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La crisis
económica disparada en el mundo, a partir de los desórdenes
financieros a los que Estados Unidos otorgó fecha de nacimiento,
ha encontrado diversas respuestas cinematográficas, y Woody Allen
ofrece la suya recurriendo a las consecuencias morales que la
catástrofe dejó en una mujer.
Autor: Rolando
Pérez Betancourt | internet@granma.cu
7 de abril de 2014
Blue Jasmine, el último Woody Allen, de estreno en los cines.
El estreno de Blue Jasmine (2013) en los cines permite constatar que
Woody Allen, además de ser un agudo observador de los seres humanos en
sus extravíos de corte psicológico, no deja afuera —cuando el caso lo
amerita— las condicionantes socioeconómicas que actúan sobre sus
atormentados personajes.
La crisis económica disparada en el mundo, a partir de los desórdenes
financieros a los que Estados Unidos otorgó fecha de nacimiento, ha
encontrado diversas respuestas cinematográficas, y Woody Allen ofrece
la suya recurriendo a las consecuencias morales que la catástrofe
dejó en una mujer.
Cierto que el director no centra sus miras en los trabajadores comunes,
o en la clase media norteamericana (los que más sintieron la crisis
motivada por la especulación de los bancos), sino en los ricos, en
verdad los que mejor han sobrellevado el estremecimiento financiero.
Una representatividad la suya nada criticable, por cuanto la película
desborda honestidad a la hora de hablar de cómo los que muchos tienen —ese
dinero que mueve mundos— cuando pierden sus privilegios pueden caer en
vacíos agónicos y hasta autodestructivos.
Tal es el caso de la Jasmine, que magistralmente interpreta la
australiana Cate Blanchette, merecedora del Oscar de actuación femenina
de este año, un patético personaje que Woody Allen concibió luego de
verla en el teatro como la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo
(Tennessee Williams), apropiación dramática que de ninguna manera el
cineasta oculta, todo lo contrario.
Narrada en dos tiempos, que trasponen tanto el ascenso como la caída de
la protagonista, ya desde los primero minutos se deja ver la
personalidad de Jasmine; un ser desesperado y depresivo, lleno de
falsedades y esnobismos, y ello porque disfrutó a bombo y platillo de la
buena vida y los lujos de la alta sociedad neoyorquina, hasta
descubrirse que su marido, un vividor de las finanzas y de los
malabarismos económicos, es un ladrón que termina tras las rejas.
Nave al garete entonces, la pobre Jasmine tendrá que luchar contra la
incapacidad para adaptarse a su nueva condición social y económica.
Woody Allen filma esta cinta a los 77 años de edad y sube la parada pues,
partiendo de un drama, tensa la cuerda de la comedia y vuelve a
desplegar ingenio, humor negro y sus sutilezas características para
referirse a una realidad actual con un fuerte impacto social.
No tiene reparos el director en recurrir a la ya utilizada simbología de
la hermana rubia y la hermana trigueña para representar dos caras de las
diferencias sociales en su país. Lo suyo, queda claro, es construir una
historia rica en lecturas que se adentra en los resortes de la crueldad
para ofrecer una radiografía crítica de una sociedad marcada por la
especulación y el robo financiero, los desfalcos y el engaño reiterado,
un país en el que, los que se negaron a trabajar —y tal es el caso de su
personaje— se desconciertan y creen morir cuando se ven obligado a
hacerlo.
Por momentos llegaremos a creer que Woody Allen se ensaña con su
personaje femenino y lo lleva hasta la tabla, y así mismo pudiera ser,
pero lo hace como recurso de la comedia negra para que el espectador,
mientras disfruta de una historia muy bien contada, reciba también una
dosis de estrés y de angustia, un recordatorio de que de un día para
otro, el glamour de un falso mundo, se puede convertir en la sombra de
un mundo verdadero.
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