Este lunes 13 de octubre a las 4 pm, en la sala
Rubén Martínez Villena de
la UNEAC será la presentación en
Cuba del recién publicado
libro Back
Channel to Cuba.
The Hidden History of Negotiations Between
Washington and Havana
(The University of North Carolina Press, 2014),
de los investigadores estadounidenses William.
M. Leogrande y Peter Kornbluh, y de la
segunda edición ampliada del título,
De la
confrontación a los intentos de “normalización”.
La
política de los Estados Unidos hacia Cuba
(Editorial de Ciencias Sociales, 2014), de los
autores cubanos
Elier Ramírez Cañedo y
Esteban Morales Domínguez,
quienes han colaborado en nuestro blog en varias
ocasiones.
Ambos textos abordan, desde la visión de los
autores, una arista muy poco explorada en
estudios anteriores sobre el conflicto Estados
Unidos-Cuba: los momentos de negociación,
acercamientos o diálogos entre las autoridades
de ambos países, o lo que pudiera denominarse la
historia de la diplomacia secreta, que ha
pervivido por más de 50 años junto a la conocida
conflictividad bilateral. Lecciones
imprescindibles para el presente y el futuro de
las relaciones entre ambos países.
A propósito publicamos el prólogo del destacado
diplomático cubano Ramon Sánchez Parodi a la
segunda edición ampliada del libro de Elier y
Esteban
Prólogo a una obra singular
Ramón Sánchez Parodi
De la confrontación a los intentos de
’normalización’ escrita por los doctores en
Ciencias Históricas Elier Ramírez Cañedo y en
Ciencias Esteban Morales Domínguez y presentado
ahora por la Editorial de Ciencias Sociales de
La Habana, Cuba, en una nueva edición ampliada y
perfeccionada, tiene características propias que
la convierten en una obra singular
sustancialmente diferente a otras, especialmente
de factura estadounidense, que han abordado el
tema de los enfrentamientos de los Estados
Unidos con la Revolución Cubana.
Elier y Esteban constituyen un binomio cubano
donde se articula la visión del primero, un
dinámico y acucioso joven, nacido,
criado y formado en los años cuando la
Revolución Cubana se enrumbaba hacia el
establecimiento de una sociedad socialista y él
mismo protagonista en la pléyade de jóvenes
cubanos que transitaron con heroísmo por los
difíciles años de la época que Fidel calificó
como el “Período Especial en Tiempos de Paz”,
quien aporta las vivencias y las experiencias
formativas acumuladas en lo que constituye el
período más difícil que desde el ejercicio del
poder ha enfrentado la Revolución Cubana. Elier
ha estado activamente involucrado en esas
batallas y bebido de manera directa en las
fuentes primigenias las razones históricas más
recientes de la lucha popular que constituye uno
de los hitos más relevantes de la historia
mundial desde el comienzo de la segunda mitad
del pasado siglo.
Por su parte, Esteban, quien ya en el medio de
la lucha popular contra la tiranía militar
entronizada en Cuba desde comienzos del año
1952, se había formado y ejercido como maestro
cuando la Revolución toma el poder el 1ro de
Enero de 1959, ha ido entretejiendo su actuar
ciudadano revolucionario con una sólida
formación profesional y el conocimiento práctico
del desarrollo del conflicto entre los Estados
Unidos y Cuba en lo cual ha tenido muchas
experiencias personales que constituyen un
valioso aporte a este libro.
Con la singular acumulación y articulación, como
diría Ortega y Gasset, de estas vivencias y
experiencias conjugadas, la obra sobresale al
ofrecer de manera única entre todo lo que sobre
el tema se ha publicado dentro y fuera de Cuba —incluyendo
en los Estados Unidos—, con inéditos documentos
oficiales y testimonios personales de la parte
cubana,
una visión integral que permite la valoración de
lo acontecido en el terreno de las relaciones
entre ambos países desde el triunfo de la
Revolución hasta este comienzo del segundo
milenio, que todo indica está ya marcando un
cambio de época para el mundo en que vivimos.
Este acervo añade otro elemento a la
singularidad del libro: la objetividad al
abordar la historia de este proceso reciente.
Dejando a un lado el manido recurso de lo
anecdótico —sin por ello excluir las
experiencias personales de muchos de los
protagonistas— los autores evitan la
“cosificación” de la historia sobre la base del
“toma y daca” o del “regateo mercantil” a que
tantas veces se reduce la exposición de los
hechos que conforman hitos relevantes de la
humanidad como sin exageración se puede
calificar el principal tema del libro. Esta es
una obra que expone los elementos esenciales del
proceso.
En tal sentido, y al partir del punto de vista y
la experiencia cubanos, resaltan las diferencias
entre las motivaciones de ambos Gobiernos,
oponiendo al pragmatismo estadounidense la
actitud cubana basada en los principios y
fundamentos que deben caracterizar las
relaciones internacionales.
Desde las primeras páginas, en el capítulo 1, se
establece la causa fundamental de la
confrontación: “La voluntad soberana de Cuba y
las ansias hegemónicas de los Estados Unidos
continúa siendo la esencia del conflicto
bilateral”. Y abunda en una valoración del
desarrollo de la pugna que en esta última etapa
se prolonga por cincuenta y cinco años,
resaltando las diferencias entre las posiciones
de negociación de cada una de las partes: “Cuba
no iba a ceder ante las presiones de los Estados
Unidos en ningún aspecto que tuviera que ver con
su derecho a la libre determinación”. Las
palabras finales de este capítulo hacen una
apretada síntesis de las razones de la
confrontación: “—el objetivo de la política de
los Estados Unidos hacia la Cuba revolucionaria
siempre ha sido el mismo: ‘el cambio de régimen’,
el derrocamiento de un sistema que en sus
propias narices ha practicado y aún hoy practica
una política interna y externa absolutamente
soberana”.
En el siguiente capítulo se valora cuáles fueron
las circunstancias de las tres variables
fundamentales que condicionaron en la década de
los ’70 los intentos de encontrar una
“normalización” de las relaciones durante los
mandatos presidenciales de Nixon, Ford y Carter:
el entorno internacional, la dinámica interna de
los Estados Unidos y la realidad interna de
Cuba, mientras que en el capítulo 3 se narra la
sucesión de pasos que condujeron a los primeros
contactos confidenciales directos entre
representantes de ambos Gobiernos y las
consideraciones acerca de las causas que
impidieron su continuidad ya desde 1975.
Un elemento debe resaltarse de esta etapa, la
voluntad cubana, y particularmente del
Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, de no
rechazar la posibilidad de una negociación
bilateral entre ambos Gobiernos para dar
solución al conflicto, con la única condición de
que se respetara la igualdad de derechos entre
ambas partes y la soberanía, la independencia,
la autodeterminación y la integridad territorial
de Cuba.
Por eso, cuando Cuba recibió la propuesta del
Gobierno de los Estados Unidos de abordar las
diferencias entre ambos países, reconociendo que
las diferencias políticas y sociales entre los
sistemas imperantes en cada uno de los países no
constituían una razón para la hostilidad
perpetua entre ambos, la voluntad cubana dio el
paso de aceptar la propuesta aun cuando el
Gobierno de los Estados Unidos mantenía contra
Cuba la genocida política de bloqueo económico,
comercial y financiero, calificada por el propio
Fidel como “una daga” que los Estados Unidos
tenían presionada contra el cuello de Cuba.
Es uno de los tantos ejemplos que a lo largo de
estas décadas de confrontación ponen en
evidencia la posición de principios de Cuba a
favor de lograr la existencia de una relación
oficial bilateral normal entre Cuba y los
Estados Unidos, tal como la mantiene con todos
las naciones (excepto Israel) integrantes de la
comunidad internacional, incluyendo aquellos
países que son los principales aliados políticos,
económicos y militares de los Estados Unidos. A
pesar de ello, predomina en las obras y en la
cobertura informativa de origen estadounidense y
de sus aliados, la falacia de que Cuba se opone
a “normalizar” las
relaciones con los Estados Unidos y que de la
parte cubana —sobre todo Fidel— se prefiere que
Washington mantenga el bloqueo y la hostilidad
contra Cuba para justificar los supuestos
fracasos y falta de “libertades” impuestas por
la Revolución. Otra de las enormes patrañas
propaladas por los medios de difusión bajo
control del Gobierno de los Estados Unidos y que
la propia realidad cubana desmiente
fehacientemente cada año cuando la casi absoluta
mayoría de las naciones de este planeta aprueban
una y otra vez en el período anual de sesiones
de la Asamblea de las Naciones Unidas la
resolución sobre la necesidad de poner fin al
bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba. Este
es un aspecto que se expone con mucho acierto en
el libro.
Como no es el objetivo de este prólogo relatar o
resumir el contenido de esta obra, abordaremos
ahora otros aspectos de interés alrededor de
ella, dejando a los lectores que descubran en su
lectura todo el interesante caudal de
consideraciones formuladas por los autores,
fundamentados en hechos y documentos de por sí,
muy reveladores.
Las ambiciones inglesas (y luego estadounidenses)
por dominar a Cuba surgen desde que las
potencias europeas implantaron el sistema de
dominación colonial en el mundo y con ello las
guerras de rapiña por el dominio de los
territorios a los que arribaban sus ambiciosos
exploradores. Guantánamo, An American History,
del escritor e historiador
en la Universidad de Harvard, John M. Hansen,
publicado en 2011, nos ofrece un interesante
antecedente sobre las acciones y posiciones de
los “Padres Fundadores” de la nación
norteamericana con relación al interés de
dominar Cuba, desde antes de que las Trece
Colonias arribaran a la condición de nación
independiente.
El 18 de julio de 1741, el almirante británico
Edward Vernon, al frente de una poderosa
escuadra de 62 buques y un contingente de tres
mil soldados, varios cientos de los cuales
provenían de las trece colonias ingleses en la
América del Norte, así como unos mil esclavos
jamaicanos, se apoderó de la bahía de
Guantánamo, sin encontrar ninguna resistencia,
sino más bien curiosidad, de los escasos
súbditos españoles e indios radicados en la zona.
El objetivo de Vernon, quien tres meses atrás
había fracasado en sus intentos de apoderarse de
Cartagena de Indias, era avanzar por tierra para
conquistar Santiago de Cuba y con ello toda la
porción oriental de la isla de Cuba. Fue una
operación similar a la que acometió la corona
inglesa veinte años después para tomar La
Habana. Uno de los tantos episodios en las
constantes guerras entre los territorios
coloniales. A pesar del fácil éxito inicial,
Vernon no pudo alcanzar sus propósitos por la
negativa del general Wentworth de emplear sus
tropas en el ataque a Santiago de Cuba y tuvo
que reembarcarse de vuelta a Jamaica, sin gloria
alguna, el 16 de noviembre de ese mismo año.
Un destacado tripulante del navío de Vernon,
quien había tenido una actuación relevante en la
campaña de Cartagena, era un joven veinteañero
proveniente de Virginia, de nombre Lawrence, a
quien su padre, Agustine (un agrimensor y
propietario de haciendas y concesiones mineras),
le había trasladado días antes de zarpar, una
propiedad de 1 250 acres junto al rio Potomac,
llamada Epsewasson.
Lawrence contrajo tuberculosis en su estancia en
las Antillas y murió en Virginia el 26 de julio
de 1752. La plantación (rebautizada Mount Vernon
en honor al Almirante) pasó a ser administrada
por su medio hermano, también agrimensor,
nombrado George, quien finalmente la heredó en
1761 al morir la viuda de Lawrence, y que
pasaría a la historia como el primer presidente
de los Estados Unidos.
En esa época en Virginia predominaba la economía
esclavista, principalmente dedicada al cultivo
del tabaco para su exportación a Inglaterra. Sin
embargo, los dueños de plantaciones tenían
puestos sus ojos en expandirse hacia el
territorio del Valle de Ohio (el término
comprende el actual estado de West Virginia, la
mayor parte del de Ohio, el occidente del de
Pennsylvania y partes del de Maryland), donde
existían abundantes y fértiles tierras y
serviría como vía para exportar los productos
navegando por los ríos Ohio y Mississippi hasta
llegar al Golfo de México y de ahí por el
Atlántico hasta los mercados europeos.
Para expandirse hacia esa zona, un grupo de
propietarios crearon en 1748 la Ohio Valley
Company. Entre los fundadores estaban Lawrence
Washington y el gobernador de la colonia, Robert
Dinwiddie. Cuatro años después se fundó una
organización rival: Loyal Company of Virginia,
que contaba entre sus propietarios a Peter
Jefferson, padre de Thomas, en aquel momento un
niño de nueve años de edad que con el tiempo
llegaría a ser el principal redactor de la
Declaración de Independencia de los Estados
Unidos de América que se dio a conocer el 4 de
Julio de 1776 y el tercer presidente de ese país
de 1801 a 1809.
El Valle del Ohio (parte de la Nueva Francia,
territorio colonial galo de América del Norte
que abarcaba desde el actual Canadá hasta el
Golfo de México) era también el país que
ocupaban numerosas tribus de pueblos originarios.
Entre 1754 y 1756 se produjeron incursiones
militares inglesas contra los franceses, la
primera de las cuales dio lugar el 28 de mayo de
1754 a una emboscada dirigida por George
Washington contra una partida de exploración
franco-india que los historiadores
estadounidenses consideran el inicio de la
llamada Guerra Franco-India. Mientras estos
acontecimientos enfrentaban a franceses e
ingleses en la América del Norte, se arreciaban
los conflictos entre las potencias europeas.
Francia, Austria y Rusia se aliaron contra
Prusia, la cual a su vez concertó una alianza
con Inglaterra. El 16 de mayo de 1756 Inglaterra
declaró formalmente la guerra a Francia marcando
con ello lo que muchos historiadores califican
como el inicio de lo que posteriormente se
conoce como la Guerra de los Siete Años
(1756-1763).
El fin de las hostilidades se logró mediante
diferentes tratados entre las partes en
conflicto que implicaron sobre todo un nuevo
reparto de las posesiones coloniales. En lo que
se refiere a las hostilidades en la región
americana, hubo tres tratados fundamentales. El
primero suscrito en secreto entre España y
Francia en Fontainebleau en noviembre de 1762 y
estipulaba la cesión por Francia a España del
territorio de Louisiana que formaba parte de la
Nueva Francia. El 10 de febrero de 1763 se firmó
en París otro tratado mediante el cual Francia
cedía a Inglaterra los territorios canadienses
de la Nueva Francia así como aquellas regiones
al este y norte del Mississippi reclamadas por
Inglaterra, al tiempo que Inglaterra devolvía a
España la región de La Habana y las Filipinas,
así como la Florida.
Las experiencias militares de George Washington
en esa contienda contribuyeron a su nombramiento
en 1776 por el Segundo Congreso Continental como
Comandante en Jefe del Ejército Continental.
Queda por resaltar otro elemento clave que muy
raramente es manejado por los historiadores: el
papel determinante que desempeñaron en el
proceso de independencia de los Estados Unidos
las contradicciones entre las potencias
coloniales europeas, particularmente entre los
protagonistas de la Guerra de los Siete Años.
Aunque Inglaterra ganó territorialmente la
guerra, desde el punto de vista financiero la
Corona estaba endeudada. Una solución fue
imponer tributos a las colonias para pagar por
su protección y seguridad y por el costo de las
acciones contra la potencia rival: Francia. Es
bien conocido que esta situación provocó
descontento entre los colonos y eventualmente
desembocó en el movimiento de independencia de
las Trece Colonias, cuyos representantes
proclamaron el 4 de Julio de 1776 su decisión de
separase de Inglaterra.
El curso de las acciones militares posteriores
se hubiese tornado desfavorable para las armas
independentistas de no haber contado desde un
inicio con el apoyo de Francia, lo cual se hizo
notar en la derrota de las tropas inglesas en la
batalla de Saratoga, Nueva York entre el 19 de
septiembre y el 7 de octubre de 1777 en la cual
las fuerzas americanas recibieron piezas y
municiones de artillería de Francia, dándole
superioridad en armamento frente a las tropas
inglesas.
Con posterioridad a esta batalla, Luis XVI firmó
un tratado secreto de alianza con los nacientes
Estados Unidos, representados en este acto por
Benjamin Franklin, a lo que siguió la
declaración de guerra a Inglaterra, (a la cual
se sumaron el reino de España y las Repúblicas
de los Países Bajos). A partir de ese momento
Francia intervino abiertamente con todo su
poderío en las operaciones militares junto con
el Ejército Continental y también desarrollando
acciones de este tipo en coordinación con sus
otros aliados europeos en otras regiones,
incluyendo las Antillas, Centroamérica, la
región del Golfo de México, el Mediterráneo,
África e India. Adicionalmente Francia y sus
aliados entregaron suministros militares y ayuda
financiera al llamado Ejército Continental.
Estos fueron elementos decisivos y principales
para la derrota de Inglaterra en la contienda
que tuvo su epílogo militar cuando en octubre de
1781 el teniente general Lord Charles Cornwallis
se rindió al ser cercado por superiores fuerzas
navales y terrestres francesas comandadas,
respectivamente, por el conde de Rochembau y el
conde de Grasse que contaron con el apoyo de
fuerzas terrestres del Ejército Continental al
frente de las cuales se encontraba George
Washington, poniendo virtual fin a las acciones
militares en las Trece Colonias.
El 3 de septiembre de 1783 se firmó entre
representantes de Inglaterra y de los Estados
Unidos lo que se conoce como el Tratado de París,
reconociendo la independencia de los Estados
Unidos, así como sendos Tratados de Versalles
entre Inglaterra y Francia, España y los Países
Bajos (este último no formalizado hasta el 20 de
mayo de 1874).
Lo irónico de esta circunstancia es que, aunque
Francia ganó la guerra, —y al igual que sucedió
con Inglaterra al concluir la Guerra de los
Siete Años— la monarquía francesa quedó
fuertemente endeudada y la imposición de
onerosos tributos a la población fue una de las
causas del movimiento popular que culminó el 14
de Julio de 1789 con la Toma de la Bastilla. Es
decir, en Francia las ideas republicanas
derrocaron a la monarquía cuyo apoyo fue
fundamental para el triunfo de las ideas
republicanas en las Trece Colonias inglesas de
Norteamérica.
El contexto en que se produce la independencia
de los Estados Unidos situaba en un primer plano
la lucha por la adquisición de nuevos
territorios como parte de reforzar el poder y el
status de cada entidad nacional. Los dirigentes
de la nueva nación americana asumieron la
conquista de nuevos territorios como el
principal componente de su proyección futura,
junto con la defensa del carácter esclavista de
la sociedad, particularmente en Virginia, donde
la mano de obra esclava constituyó el elemento
fundamental para la producción de tabaco.
Los Estados Unidos de América surgieron
respondiendo a los intereses, la filosofía y las
costumbres y cultura de esa sociedad colonial, y
muy particularmente la voluntad de expandir el
país para cubrir todo el territorio hasta el
Océano Pacífico, el Golfo de México y empujar
hacia el norte las fronteras terrestres con los
territorios ingleses de Canadá.
Los cinco primeros presidentes de los Estados
Unidos entre 1789 a 1825 fueron todos destacados
líderes del proceso de independencia y catalogan
entre los llamados “Padres Fundadores” de la
nación. Cuatro de ellos nacieron y vivieron en
Virginia y eran propietarios de extensas
plantaciones y numerosos esclavos (ejercieron la
presidencia en los años que se señalan entre
paréntesis): George Washington (1789-1797),
Thomas Jefferson (1801-1809), James Madison
(1809-1817) y James Monroe (1817-1825).
Mantuvieron siempre una estrecha amistad, se
visitaban e intercambiaban correspondencia,
influyeron sustancialmente en la forma en la
cual se fue articulando la nación durante el
casi medio siglo (1776-1825) y su huella ha
quedado impresa en todos los principales
documentos constitutivos del país y de las
instituciones que conforman la nación,
particularmente la Declaración de Independencia
y la Constitución.
George Washington, presidió las sesiones del
Segundo Congreso Continental, fue el Comandante
en Jefe del Ejército Continental y en las dos
ocasiones fue elegido presidente por el voto
unánime del Colegio Electoral. Thomas Jefferson,
fue encargado de redactar el proyecto de la
Declaración de Independencia, pero a pesar del
conocido precepto proclamado en ella de que
“todos los hombres son creados iguales y han
sido dotados por el Creador con ciertos Derechos
inalienables, que entre ellos están la Vida, la
Libertad y la búsqueda de la Felicidad”, era un
convencido defensor de la esclavitud como pilar
de la economía sureña, a pesar de rechazarla
desde el punto de vista ético. Se expresaba con
un marcado pensamiento racista de que los negros
y los “indios” constituían seres inferiores a
los blancos. James Madison es considerado como
el padre de la Constitución de los Estados
Unidos y de las enmiendas constitucionales de la
primera a la décima conocidas como la Carta de
los Derechos. James Monroe fue quien enunció la
doctrina que lleva su nombre y que en esencia
veta cualquier acción de las potencias europeas
para restaurar su presencia en el continente,
con el evidente propósito de garantizar el
predomino y la hegemonía de los Estados Unidos
en América.
John Adams, presidente de 1797 a 1801, nacido en
Massachusetts en el seno de una familia de
religión puritana, fue el único de los cinco
opuesto verticalmente a la esclavitud y nunca
compró ni tuvo un esclavo.
Su hijo, John Quincy Adams, fue el sexto en
ocupar la presidencia de la nación y el primero
no catalogado entre los “padres fundadores”:
Ocupó la presidencia de 1825 a 1829 y fue el
autor intelectual de la seudo-tesis de la “fruta
(manzana) madura”.
Las ansias expansionistas de los colonos de la
América inglesa heredadas del pensamiento
imperial de la Corona británica colocaron a Cuba
en el punto de mira del apetito estadounidense.
Este interés fue claramente reflejado por
Jefferson, desde su retiro en la hacienda
Monticello en carta que dirigió a su amigo el
entonces presidente James Monroe el 24 de
octubre de 1823 (menos de dos meses antes de que
se proclamase la “doctrina Monroe”): “Yo
confieso cándidamente que siempre he mirado
hacia Cuba como la más interesante adición que
pueda hacerse a nuestro sistema de Estados. El
control que, con Florida, esta isla nos daría
sobre el GOLFO DE MÉXICO, y los países e istmos
que lo bordean, así como todas las aguas que
fluyen hacia él, colmarían la medida de nuestro
bienestar político”.
Cuando en 1825 concluyó la etapa donde los
“padres fundadores” ejercieron el poder
presidencial había prácticamente concluido la
primera gesta de la independencia de la América
española y en los Estados Unidos se había
elaborado una tríade conceptual que fundamentaba
la proyección expansionista y de dominación de
sus líderes, integrada por la creencia en el
Destino Manifiesto (un viejo concepto que estaba
en la mente de los “padres fundadores” pero que
alcanzó notoriedad años después con la conquista
de las tierras situadas hacia el oeste) otorgado
por voluntad divina a los Estados Unidos para
extender el
carácter excepcional de su sistema por el mundo,
especialmente por las tierras de América, unido
a la Doctrina Monroe, reservando el continente
americano para la dominación de los Estados
Unidos y, en el caso particular de Cuba, la
seudo-teoría de la “fruta madura”.
Estos elementos conformaron la base para una
política de Estado con relación a Cuba: la de
“la espera vigilante” para impedir que cualquier
otra nación o potencia que no fueran los Estados
Unidos reemplazara la dominación de España o que
Cuba accediera a la independencia. En los años
en que España ejerció su dominio colonial sobre
Cuba, la principal opción de los Estados Unidos
fue comprar a España el territorio cubano, lo
que propusieron reiteradamente, siendo la última
oferta presentada unos días antes de que los
Estados Unidos declararan la guerra a España e
interviniesen en la contienda en Cuba para
frustrar su independencia.
La “esplendida guerrita” como la calificara John
M. Hay, el entonces embajador de los Estados
Unidos en Londres en carta del 27 de julio de
1898 dirigida a Theodore Rossevelt, marcó el
inicio de una nueva etapa de funestas relaciones
entre los Estados Unidos y Cuba. El gobierno de
Washington se valió de esas circunstancias para
ocupar militarmente la Isla caribeña a partir
del 1ro de enero de 1899; impuso la Enmienda
Platt a la Constitución de Cuba de 1901, y forzó
la firma de un Tratado Permanente de
Reciprocidad el 22 de mayo de 1904 que contenía
las propias estipulaciones de dicha enmienda;
estableció una base naval en la bahía de
Guantánamo que aún retiene bajo el amparo de un
espurio tratado violatorio de las normas del
Derecho Internacional. De hecho, por sesenta
años, hasta el 1ro de Enero de 1959, los Estados
Unidos ejercieron sobre Cuba el control de la
vida política, económica y social sin miramiento
alguno para los intereses de Cuba, de los
cubanos y del derecho de estos a la
independencia, la soberanía, la
autodeterminación y la integridad de su
territorio.
La realidad es que desde que los Estados Unidos
surgieron como nación independiente con la firma
el miércoles 3 de septiembre de 1783 en París
del tratado entre Inglaterra y los Estados
Unidos que, como ya se ha señalado, puso fin a
las hostilidades entre ambos y reconocía la
independencia del segundo, y mientras duró la
dominación colonial de España sobre Cuba, los
Estados Unidos se opusieron a la existencia de
una Cuba independiente e intervinieron en la
Guerra de Independencia de 1898 para frustrar la
posibilidad de que los cubanos alcanzaran su
independencia y en su lugar establecieron un
mecanismo de dominación sobre los destinos
cubanos que se mantuvo vigente hasta el 1ro de
Enero de 1959. La historia demuestra
fehacientemente que en esos casi 175 años, nunca
hubo una relación entre ambos países basadas en
la colaboración, la cooperación y el beneficio y
el respeto mutuos, como tampoco esos aspectos
son los que han caracterizado los casi 55 años
transcurridos desde el triunfo de la Revolución
Cubana, a pesar de que por dos siglos y tres
décadas más, nunca ha habido de la parte cubana
acción hostil alguna contra el pueblo de los
Estados Unidos, ni política alguna que se
asemeje a los conceptos del Destino Manifiesto,
de la doctrina Monroe o de la falsa “teoría de
la manzana madura”, ni pretensiones de expansión
territorial o de influencia hegemónica
geopolítica cubana sobre los Estados Unidos. La
verdad histórica es que nunca el Gobierno de los
Estados Unidos ha tenido una posición de respeto
y reconocimiento hacia Cuba y los cubanos.
Es una política de Estado que refleja el
consenso de las elites que controlan el poder en
la nación norteña, que no presenta límites en el
tiempo, que se asienta en un cuerpo de leyes,
decretos, resoluciones y estipulaciones de
obligatorio cumplimiento por todos los que son
objetos de la jurisdicción de los Estados Unidos,
que no depende de decisiones unipersonales ni de
determinada institución federal. Esa política
cuenta con objetivos definidos y con los
mecanismos y herramientas necesarios para su
instrumentación.
A pesar de estas circunstancias, los hechos
demuestran también que no se puede poner un
chaleco de fuerza contra natura a las relaciones
entre los países y pueblos, cuyas relaciones se
conducen dentro de los marcos universalmente
reconocidos del derecho internacional que
promueven las relaciones de igualdad, respeto
mutuo y solidaridad.
Por decirlo en las palabras de Thomas Jefferson,
en carta escrita el 12 de julio de 1816: “Yo no
abogo por cambios frecuentes en las leyes y las
constituciones. Pero las leyes y las
instituciones deben ir mano a mano con el
progreso de la mente humana. Según se torna más
desarrollada, más ilustrada, en lo que se hacen
nuevos descubrimientos y los modales y las
opiniones cambian, con el cambio de
circunstancias, las instituciones deben avanzar
para mantenerse al ritmo de los tiempos. Tanto
pudiéramos requerir a un hombre que vista el
chaleco que le servía cuando muchacho como a la
sociedad civilizada continuar para siempre bajo
el régimen sus bárbaros antecesores”.
Esta es la enseñanza que nos trasladan en esta
edición de su excelente libro Elier Ramírez y
Esteban Morales: No hay alternativa a la
búsqueda de una relación entre las naciones que
no sean mediante el apego a las normas del
derecho internacional y marcadas por el espíritu
de la colaboración y de la solidaridad entre las
naciones, Benito Juárez lo dijo en su manifiesto
del 15 de julio de 1867 a la nación mexicana
luego de la derrota de Maximiliano I de
Habsburgo: “Entre los individuos, como entre las
naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Y Fidel Castro en su intervención ante la
Asamblea General de las Naciones Unidas el 26 de
septiembre de 1960 (recordado por Che Guevara en
el mismo escenario el 12 de diciembre de 1964)
apuntó la fórmula para alcanzarlo en nuestro
mundo hoy amenazado por la extinción:
“¡Desaparezca la filosofía del despojo, y habrá
desaparecido la filosofía de la guerra!”.
El Gobierno de los Estados Unidos mantiene con
plena vigencia su política de Estado contra la
Revolución Cubana. Sigue intentando desconocer
la legitimidad de las instituciones cubanas y se
empeña en promover la acción de fuerzas internas
para subvertir las bases y las instituciones de
la sociedad socialista cubana, pero al mismo
tiempo cultiva fracaso tras fracaso en sus
descabellados intentos y ve cómo cada día crece
el rechazo de la comunidad internacional y
Washington se va quedando solito. Dentro de los
propios grupos de poder surgen cada vez más
reclamos por un cambio de la política hacia
Cuba. No es posible predecir cuánto tomará
desenredar la tupida urdimbre elaborada por los
Estados Unidos para procurar restaurar la
dominación que tuvo sobre Cuba y fue barrida por
la Revolución. De la confrontación a los
intentos de ‘normalización’ es una obra que no
puede ser pasada por alto por los interesados en
adentrarse en el conocimiento de los complicados
aspectos de un proceso al cual aún le falta
mucho camino por recorrer.