Todos tenían mala cara. La recepcionista no miraba a los ojos. Parecía que le pesaba levantar la mirada o no le interesaba. Escuchó mis buenos días, pero no hizo nada con ellos. Yo podía ser el mosquito que en ese instante se refugiaba en el policlínico para huir de la fumigación que estaba inundando de humo la calle. Pero no, no lo era, venía con un certificado médico para que ella, incómoda así como estaba, le pusiera firma y cuño.
Era lunes, la mañana estaba espléndida, acababa de sucederse el Día de las Madres, pero ella, la recepcionista, estaba molesta. Y le reiteré los buenos días, y le dije por favor, y la traté de usted, pero no se ablandaba. “¿Esto es para el círculo infantil?”, me preguntó sin mirarme aún. Le dije un sí bajito, amistoso, pero de esos “sí” tampoco conoce, definitivamente no le intereso. “Ah, no, eso no es conmigo. Sube a hablar con la subdirectora”. Y para allá fui, maltratada una mañana luego de sucederse el Día de las Madres.
Quizás la subdirectora haya amanecido de mejor humor, me fui consolando mientras subía las escaleras. Y de nuevo los “buenos días”, y de nuevo el “por favor” y los “usted”. Pero a esta mujer, también con cara recia, le pasaba algo.
“¿Usted es la subdirectora?”, le pregunté afable. “¡Hum!”, me soltó y yo no sabía qué quería decirme, no supe si me estaba confirmando que sí, que era ella; no sé si me estaba alertando que estaba cansada de que la molestaran para una firma; no sé si sería una manera extraña —quizás en algún dialecto en extinción— de decirme que era un placer atenderme. Entonces sospeché que la conversación con esta funcionaria también iba a ser difícil.
Pero, qué va, me equivoqué. No fue difícil el diálogo. Al contrario, no existió. Ahí volví con mi cantaleta del certificado médico para el círculo infantil de mi hija y que necesitaba que ella firmara el documento. De nuevo el ¡hum!, extendió su mano, cogió el papel, firmó, me lo entregó y siguió con su disgusto un lunes temprano de una mañana hermosa, luego de sucederse el Día de las Madres.
Y salí disparada del lugar, con mi hoja firmada, pero con deseos de no volver más a este edificio verde, repleto de gente haciendo colas frente a las puertas aún cerradas de las consultas, habitado por personas más contentas en sus fotos plasticadas del solapín, personas molestas, incapaces de ponerse en el lugar de los demás, con la asignatura de la cortesía suspendida, como si no fuéramos precisamente nosotros, los dolientes, el móvil de sus profesiones; personas que te califican de “fina” porque usas los buenos días; parecen lejos los tiempos que me narraba la abuela cuando los más pobres, los menos refinados, eran precisamente los más corteses.
¿Será que están sobrecargados de trabajo? ¿Será que nadie exige allí un buen trato, ni los pacientes, ni los jefes? ¿Será que tienen problemas en sus casas? Aunque —me tomo el placer de contestarme— si por estar inconformes, si por tener asuntos personales sin resolver, si por estar abrumados, vamos a poner mala cara, a maltratar o no tratar, ¿adónde iremos a parar?, ¿cuándo aprenderán algunos a ponerse en el lugar de los demás?
Así salía del policlínico cuando una señora, sentada en una silla a las puertas del lugar, creo que fungiendo como custodia del sitio, me dice: “Mijita, ¿resolviste?”. “Sí, abuela”, le respondo cansada. Y ella pone el punto final a esta historia: “Qué bueno, que tengas entonces un buen día