La sentencia de muerte de la obra Spy stand del artista británico Bansky parece estar a pocos días de ser ejecutada. El hecho es que autoridades británicas decidieron eliminar el mural de este famoso y misterioso grafitero que retrata el mundo del espionaje y muestra a dos hombres vestidos con trajes, sombreros y gafas oscuras escuchando las conversaciones en una cabina telefónica.
Bansky plasmó su dibujo en una pared de la ciudad de Cheltenham, al oeste de Inglaterra, donde se encuentra el Centro Gubernamental de Comunicaciones (GCHQ), que quedó al desnudo tras las denuncias del exempleado de la Agencia Nacional de Seguridad de EE.UU. (NSA), Edward Snowden, acerca del espionaje masivo de su país y el Reino Unido a las conversaciones telefónicas y correos electrónicos de millones de ciudadanos en todo el mundo.
En principio el grafitero, nacido en
Bristol en 1974, no asumió la autoría del mural, pero dos meses
después se hizo responsable de esta intervención pública que es
considerada como una denuncia al escándalo de espionaje en el
que se vio envuelta Inglaterra. Tras correr los primeros rumores
sobre la posible desaparición del paisaje urbano de Spy
stand, se desataron las tensiones en torno al lugar
donde se dará el tiro de gracia a este “Bansky”, pues los
vecinos de la zona se oponen a que se retire la obra del
grafitero ya que en los últimos tiempos ha llamado la atención
de una gran cantidad de visitantes.
Desde que este icono del arte callejero (street art) irrumpió
desde el underground, las paredes de las grandes ciudades del
mundo dejaron de ser cuerpos inertes para transformarse en
hiperrealistas galerías de arte al aire libre que exhiben
mensajes antisistema, contra la discriminación, las guerras y la
influencia de las grandes trasnacionales mediáticas.
Bansky, cuya historia está reflejada en el documental Exit Through the Gift Shop, empezó a tomar las calles en 1993, cuando sus primeras obras impresas con aerosol aparecieron de repente en la ciudad de Bristol. Pero no fue hasta casi diez años después que su firma invadió las paredes del Reino Unido y llegó a Viena, Barcelona, Nueva York y París disparando las alarmas de las autoridades y provocando que muchas personas recorrieran las ciudades en busca de algún rastro de sus provocadores y subversivos dibujos, entre los que aparecen imágenes llenas de simbolismo que alcanzaron la categoría de mito en el arte contemporáneo. Estos son los casos de las representaciones de dos policías británicos fundiéndose en un beso, un activista político arrojando un ramo de flores como si fuera un cóctel molotov, un muñeco inflable disfrazado de preso de la Base Naval de Guantánamo en la cola de la montaña rusa de Disneylandia y la niña que suelta al aire un globo rojo.
En los últimos años el escurridizo Bansky —cuya identidad aún se desconoce— ha recibido fuertes críticas porque sus obras se cotizan a altos precios en el mercado y se han vendido a sumas millonarias en las subastas de arte. Como respuesta a los que lo acusan de haber vendido su alma al diablo, Bansky señaló recientemente que “el éxito comercial es un fracaso para un grafitero. Ahora tengo que seguir pintando en la calle para demostrarme a mí mismo que no era una estrategia cínica”.
De todos modos, la realidad ha demostrado que la obra de Bansky sigue siendo una expresión incómoda que pone a la vista de todos hechos que algunos desde el poder desearían mantener para siempre entre las sombras.