La manera delirante en que hablamos
Lo que creemos diálogo quedó sobre ese ring imaginario donde
transcurre la llamada comunicación. Desaprovechamos cuanto
queremos decir por la manera en que lo decimos. Esperemos que
con el tiempo —¡no solo con el tiempo!— podamos comunicarnos
Reynaldo González
digital@juventudrebelde.cu
4 de Mayo del 2013 19:54:47 CDT
|
|
Cuando se disputa, no se dialoga,
ninguno de los «contendientes» persuade al otro de sus
argumentos.
Autor: LAZ |
|
|
|
|
|
|
A veces me pregunto si los
cubanos hablamos con corrección, si somos verdaderamente
comunicativos —no «comunicadores», que ya es asunto de
profesionales, quienes puedan serlo— y si nuestras ideas son
comprendidas. Me ha preocupado el lenguaje actual y mayoritario
de los cubanos y, sinceramente, lo hallo atropellado, sin
preocupación por la exactitud de lo dicho, cargado de ideas
sobreentendidas, sin corresponder al significado cierto de las
palabras, demasiado apegado o dependiente de la gestualidad, que
convierte la conversación en una pantomima. Sin observar ahora
la pronunciación, que nos mandaría de cabeza a la consulta del
logopeda, escojo tres puntos: lo que decimos, cómo lo
decimos y la manera en que lo decimos.
Si me apego a la forma de escritura —y de habla— puesta en boga,
debería incluir aquí un recuento laudatorio sobre el habla
popular cubana, lo mucho que hemos avanzado, logros, conquistas
y un largo rimero de etcéteras. Algo así como empezar por el
choque de piedras y la chispa cuando se quiere decir fósforo. Y
explicar, cubriéndome la espalda, que las observaciones
siguientes se refieren a quienes las merecemos, salvando al
respetable y masivo resto poblacional. Son manías del hablar —y
del escribir— que enrarecen la conversación, distienden los
parlamentos, convierten todo en una «disertación» (y lo mal que
cae eso). Mejor voy al punto.
No siempre entendemos lo que nos decimos, quizá porque lo
emitimos como un exabrupto. Podemos atribuirlo a timidez,
padecimiento que al hablante le impone una prisa inexplicada.
Pero ¿tanta gente es tímida? A lo rápido sumamos la
pronunciación, errores de articulación, como volando a ras sobre
vocales y consonantes, para terminar rápido, no sea que perdamos
un imaginario turno. Así el oyente pocas veces pesca algo y
desperdiciamos lo que decimos.
La gestualidad, en la cual depositamos gran parte de nuestra
comunicación, no resulta precisamente una aliada sino una
adversaria (y nosotros, que la queremos tanto). Implica la cara
y las manos —en algunos hablantes, los brazos, los hombros y la
cintura—; parecería que la gestualidad sustituye a las palabras
cuando le concedemos valor de amplificadora de contenidos. Como
cada hablante tiene su gestualidad propia, sin una «ortografía»
que la rija, no resulta rotundamente explícita. Los gestos
sustituyen a vocablos y frases, se apoderan de su significación
y nos dejan en una comunicación un tanto traicionada. Allí el
riesgo depende de cómo lo decimos.
En el entorno, pues el diálogo requiere de contextos, se nos
complica el asunto de la comunicación, que veo precaria. Junto a
la gestualidad excesiva está el tono. El hablar se nos ha vuelto
expansivo por los decibeles que desplegamos. La voz altisonante
es un grito —disimulado o explícito—, una imposición. Si el otro
se acoge al mismo recurso, el diálogo se nos vuelve una disputa.
Cuando se disputa, no se dialoga, ninguno de los «contendientes»
persuade al otro de sus argumentos. Se trata de golpe y
contragolpe: esquivar el empuje del contrario hasta hallarle un
flanco débil, e irle arriba. A la voz que se empeña en
predominar se suma el gesto, cada vez más marcado, encimado. ¿No
han oído una palabra que entró en boga, acaballar? No
hablamos, nos acaballamos. Ni coincidimos ni nos
persuadimos. Lo que creemos diálogo quedó sobre ese ring
imaginario donde transcurre la llamada comunicación.
Desaprovechamos cuanto queremos decir por la manera en que
lo decimos.
Supe una forma «popular» de narrar una bronca: «Oye, el tipo
llegó, le dijo lo que le dijo, le bajó lo que le bajó, le puso
lo que le puso y lo dejó como lo dejó». Es como para responderle:
«A mí lo que más me gusta es cómo te explicas».
¿Ya estamos resignados al arrebato de «la palabra», es decir, la
versión acaballante para terciar en una conversación,
algo que padecemos incluso en salones que suponemos educados?
Cuando lo hace una doctora, por ejemplo, nos viene el deseo de
acudir al lenguaje popular: «No seas tan imperfecta,
chica». ¿Quién afirma que dos hablando de esa manera, se
entienden o reflexionan? ¿Y si es un grupo? Más que una
conversación sería una sesión de rap. ¿Y si debemos aprender un
prontuario de sobreentendidos para entrarle al asunto de que se
trata? ¿Y cuando nos cuentan algo y en el momento más
interesante cortan con el final: que pa’qué?
Esperemos que con el tiempo —¡no solo con el tiempo!— podamos
comunicarnos. Estaríamos cuidando lo que decimos, cómo lo
decimos y la manera en que lo decimos.
*Narrador y ensayista. Miembro de la Academia Cubana de
la Lengua.
http://www.juventudrebelde.cu/suplementos/el-tintero/2013-05-04/la-manera-delirante-en-que-hablamos/
|
|