JUVENTUD REBELDE
4 de marzo 2006
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Telenoveadictos

Julio Martínez Molina

corresp@jrebelde.cip.cu

A estas alturas, ya a casi ningún teórico en su sano juicio se le ocurre desbarrar sin matices contra las telenovelas, fenómeno sociocultural que supera cualquier frontera y se ha instalado en la preferencia de millones de personas a lo largo del planeta, echando a un lado incluso, en ciertos casos, niveles culturales y todo. Si les pusieran televisor bajo el agua, hasta las pirañas del Amazonas vieran la producción de O´Globo.

Aunque quien escribe —puedo jurárselos— seguirá haciendo como Groucho Marx no más comience Esplendor o su sucesora (el cómico se iba para otra habitación cuando encendían la tele), no alberga el deseo de emprender aquí un desmontaje teórico que ilustre cuánto de tiempo perdido arrostra seguir la trayectoria ad infinitum de los capítulos de estos culebrones gigantes.

La línea de este comentario se perfila hacia ese rasgo enfermizo que tipifica a cierta franja —reacia a etiquetas sociológicas— de la actualidad cubana: el telenoveadicto.

No se trata, por supuesto, de aquel que a las 9:15 ve deslizarse en pantalla la anaconda brasilera protagonizada por —(Oh, Fellini)— ese “mamífero de lujo” llamado Leticia Spiller, o sigue la vida burguesa de Aurorita hasta que se vuelva a juntar con su mulato querido.

El telenoveadicto es ese otro tipo de persona que —no sé a que horas trabaja, come, hace el amor o sus necesidades— se instala en un sillón desde las siete de la mañana y permanece hasta las 12:00 de la noche viendo telenovelas alquiladas.

Si no fuera por su total nivel de alienación, habría que aplaudirle su increíble voluntad y grado de disciplina para con su hobby. De traza militar, sin duda. Diariamente, pase Rita, Dennis o el huracán que fuere por medio de su ciudad, acude, estoicamente, al banquero.

E incluso hace reservaciones de tal o más cual título: “Recuerda que cuando Raquelita termine con La Madrastra, estoy yo de primera”, es un diálogo diario en estos sitios de alquiler, en la práctica ilegales, a lo largo del país.

Otros banqueros establecen, sagazmente, condiciones a algunos clientes: “Te puedo facilitar los diez casetes de Muerta de delirio, pero tienes que verlos en dos días, porque los tengo comprometidos con Yulieski”.

Es de temer por la salud mental y física de los telenoveadictos. Los grecorromanos decían que mente sana en cuerpo sano. Esa gente permanece sentada, sin ejercitarse, durante prolongadas horas, enguyendo basura de la peor ralea que, claro está, debido a la discreta capacidad volitivo-senso-intelectual de estos espectadores, los atrapa y confunde hasta el punto de creer que están viendo “lo último, lo mejor, lo más sopla´o”.

Oh, Carpentier. No te equivocaste. Este es el reino de lo real maravilloso. Tampoco tú, Virgilio Piñera, cuando dijiste algo así como que Kafka debió escribir La Metamorfosis en Cuba. Lo que vemos en la Isla es exclusivo, endémico e irrepetible.

Si al menos nuestros telenoveadictos dispusieran de una brújula que los condujera hacia los títulos de mayor valor del género, sobre todo brasileros. No, todo lo contrario, se zampan lo peor de lo peor que se rueda en serie en México y otras pocas naciones. Por lo general, a partir de puntos de referencia ignaros que les hablan de “lo último que se ve en Miami o Swazilandia”, sin mínima consideración estética.

Nuestros telenoveadictos gastan sueldos completos para cumplimentar su caro hobby. Y la ansiedad que les provoca dar seguimiento a los consabidos entuertos de adulterio, venganza, crimen, enigmas, celos, ambición, arrepentimiento, locura, enemistad —algunas de las 36 situaciones dramáticas que, según el teórico Georges Pólit, suelen atraer al espectador—, les provoca tomar café y fumar sin descanso.

O sea, un sujeto pasivo que se está enfermando cerebro y anatomía sin compasión por propio deseo, sin que nadie con suficiente valor, tino, cordura o amor hacia esa persona le diga que está incurriendo en un error al gastar el valioso e irrepetible tiempo de su vida en un acto soso, primario e irracional.

Horas y horas que cuentan meses y años, que pudieran dedicar a las mil y una actividades. A correr, a amar, a leer, a darle un beso al niño suyo y no al que raptaron en el capítulo de ayer en la estúpida trama que les nubla retina y pensamiento.