Asegura Jordan Belfost —el estafador en cuya vida se basa El lobo de Wall Street— que todo cuanto narra Martin Scorsese no solamente es veraz, sino que se quedó corto.
Corto en lo referido a las bacanales, las montañas de cocaína, las escenas de sexo grotesco en las mismas oficinas creadas para timar a miles de personas que todavía hoy, sin reponerse del descalabro, claman por el dinero que les birlaron.
De alguna manera las declaraciones del hombre que solo cumplió menos de dos años en prisión de lujo por sus fechorías, tratan de salirle al paso a las voces que acusan a la película de pantagruélica y excesiva.
A lo largo de casi tres horas de duración, Scorsese traduce en tono de comedia “para adultos” las peripecias de Jordan Belfost (Leonardo di Caprio), un joven corredor de bolsas que se enriqueció en los años noventa aprovechando las brechas que dejó la desregulación financiera.
El tema es viejo y no solo relacionado con la sociedad norteamericana; recordar sino L’argent (El dinero) el clásico francés de 1928 filmada por Marcel L’Herbier, a partir de artimañas vinculadas a la Bolsa de valores de París.
Después de la crisis financiera surgida en los Estados Unidos en la década pasada se realizaron muy buenos y serios filmes sobre grandes estafas, pero quizá el que más prevalezca en la memoria del espectador sea Wall Street (Oliver Stone, 1987) con el memorable discurso de Gordon Gekko (Michael Douglas) basado en conceptos tales como “la codicia es buena” y, por lo tanto, “el dinero nunca debe dormir”.
Scorsese vuelve a recordar en El lobo de Wall Street una verdad como un templo que no pocos entretenidos olvidan: En la bolsa de Wall Street no se produce ni un alfiler y cada resolución que allí se toma tiene que ver con muchas personas que ponen sus finanzas en juego, sin saber qué compran, ni que venden.
El hombre que introduce a Jordan Belfost en el negocio es categórico al respecto: “Lo que importa es que compren, y si les va bien, que nunca se lleven el dinero, sino que sigan comprando, así que nada de pruritos, hay que llevarse el dinero a casa y eso es lo único que te tiene que importar… sin olvidar que la única forma de mantenerse andando en este negocio es con drogas y prostitutas”.
Jordan Belfort, en cuya autobiografía se basa el filme, arrastró en su especulación bursátil a mucha gente con dinero, pero también a incautos que arriesgaron sus ahorros y ahora critican la película porque ella, con su estilo desmesurado y de producción millonaria, no encuentra encanto alguno en retratar a aquellos que nunca tuvieron aviones privados, yates inmensos, o mujeres de portadas de revistas, prestas a ejercitar el sexo en grupo con hombres que visten trajes de cinco mil dólares.
Sale a relucir entonces una vieja discusión en el cine que a ratos pareciera superada: si bien Scorsese expone factores tan decisivos como la naturaleza salvaje del capitalismo de cuello blanco, esos muchachos egoístas y malos, con Di Caprio a la cabeza, resultan tan carismáticos dentro del tono de comedia con que se cuenta una tragedia real, que al final se les agradece el buen rato que nos han hecho pasar con sus fechorías.
Ello, aun sabiendo que el cine está lejos de ser una moralina aleccionadora y que Scorsese es un gran cineasta, aunque ahora, peque por exceso.