La Habana, viernes 21 de junio de 2013. Año 17 / Número 173    
   


La Revolución


Este texto fue publicado en mayo de 1966 en forma de conferencias mimeografiadas destinadas exclusivamente a los alumnos de la Universidad de La Habana como instrumento de trabajo para un cursillo que impartió el destacado revolucionario y dirigente político Carlos Rafael Rodríguez, cuyo centenario acabamos de celebrar. Carlos Rafael, envuelto en distintas responsabilidades revolucionarias, trató de explicar argumentadamente el Período de Transición de la Revolución Cubana. En 1979, la Editora Política publicó aquellas conferencias en un libro titulado Cuba en el tránsito al socialismo, 1959-1963

Carlos Rafael Rodríguez

Cuando en medio de la alegría y el desbordamiento nacionales más grandes de nuestra historia Fidel Castro entraba en La Habana, el 8 de enero de 1959, puede afirmarse que ni las clases sociales que habían dominado durante medio siglo la vida cubana ni los imperialistas de Washington tenían la menor sospecha del destino que aquella revolución deparaba a su hegemonía.

Una enorme masa campesina sin créditos, con precios ruinosos y agobiada por los intermediarios vivía un proceso alternativo de miseria absoluta y atenuada durante casi medio siglo.

Como Luis XVI, confundieron la revolución con la revuelta, y pensaban que les resultaría fácil encauzar a los victoriosos de la Sierra Maestra por la misma ancha y fácil avenida de acomodamiento en la que hasta entonces habían venido a disolverse todas las sucesivas esperanzas revolucionarias de la América Latina.

Cuba, sin embargo, necesitaba una revolución.

¿Cuál era la diferencia entre lo uno y otro? ¿Qué tipo de revolución correspondía hacer a quienes no quisieran disolverse en una forma "democrático-representativa" de gobierno, entregada al reformismo vocinglero y a la supuesta honestidad administrativa, para terminar ingloriosamente bien a manos de un golpe militar reaccionario o de un modo más abyecto, absorbidos también, como los frustrados jefes de 1933, por el mismo régimen al que en apariencia había derrotado?

Los cambios revolucionarios que resultaban imperativos en Cuba desde antes de 1930, devinieron aún más inaplazables, como resultado de la tiranía batistiana. La subordinación al imperialismo se había hecho, si cabe, más completa.

El cuadro de las inversiones directas de los Estados Unidos en Cuba hasta 1954 ofrecido por el Departamento de Comercio de los Estados Unidos muestra cómo la estructura fundamental de esas inversiones no había variado durante el período:
1

INVERSIONES 

(En millones de Pesos)

 

 

 

 

 

 

1929

1936

1946

1950

1953

1954

Agricultura

575

265

227

263

265

272

Petróleo

9

6

15

20

24

27

Manufactura

45

27

40

54

58

55

Servicios Públicos

215

315

251

271

297

303

Comercio

15

15

12

21

24

35

Otras Industrias *

60

38

8

13

18

21

Totales:

919

666

553

642

686,

713

· No incluye las inversiones directas del Gobierno de los Estados Unidos en Minería (Nicaro).

Puede verse que al cabo de treinta años los inversionistas norteamericanos siguieron viendo a Cuba como simple base para la obtención de azúcar barato, fácil de transportar y a precios convenientes, sobre todo en los momentos de tensiones bélicas. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, y aprovechando la transitoria mejoría de las condiciones azucareras, los imperialistas norteamericanos traspasaron a manos cubanas algunas unidades azucareras —las más viejas e ineficientes— y mantuvieron sólo las mayores y eficientes, capaces en un momento dado de producir una zafra grande.

El incremento en las inversiones industriales no azucareras es a todas luces ridículo si se le compara con el crecimiento de la población y de la economía cubanas de los años 30.

En el auge de la postguerra y el que surgió con el ataque a Corea, algunas empresas norteamericanas crearon subsidiarias en la producción de neumáticos y gomas o controlaron, como la "Procter and Gamble" y la "Palmolive", la fabricación de perfumes, jabones y detergentes, etcétera. Pero no emprendieron ningún plan de industrialización en escala apreciable. La razón alegada, según el libro Investment in Cuba —destinado, como otros similares sobre México, Colombia, Perú, etc., a explicarles a los inversionistas potenciales de Estados Unidos las posibilidades de inversión en la América Latina— resumía la renuencia de los inversionistas a desarrollar proyectos en la industria cubana con estas palabras: "Hasta hace poco las condiciones para esa inversión no han sido muy favorables". Y anunciaba que en la siguiente década se preparaban inversiones norteamericanas por un valor de 205 millones de pesos en energía eléctrica, refinación de petróleo, minería y manufactura.2

Por lo visto, los imperialistas norteamericanos creyeron que la presencia de Batista y su política antinacional y antiobrera garantizaría "las condiciones favorables" que en los años anteriores habían echado de menos.

La única variación significativa en este panorama había ocurrido precisamente para agravarlo. Pocos años antes de la caída de Batista, grandes ganaderos norteamericanos asociados al "King Ranch" de Texas, comenzaron a ver en nuestra poco aprovechada tierra de pastos una posibilidad de explotación. Surgió así un proyecto que la Revolución cortó a tiempo pero que habría reafirmado, en la crianza de bovinos, la concepción extensiva de la agricultura que se nos había impuesto a través del latifundio cañero.

En lo que se refiere al desarrollo mediante el empleo de los recursos nacionales, el período de la postguerra y en particular la etapa batistiana se caracterizaron por el empleo de los recursos financieros en forma que condujo al fomento de inversiones que lejos de contribuir al verdadero desarrollo de nuestra economía se tradujeron en presiones inflacionarias de las que se derivó —por la vía de las importaciones— la pérdida de todos los recursos en divisas acumulados como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y de las alternativas favorables para el azúcar surgidas durante el ataque imperialista a Corea. A la vez surgió, con una fuerza que hacía lucir angelicales a los viejos políticos del pasado, el capitalismo burocrático, constituido mediante el robo directo y la especulación aventurera por los políticos gobernantes y sus asociados.

A fin de comprender mejor la situación que heredaba la Revolución el Primero de Enero de 1959, es conveniente resumir las alternativas económicas principales del período que la precedió inmediatamente.

El Gobierno de Prío disfrutó en los años 1950 y 1951 un período de breve prosperidad que, como dijéramos, derivó de la agresión imperialista a Corea. El peligro de guerra ocasionó, como siempre, una demanda extraordinaria de azúcar para los contingentes de reserva. La producción de azúcar pasa a ser de 5,4 millones en 1950 a 5,6 en 1951. Ese incremento fue acompañado de un aumento en los precios del mercado mundial. En junio y agosto de 1950 el precio se elevó a 4,21 centavos y 5,83 centavos por libra inglesa, determinando un promedio mundial de 4,98 centavos.

En 1951 el precio ascendió a 5,68 centavos, mayor que el de 5,07 centavos al que se vendieron nuestros azúcares en el mercado de Estados Unidos. Esto determinó que el valor de la producción azucarera (incluidas las mieles) fuera de 630 millones en 1950 y y llegara a 730 en 1951. En junio de 1951 en el llamado mercado mundial el azúcar obtiene su precio máximo: 7,41 centavos.

En 1952, sin embargo, se produce una situación totalmente anormal. En una torpe política, el Gobierno de Prío lleva la producción azucarera a los 7,156 millones de toneladas, determinando así un colapso del mercado internacional de azúcar ante la presencia de enormes excedentes que la liquidación del proceso militar de Corea hacen innecesarios. Ya en diciembre de 1951 el precio había bajado hasta 4,84 centavos, y en diciembre de 1952 descendió a 3,83 centavos.

La situación hizo indispensable extraer de los mercados internacionales el excedente calculado de 1 millón 750 mil toneladas largas españolas, que fue financiado a los productores por los bancos comerciales —con el respaldo del Banco Nacional— a un precio de pignoración de 3,08 centavos la libra, estableciéndose que los excedentes serían colocados en la cuota norteamericana del próximo quinquenio en partes anuales de 350 mil toneladas.

De este modo se producía en la economía nacional una contradicción evidente. Mientras la producción de la zafra azucarera más alta en toda la historia cubana incrementaba los ingresos de los trabajadores y colonos, las exportaciones cubanas disminuían respecto a 1951 y 1950, ascendiendo a sólo 4,86 millones. El descenso de precios originaba también que el valor de la zafra de 1952, pese a ser 1 millón 400 mil toneladas mayor que la de 1951, determinara ingresos para los empresarios productores de sólo 717,9 millones, cuando la de 1951 les había significado 730,2 millones. Comenzó así una declinación azucarera que continuaría en los siguientes años. Las siguientes zafras serían de 5 millones en 1953, 4,7 en 1954, 4,4 en 1955 y 4,6 en 1956. A su vez, los precios promedios de las exportaciones bajaron a 4,11 centavos en 1953; 3,99 centavos en 1954 y 3,95 centavos en 1955, lo que determinó que el valor de las zafras descendiera a 498,7 millones en 1953; 464,3 en 1954; 447,9 en 1955 y 494,9 en 1956.

Ese descenso de la variable principal de la economía cubana habría determinado una contracción de los ingresos populares que sin llegar a los límites catastróficos de 1930 a 1933 podría haber producido, junto al fenómeno permanente del desempleo en masa, una situación política aún más explosiva que la suscitada por la actuación de la tiranía batistiana. Para evitarlo concurrieron no sólo las limitadas inversiones norteamericanas que la presencia de Batista había provocado, sino también la política que recogiendo las aportaciones keynesianas y postkeynesianas (la política de "gasto compensatorio"), pusieron en práctica bajo la dirección de Joaquín Martínez Sáenz los consejeros financieros de la tiranía.

El Banco Nacional se dedica a la expansión del crédito interno, aumentando los redescuentos y anticipos que otorgó a la banca privada. A la vez, incrementó sus inversiones en valores del Estado, elevándolas hasta 36,5 millones en 1952. Asimismo, la Tesorería crea dinero en ese propio año por la suma de 43,5 millones de pesos.

Todo esto sirvió a los empresarios cubanos para dedicarse a una política de inversión fácil y barata. El proceso se muestra hasta en las actividades agrícolas. Aumentan las producciones de café, arroz y tabaco en rama, de tal modo que la producción agrícola no cañera se incrementa en 19,9 millones en 1953 con respecto a 1952, asciende a 37,4 millones más en 1954 y sube en otros 47,8 millones en 1955. 3

Las edificaciones van asimismo experimentando incrementos que constituyen saltos considerables respecto a 1950. Los estimados de edificaciones hechas por el Banco Nacional para el período son:

1950

62,7

1951

76,2

1952

68,5

1953

70,5

1954

91,7

1955

83,3

1956

94,9

1957

99,9

También la producción manufacturada, principalmente la dedicada al consumo corriente, experimentó un aumento del 21 % entre 1953 y 1957. Si se compara con el año 1950, el aumento fue del 28,7 %.

A la vez, el consumo de electricidad y gas había aumentado en un 47,5 % entre 1953 y 1957, y prácticamente el 100 % entre 1950 y 1957. Esa cifra del consumo de energía servía al mismo tiempo como dato valioso para entender el contenido del crecimiento aparente de la economía cubana durante estos años. Según la confesión de los organismos oficiales, el incremento en el consumo eléctrico se debió principalmente a la extensión del consumo privado y sólo en pequeña parte a la instalación de nuevas capacidades industriales. Se pone así de relieve la naturaleza inflacionaria del crecimiento que tendremos oportunidad de sustanciar aún más.

Por razones distintas, crecieron también la producción minera y las exportaciones de minerales. La causa principal del crecimiento fue el desarrollo acelerado de la producción del níquel a partir de 1952 y por las crecientes necesidades de ese mineral, que determinaron a inversionistas norteamericanos a reactivar la producción de Nicaro e instalar la moderna planta de Moa, con una inversión superior a 120 millones de dólares. También hubo incremento en la producción de cobre y manganeso. En el conjunto las exportaciones cubanas de minerales pasaron de 12,5 millones en 1950 a 49,6 millones en 1957.

Esos aumentos en la producción agrícola, industrial y de edificaciones lejos de constituir el resultado de un crecimiento orgánico y natural de la economía cubana fueron por el contrario la resultante de una deliberada política expansionista el objetivo de la cual era doble: de una parte promover gastos en salarios y sueldos que mitigaran los desastrosos efectos de la caída en la producción azucarera y de la otra crear márgenes ilícitos que permitieran a los gobernantes y sus socios de la burguesía empresarial un enriquecimiento fácil y rápido.

El instrumento utilizado para ello fue —sarcásticamente— el Banco Nacional, propugnado durante décadas por la burguesía cubana y los sectores más progresistas del país como una de las palancas para el sólido desarrollo de la economía y para echar las bases de nuestra independencia y que, de modo paradójico, venía a ser utilizado en forma del todo opuesta.

El Banco Nacional, en efecto, utilizando como hemos dicho antes el redescuento inmediato y fácil de los créditos que otorgaba a los "empresarios" la banca privada, estimuló esa política expansionista. Pero además el Gobierno imprimió la misma actividad a los organismos paraestatales de crédito que ya existían o que creó específicamente con ese objetivo (BANDES, Nacional Financiero, Fondo de Hipotecas Aseguradas, Banco del Comercio Exterior). Los préstamos bancarios privados pasaron de los 356 millones anuales en 1951 a 452 en 1955, y llegaron a ser en 1958 de 566 millones.

Si en el año 1951 la banca privada sólo prestaba el 59,5 % de sus depósitos, ya en 1955 había llegado a utilizar el 74,2 %, es decir prácticamente su máxima capacidad legal, fijada en el 75 % de los depósitos.

Más importante si cabe, en el volumen de esta política expansionista, fue la contribución del Estado mismo a través del gasto público dirigido fundamentalmente a obras improductivas que tenían el doble fin ya anunciado de crear empleos y proporcionar ganancias ilícitas, permitiéndole además al Gobierno ufanarse de la táctica política "constructiva" con que han encubierto su enriquecimiento y sus crímenes los más notorios tiranos de la América Latina.

El gasto público, cubierto mediante déficits presupuestarios y empréstitos financiados no por la población sino por el Banco Nacional, creció en 40 millones entre 1951 y 1953, llegando la diferencia a 80 millones en 1955, para alcanzar una diferencia superior a los 150 millones en 1957, año en que el gasto público corriente fue de 370 millones de pesos y los pagos realizados por inversionistas públicos con cargo a empréstitos de 138,4 millones.

Esa política expansionista tuvo resultados parciales en cuanto a uno de sus propósitos y cumplió plenamente el otro. En efecto, los personeros de la tiranía y sus socios en el aparato económico nacional extrajeron en cortos años enormes beneficios, la mayor parte de los cuales fueron previsoramente transferidos al extranjero. También el incremento de empleo en construcciones públicas, edificaciones, inversiones y limitada expansión industrial, unido a la burocratización masiva del aparato estatal, mitigó, sin eliminarlos, los efectos de la contracción azucarera. En 1955 calculamos 4 que esa política compensatoria cubrió el 53 % de la caída del ingreso azucarero con respecto a 1951.

Esa táctica económica del Gobierno impidió que estos años se convirtieran en un período crítico para el conjunto de la economía nacional. Además, la existencia de la cuota azucarera norteamericana con precios entre 5,42 centavos por libra (1953) y 4,99 centavos (1955) para exportaciones promedio de 2,4 millones de toneladas, impidió que la caída llegara a los niveles desastrosos de 1930 a 1933. Ni los empleados públicos ni los obreros industriales no azucareros sintieron las consecuencias de la brusca contracción económica.

Otra fue sin embargo la situación de los obreros azucareros agrícolas e industriales y de los colonos de caña. Si los salarios pagados al sector azucarero habían sido de 338,4 millones en 1951, cayeron en 1955 a los 200 millones. Del mismo modo, los ingresos totales de los colonos descendieron de 329 millones en 1951 a 204 en 1955.

Esto determinó además las conocidas consecuencias del desempleo estacional, pues la zafra se redujo de 93 días en 1951 a 68 en 1955, y los crecimientos limitados en la agricultura (arroz, café) no añadían empleos a más del 10 % de la mano de obra agrícola, por lo cual la miseria en el campo fue durante estos años ostensible.

Esa situación en el interior del país se reforzaba por el hecho de que la política inversionista en edificaciones y promoción industrial se concentraba principalmente en La Habana, por lo que los efectos expansionistas hacia los trabajadores del resto del país eran menores. Así, mientras las edificaciones en La Habana aumentaban en 12 millones en 1953, en 9 millones más en 1954 y eran en 1955, 16 millones más que en 1952, se mantenían a un nivel estacionario en el resto del país. El conjunto de los salarios en las provincias de Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente descendía asimismo en 1955, para aumentar más de 15 millones en la provincia de La Habana.

El efecto más lesivo para la economía nacional de toda la irresponsable política de la tiranía batistiana y su predecesor fue el resultado de la misma en lo que concierne a las reservas de divisas y su dispendio criminal.

Las características de la economía cubana que ya hemos analizado conducía inexorablemente a que la expansión de los ingresos personales no acompañada por un crecimiento simultáneo de la producción nacional para el consumo —puesto que, según viéramos, la producción industrial cubana apenas satisfacía una parte mínima de la necesidad en productos duraderos y bienes manufacturados de consumo corriente— produjera de una parte la inflación de los precios internos y de la otra disparase aceleradamente el mecanismo de la llamada propensión a importar.

Los defensores de la política económica de la tiranía explicaban ese fenómeno echando mano de la propensión a consumir del pueblo cubano de acuerdo con la habitual terminología keynesiana. Ya entonces replicábamos explicando cómo esa "elevada propensión a consumir" no era, como se quería hacer aparecer, índice de prosperidad sino manifestación del retraso económico, pues significaba que el nivel económico de la población era demasiado bajo, "que sus ingresos corrientes son insuficientes, que todo lo que recibe lo necesita para el consumo corriente, que no puede ahorrar". 5 Y añadíamos que la propensión a consumir era más alta en los países más retrasados y en los sectores sociales más explotados, los cuales no consumían más sino "una proporción mayor de sus ingresos que los países más desarrollados y las capas sociales privilegiadas". Ese aumento del consumo se reflejó en los incrementos de precios pero sobre todo en el aumento de las importaciones de bienes de consumo.

Cuba había venido teniendo en la mayor parte de sus cincuenta años del siglo una balanza comercial altamente favorable, unida a un balance de pagos negativo.

El intercambio comercial favorable surgía precisamente del comercio que desarrollábamos con el resto de los países del mundo, pues mientras nuestras relaciones comerciales con Estados Unidos producía, por ejemplo, déficit de 53,9 millones en 1948 y 74,8 en 1951, en esos mismos años el comercio con el resto de los países nos dejaban saldos favorables de 137 y 200,7 millones, respectivamente.

La caída de los precios azucareros en el mercado mundial durante el período que examinamos determinaba que se redujeran los ingresos por exportaciones de azúcar en aquellos países, mientras que el aumento de la demanda de productos industriales que generaba la política inflacionaria de la tiranía incrementaba nuestras exportaciones de los Estados Unidos.

De este modo, el balance de pagos negativo fue ascendiendo de 15 millones en 1952, a 83,6 millones en 1954, 111 millones en 1955, 75,8 millones en 1956 y 126 millones en 1957.

La tiranía malbarataba así en sus siete años de imposición las reservas monetarias internacionales de Cuba, perdiendo 513,3 millones y encontrando la Revolución el Primero de Enero sólo una reserva neta de 84,4 millones. A la vez, los déficits presupuestales y el financiamiento deficitario incrementaban la deuda pública de Cuba, haciéndole ascender a 788,1 millones de pesos.

En ese saldo final, el año económico de 1957, que pudo ser utilizado mediante una política previsora para remediar los desajustes originados por la precedente contracción azucarera, sirvió por lo contrario para aumentar los efectos expansionistas hasta conducirlos al resultado final que acabamos de consignar. En ese año el precio del azúcar en el mercado mundial se elevó a 5,16 centavos, a la vez que el precio del mercado norteamericano se mantenía estable. La producción pudo aumentarse en casi 1 millón de toneladas, pasando a los 5,5 millones, y el valor de la zafra aumentó en 200 millones de pesos; pero, lejos de reducir el gasto público, el Gobierno lo mantuvo prácticamente a los niveles de 1956 o sea casi 200 millones más que en 1951, mientras que las inversiones privadas aumentaban en 127 millones respecto al año anterior.

En su conjunto, el ingreso nacional se elevaba, por la concurrencia de factores reales y factores expansionistas, a 2 835 millones, o sea 442,6 millones más que en 1951. Ese crecimiento quedaba reflejado en la correspondiente balanza de pagos negativa que aumentó también durante 1957.

Cuando se examina el complejo económico cubano de 1950 y 1959 se advierte con toda claridad que tras el espejismo de un crecimiento económico que se manifiesta en las cifras del ingreso nacional, que no sin oscilaciones anuales se eleva de 1 610 millones en 1950 a 2 320,5 en 1957, se encubre una política ajena por completo a los fines del desarrollo y dirigida a expansionar los ingresos personales a costa de la deuda pública y de las reservas financieras internacionales del país.

La capacidad industrial instalada creció sin duda durante ese período, pero salvo las inversiones directas realizadas por el capital financiero norteamericano a que antes nos referimos, la mayor parte de las inversiones emprendidas en esos años tuvieron un carácter especulativo y buscaban sobre todo el enriquecimiento fácil de los gobernantes y sus socios industriales.

El método era tan simple como cínico. Las organizaciones paraestatales de financiamiento ya mencionadas facilitaban préstamos cuantiosos con destino a supuestos planes industriales. Con los fondos estatales los "inversionistas" adquirían maquinaria de uso o ineficiente, que llevaban a los libros con evaluaciones exageradas, realizando operaciones lucrativas por algunos millones de pesos. Lo que menos importaba era el funcionamiento de la empresa misma, pues una vez puestas en marcha las instalaciones los empresarios no se preocupaban por los balances anuales negativos derivados de la ineficiencia, pues en definitiva si el Estado se incautaba la empresa el verdadero negocio se había realizado ya en la propia operación inversionista, de la cual se deducían los márgenes exigidos por los funcionarios que amparaban el ilícito negocio.

En otros casos —como en el típico de la Rayonera de Matanzas— el proyecto era lucrativo a corto plazo y el plan consistía en venderle al Estado las instalaciones una vez que el período de explotación provechosa hubiere transcurrido.

Por ello, el supuesto crecimiento industrial de estos años era en gran parte ficticio y en definitiva la Revolución tendría que hacerse cargo de los problemas de desajuste funcional y de desproporciones creados por esta política aventurera y que trasladaría a la Revolución nuevas dificultades.

De aquí que el panorama nacional, al tomar el poder las fuerzas revolucionarias en 1959, pudiera ser definido por los siguientes rasgos:

1ro. Completa dependencia del imperialismo norteamericano, que controlaba la industria exportadora fundamental (1 millón 200 mil hectáreas de tierra incluyendo, según confesión propia, el 25% de las mejores tierras agrícolas), la energía eléctrica, parte de la industria lechera, el abastecimiento de combustible y, en medida importante, el crédito bancario.

2do. Una estructura económica predominantemente agrícola, pues la más importante industria, el azúcar, era una producción primaria de base agrícola y el resto de la industria representaba un volumen poco significativo, aunque fuere en cierta medida superior al de los países subdesarrollados de Asia, África y cierto número en la América Latina.

3ro. Una economía agrícola extensiva, latifundiaria tanto en las propiedades de las compañías extranjeras como en las de una minoría opulenta cubana, con 114 grandes propietarios en el control del 20 % de las tierras, mientras una enorme masa campesina sin créditos, con precios ruinosos y agobiada por los intermediarios vivía un proceso alternativo de miseria absoluta y miseria atenuada durante casi medio siglo.

4to. Un desempleo y subempleo permanentes y masivos en proporción muy superior al de otros países de la América Latina, llegando a más del 25 % de la fuerza de trabajo, con más de 600 mil desempleados en el período de "tiempo muerto" y de 300 mil desocupados permanentes. Todo ello a consecuencia de una estructura económica que tendía a prolongarse y acentuarse.

5to. Una economía totalmente abierta, en que a cada peso de producción bruta correspondía entre 25 y 28 centavos de importaciones inevitables y suponía a la vez un porcentaje igual de exportaciones. Una monoexportación azucarera que alcanzaba el 80 % del total exportado. Y una concentración geográfica de las exportaciones e importaciones, dependiendo el 60 % de las primeras y del 75 al 80 % de las segundas del mercado de los Estados Unidos.

El compendio de todas estas notas nos definía a la Cuba de 1959 como un país semicolonial o, si se prefiere la nueva terminología, neocolonizado. La Revolución que tenía que realizarse suponía en primer término la liberación nacional, es decir había que lograr casi 60 años después lo que al terminar la guerra con España no se había obtenido por la interferencia norteamericana. La primera característica de la Revolución tenía que ser, pues, su contenido antimperialista. El lema de Mella: "¡Dellenda est Wall Street!" estaba vigente tres décadas después de su muerte.

Pero para realizar la revolución antimperialista hasta el fin era indispensable quebrar antes de emprenderla, o simultáneamente a su realización, el poder interno de la oligarquía de los latifundistas, hacendados y comerciantes importadores. Un simple cambio de gobierno que no eliminara completamente tanto los instrumentos de poder de esa oligarquía como su base económico-social, y sobre todo el latifundio, conduciría en un período de tiempo relativamente corto, antes de poder llevar a la práctica una revolución antimperialista verdadera, a que el esfuerzo conjugado de los imperialistas y los oligarcas se impondría sobre las fuerzas revolucionarias, reproduciendo la situación cubana de 1933 y las que en toda la América Latina creaban los golpes de Estado reaccionarios que castraban aun los más tímidos esfuerzos progresistas y nacionalistas.

En este sentido, se trataba de completar la revolución democrático-burguesa, que también quedara frustrada con la presencia del imperialismo en la política cubana a partir de 1899. Muchos aspectos de la revolución democrática se habían logrado, por lo menos formalmente, en los últimos treinta años: el voto popular, la reducción en la jornada de trabajo, la igualdad jurídica de la mujer, el salario mínimo, etcétera. Pero al mantenerse intactas y aún extenderse las bases del retraso industrial y el latifundio agrario, unidos a la dependencia económica del exterior, aún esas conquistas formales estaban en precario. Sólo una revolución agraria profunda podría quebrantar el sustrato económico-social de la oligarquía.

De ahí la segunda nota esencial del proceso revolucionario que Cuba requería: la revolución agraria.

O sea que, al iniciarse en 1959 lo que Cuba tenía ante sí era la necesidad y la posibilidad de llevar adelante su revolución democrático-burguesa de liberación nacional, una revolución, por su contenido, agraria y antimperialista.

Una revolución así —lo ha visto la historia contemporánea muy claramente— no podía desarrollarse en esta segunda mitad del siglo bajo la dirección de la burguesía nacional. Mucho menos, a causa de todo lo que llevamos explicado, por la débil burguesía nacional cubana.

En los análisis habituales de los movimientos revolucionarios en los países subdesarrollados se llegó a la conclusión de que para completar en nuestro tiempo una revolución agraria y antimperialista frente a fuerzas dominantes encabezadas por el imperialismo norteamericano, se hace indispensable la presencia a la cabeza de la revolución de la clase obrera y de un partido radical que la represente, con la firme ideología del marxismo- leninismo.

Desde los días anteriores a la Revolución Rusa de 1905, al analizar Lenin la forma de llevar adelante en aquella situación especial una revolución que no sería todavía socialista pero que siendo burguesa, en cuanto a las relaciones de producción que mantenía, se hacía sin embargo radical por su carácter popular, porque la presencia en ella de las masas obreras y campesinas sería decisiva, como no lo había sido en el período inicial de la Revolución Francesa de 1789, surgió la fórmula de la "dictadura democrática de obreros y campesinos", como el poder capaz de llevar adelante las tareas de la revolución democrático-burguesa de nuevo tipo.

La Revolución Cubana iba a seguir otro camino. A su frente no aparecería un Partido Comunista, y sin embargo la revolución agraria y antimperialista se realizaría a plenitud. Pero no sólo eso, la Revolución no se detendría en esta su primera fase: puesta en la alternativa de detenerse y perecer o seguir adelante y consolidarse, forzada por el imperialismo a rendirse o desafiarlo y profundizarse, la Revolución Cubana pasaría con toda rapidez, como la que Lenin guiara en la Rusia de los Zares, de su breve etapa democrático-burguesa a convertirse en una revolución socialista. Lo haría bajo la dirección de un grupo no definitivamente proletario, que no estaba organizado en partido marxista-leninista. A Fidel Castro y sus compañeros les corresponde el mérito de haber realizado esa gran faena histórica. Y resulta conveniente indagar cómo fue posible, determinar si la experiencia cubana constituye una excepción del pronóstico marxista-leninista o si, por el contrario, lo confirma.

1 La brusca declinación en el valor de las inversiones americanas, principalmente en azúcar, entre 1929 y los años siguientes se debe no a una pérdida de dominio real sobre los medios de producción sino a una revaluación puramente financiera efectuada como resultado del "crack" bancario norteamericano de 1929. Del mismo modo, el aumento de 215 a 315 millones de pesos en las inversiones de servicios públicos obedece no a un incremento real de las inversiones sino a una diferencia de evaluación, tomándose en un caso el valor del mercado y en otro el valor en libros. En la realidad no hubo inversiones norteamericanas en servicios públicos entre 1929 y 1936. (Observaciones de Paul D. Dickens: American Direct. Investmem in Foreing Countries, 1936, y Soban, Investment in Cuba).

2
Investmen in Cuba, p. 11.

3
Un análisis más completo de este período se encuentra en el estudio realizado en septiembre de 1956 por Jacinto Torras, Oscar Pino-Santos y el autor de este trabajo, y publicado por el Buró Ejecutivo del PSP en octubre de ese año con el título "La actual situación económica de Cuba y sus perspectivas". Consultarse asimismo, para el período hasta 1959, el "Informe del Ministerio de Hacienda del Gobierno Revolucionario al Consejo de Ministros", 1959.

4
"De La actual situación económica de Cuba", p. 26.

5
Trabajo citado.




http://www.granma.cubaweb.cu/2013/06/21/nacional/artic01.html