestionable y legítima como cualquier otra.

En fin, es cierto que el tratamiento y presentación de la homo(bi)sexualidad resulta altamente cuestionable, pero por algún lugar había que empezar, y La cara oculta de la luna abre un camino, instaura una discusión que jamás se había verificado con tanta fuerza y masividad ante un producto de la pequeña pantalla. Esperemos que no sea este el único ni mucho menos el último espacio que trate el asunto sin sobredimensionarlo ni idealizarlo, sino como un tema más que perturba, atañe e interesa a los cubanos y cubanas de hoy mismo.