La culpa la tiene ¿usted?

La construcción de lo femenino y lo masculino, más allá del sexo, es un proceso sociocultural de gran arraigo, pero no significa que sea inamovible

Quién mantiene vivo el machismo: los hombres o las mujeres? Tras una semana de debate, la interrogante flota aún entre los profesionales de siete países que asisten al III Taller de Género y Comunicación, convocado por la Cátedra de la Mujer Mirta Aguirre, del Instituto Internacional de Periodismo José Martí.

Parece sencillo, pero no lo es. Machista es el hombre que vive para sí mismo y ve a las mujeres como instrumento a su servicio, pero también es “machista” la esposa que acepta esa mirada androcéntrica de la realidad, y la reproduce con el ejemplo y el decir cotidiano dentro de su hogar.

La doctora Norma Vasallo, presidenta de la Cátedra de la Mujer de la Universidad de La Habana, reconoce que aún hay mucho que hacer en aras de una conciencia de género más sólida y coherente entre las mujeres latinas, incluso las cubanas, que tanto hemos avanzado en medio siglo.

“¿Por qué, si aprendimos a decir a nuestra hija que no le aguante ‘paquetes’ al novio, aún sugerimos al varón que busque una muchacha en la beca que lave sus camisas?”, pregunta ella, poniendo más “sazón” en este plato.

Género es más que sexo

Desde lo biológico, la gran mayoría de los seres humanos nace hombre o mujer de manera innegable, pues sus genitales se encargan de anunciar el sexo durante el parto, e incluso desde el útero materno gracias a la tecnología.

Pero se sabe hace décadas que la pertenencia a uno u otro género es mucho más: es algo que trasciende el código genético, con sus cromosomas XY o XX, y hasta la existencia del pene o de la vulva que no utilizamos como “carta de presentación”.

Ser “masculino” o “femenina” es una identidad que se construye: un proceso que aun siendo individual depende de las relaciones con la familia y la sociedad, como un traje “azul” o “rosado” que nos ponen para andar por la vida, y que, como muchas prendas, trae su propia etiqueta con instrucciones preestablecidas sobre cómo debe ser tratado.

La máster Inalvis Rodríguez, especialista del Centro de Estudios de la Mujer, alega que el género es “un conjunto de características sociales, culturales, políticas, jurídicas, psicológicas y económicas asignadas a las personas en forma diferenciada de acuerdo con el sexo”.

Estos atributos definen el ser y el quehacer femeninos y masculinos en contextos específicos, ya sean públicos, privados, e incluso íntimos, con la misma subjetividad con que un autor describe en su drama el perfil de cada uno de los personajes y las relaciones de poder entre ellos.

Pero como la vida es más rica que el teatro, no todas las personas aceptan sin discusión el papel que “les toca” en esta rifa, y lanzan miradas críticas a una herencia que limita en gran parte sus actos y emociones.

Lo que hace visible tal malestar son las brechas de género: las diferencias de acceso a recursos y oportunidades presentes en todas las naciones, cada cual con sus matices.

Salarios diferentes, desigual acceso a cargos de dirección, mayor carga femenina en el cuidado de la niñez y los ancianos, menos tiempo para el autocuidado y los proyectos personales, poca responsabilidad paterna en la educación y las tareas domésticas, son algunas de las más evidentes.

Otras se hacen visibles en las cifras oficiales de cobertura de educación, servicios de salud o empleo, —por citar algunas— que tal vez son desglosadas por sexo, pero sin tener en cuenta si se trata de personas rurales o urbanas, su edad, etnia, raza, y mucho menos en qué proporción tales beneficios han crecido para ellas con respecto a lo alcanzado por los hombres.

Las más graves son las que apenas se cuestionan, y caen en campos tan universales como la sexualidad, la nutrición, el descanso o el bienestar psicológico, que las féminas relegan muchas veces a favor del marido y su descendencia. 

Hay una mayor conciencia de género en Latinoamérica, una inquietud que ya alcanza los medios de comunicación y algunos círculos de poder, afirman los talleristas. Sobre todo en las nuevas generaciones, que miran analíticamente su realidad y se comparan entre sí y con sus ancestros.

Pero el estereotipo patriarcal tiene fuertes raíces, que a veces se vuelven más sutiles o cínicas, opina Julio César Pagés, experto cubano en temas de masculinidad, quien alerta sobre “la moda” del discurso público con enfoque de género mientras se encubren actitudes discriminatorias en el plano real de la convivencia.

“¿No son acaso las madres las ‘encargadas’ de educar a la prole? ¡Pues cambien los patrones a su gusto!”, dicen algunos hombres como excusa, mientras otros se ufanan de ser mejores esposos que sus padres porque ellos al menos “botan la basura y dan todo el dinero para la casa”.

Pero Iraima Mogollón, periodista y crítica de televisión venezolana, no es partidaria de culpar a las mujeres por hacer lo que se espera culturalmente de ellas, como se culpa a los pobres de replicar su pobreza.

Mejor hablar de responsabilidad compartida, de compromiso, de la necesidad de desmontar ese imaginario popular sobre lo que significa “ser hombre o ser mujer” para construir otros paradigmas favorables a todos, la apoya Alicia Peña, psicoanalista argentina.

Y es que esa identidad se construye desde el hogar materno, pero luego se socializa en el intercambio con otros hombres y mujeres, ya sea en la escuela, el trabajo o la comunidad, donde se adquieren nuevos símbolos que ayudan a cuestionar lo antes aprendido y a romper la inercia de los prejuicios.

Tal como muchos individuos asumen una orientación sexual, credo ideológico o imagen estética diferentes a las que les designaron sus padres, a pesar del costo emocional y práctico que eso significa en sus vidas, es posible también expropiar conductas sexistas lacerantes y abrir un diálogo constructivo, sin justificaciones ni añoranzas por una supremacía machista, violenta y discriminatoria, que poco bien ha legado a la Humanidad.