Memoirs of development: a proper
name in History |
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Memorias del desarrollo : un nombre propio en la Historia Dean Luis Reyes Dean Luis Reyes (Trinidad, 1972), crítico, comunicador audiovisual y profesor de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Tiene publicados los títulos Contra el documento (Editorial Cauce, 2004) y La mirada bajo asedio. El documental reflexivo cubano (Editorial Oriente, 2010), y en proceso de edición «Werner Herzog: la búsqueda de la verdad extática», con la editorial Nobuko, de Argentina. Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) introduce un carácter dramático al cine cubano que persiste a pesar del tiempo: el personaje esquizoide. El Sergio que observa extrañado el mundo cambiante a su alrededor, es el mismo que advierte cómo se diluye su pertenencia a la clase social vencida. Al quedarse solo en La Habana en revolución de inicios de la década de 1960, no lo hace para lumpenizarse o para combatir por sus privilegios perdidos. Se queda para desaparecer. Puede disfrutar ese delicioso extrañamiento que le posibilita no pertenecer, sin dejarse arrastrar por la pasión bendita de la revuelta, ni por el frenesí sectario de la revolución. Apenas es un fósil clavado tras el catalejo que permite ver desde encima y desde lejos. Puede entregarse al voyeurismo que lo disocia, a través de la mirada, del llamado de la hora a participar y comprometerse. Puede incluso verse a sí mismo refractado: «¿He cambiado yo, o ha cambiado la ciudad?» Gilles Deleuze, para quien había mucho en común entre el capitalismo como estructura social y la esquizofrenia como proceso, más que como patología, gustaba de explorar en su pensamiento filosófico, la idea del nombre propio. Desde su perspectiva, no es posible decir algo en nombre propio, porque «no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren».(1) Alea mismo buscaba su auténtico nombre propio en Memorias…, sobre todo en el ritornelo de la secuencia inicial de la película, que vuelve más adelante, solo que desde la perspectiva de Sergio. En esta segunda ocasión, el personaje aparece disuelto en el baile frenético de La Tropical, mientras que al inicio del filme, Alea nos interroga como espectadores: ¿es la Revolución la conjura definitiva del fantasma de la irracionalidad?; ¿están en ella, auténticas, las multiplicidades que nos darán al fin nombre propio más allá del yo? ¿Acaso esa demanda perenne de estar situado, de asumir el destino común que fundamenta tanto el llamado a repeler la agresión militar que amenaza a la Revolución, como la desaparición del individuo en la masa, que lo justifica ante los mercenarios capturados en Playa Girón, no traiciona la deseada multiplicidad? Sergio asume su definitiva postura esquizoide, su disociación de la realidad. No aprueba el cántico triunfalista y feliz de quienes necesitan que otros piensen por ellos ni el victimismo hipócrita de su clase. Quiere algo auténtico, algo que dure, que no esté marcado por un llamado contextual. Su angustia es la del individuo que busca ser más que una persona o un sujeto. Desea abrirse a las intensidades que lo atraviesan e hicieron sentir una pasión limpia por su amor adolescente. Por eso reconoce su papel definitivo en la Historia: el de observador que testifica. «¿Y tú qué haces aquí abajo, Sergio? Tú no tienes nada que ver con esa gente. Estás solo. En el subdesarrollo nada tiene continuidad, todo se olvida, la gente no es consecuente. Pero tú recuerdas muchas cosas, recuerdas demasiado. (…) Ahora empieza, Sergio, tu destrucción final.» La destrucción final de Sergio es precisamente el tema de Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010). La película recupera la tensión esquizoide y la hace evidente en la propia estructura del relato. Memorias… está construida como un texto modular cuya organicidad debe buscarse en la radicalización, mediante el montaje de capas digital, del método del collage, cuyo uso debe verse en dos direcciones: una, la del relato, comprende la fragmentación permanente de la experiencia fáctica de su protagonista, un nuevo Sergio inspirado en el de Memorias del subdesarrollo, quien observa la realidad de manera aleatoria y relacional, y construye, a través de fragmentos sueltos de experiencia, un ecosistema afectivo donde cada evento es modificado, alterado, intervenido por su escala de valores y visión del mundo. El resultado de esa manera de mirar es una colección abierta, no una exégesis que tiende a evaluar críticamente los acontecimientos para hacer una versión de su contenido. La segunda dirección, la del discurso, está estrechamente empotrada en la dimensión diegética, pero forma parte del ejercicio de creación de un tipo de experiencia único del audiovisual. Por ello, Coyula enhebra su pieza con materiales disímiles (imágenes de la fotografía de prensa o el arte clásico y moderno; registros documentales; videojuegos; textos; animaciones; improvisaciones sobre escenarios reales; puestas en escena puras y duras), para construir un escenario de sensaciones que reelabora las trazas del mundo material como fragmentos de experiencia, a través de los cuales difícilmente pueda obtenerse una versión acabada de lo real. La estética de la película de Coyula obedece, en absoluto, a la obturación lingüística que se opera en los relatos visuales a partir de la imagen electrónica. Mediante el uso intenso de programas de análisis y manipulación de imágenes, Coyula propone un montaje interno de inclinación neobarroca. Las ventanas dentro de ventanas, que suelen ser los planos de Memorias…, contribuyen a poner en crisis la cuadrícula como principio rector de la composición plástica, para exacerbar la movilidad e inestabilidad del encuadre que ha desarrollado el cine a través de su historia. Coyula intensifica la sensación de estar ante cuadros-dentro-de-cuadros utilizando el principio de cortar y pegar, propio del collage gráfico tradicional, intensificado por el ordenador. Ese trabajo de sampleo, a través del cual se nos introduce en la visión del mundo descentrada y autista de su personaje, le permiten, además, trabajar con dos de las características centrales de la imagen electrónica, según Lev Manovich: su creciente densidad y maleabilidad. El trabajo de reescritura de la imagen o de su invención-intervención, a partir de técnicas de animación que posibilitan a Coyula intervenir en la composición del cuadro, desde las usuales manipulaciones de luces y color hasta el cambio del registro, en un trabajo de flagrante falseamiento, radicaliza una marca de su cine anterior: la conciencia de trabajar no con la realidad material, sino con sus registros. Según Manovich, en los medios electrónicos «el tema no es la realidad misma sino la representación de esta a través de los medios». Este nuevo Sergio ha visto mucho. Ha emigrado a Estados Unidos después de intentar lidiar con el frenesí de sus días cubanos. Ha vuelto a ensayar el amor con mujeres, siempre sin éxito. Va rompiendo lazos con la realidad del ciudadano común (no posee trabajo, familia o credo) y, ahora desde el mismo centro del desarrollo (New York), descubre que tampoco aquí la gente es consecuente. El latido esquizoide se redobla: no pertenece al mundo que ha dejado, y la cultura receptora lo observa como un bicho exótico. Posee una única certeza: está lleno de recuerdos. Así que decide volver a desaparecer. Un segmento del proemio de Memorias… ilustra esta extrañeza: la foto de una tía cariñosa remonta a Sergio a su infancia en Cuba, a fines de la década de 1950. Fragmentos de recuerdos reconstruidos a través de la subjetiva permanente del niño, nos dejan ver la relación tierna entre ambos, invadida por los sucesos terminales del país en guerra. Coyula reconstruye los hechos históricos con material proveniente, fundamentalmente, de las páginas gráficas de la revista Bohemia. El collage de fotografías de prensa, anuncios comerciales y sonidos de toda clase, refieren la evolución de los acontecimientos. La guerra en la memoria del niño es un espectáculo lejano, con armas de juguete que disparan sobre fotografías del descarrilamiento del tren blindado durante la toma de Santa Clara, o participan en combates fotoanimados. Las imágenes cobran vida y construyen una galería de momentos icónicos de la historia de Cuba, revisitadas sin veneración alguna: de la Historia quedan sus imágenes, su signo gráfico, ante el cual, difícilmente, se experimenten emociones inclinadas al fervor. Pero más destacado aún es que Memorias… visualice el proceso mismo de construcción de la memoria. El episodio que antes refiero, tiene el color inequívoco de lo evocado. Para subrayarlo, lo abriga una coloración sepia, que se acrecienta hacia el final, cuando la tía agoniza en su lecho de muerte. El niño Sergio la observa, y su mirada se pierde en el líquido dorado que colma el orinal junto a la cama. Sobre ese líquido, que tiene el color turbio y el espesor del pasado, se refleja, por primera y única vez, su rostro: el de una foto. La Historia funciona como una base de datos sobre la cual se despliega una reflexividad de segundo grado, por cuanto lo recreado no es la realidad sino la realidad fotográfica. Cómo conectar entre sí los hechos allí almacenados, toca a las operaciones del imaginario, que funciona de la misma forma que los nuevos lenguajes de la conectividad digital, a través de interfases, cuyo trabajo, en la generación del intervalo, las convierte en el significado mismo. Por ello, la tendencia hacia la construcción sincrónica en Memorias… es débil, los referentes no se expresan como estados puros, las fronteras son inestables entre el efecto fotográfico y la intervención. En cambio, se potencian las hibridaciones de toda laya, la transformación e intersección perennes, de la misma manera en que la memoria se diseña a través de vínculos rizomáticos. Esta ruptura de la noción naturalista ―noción fomentada por el reflejo parásito obtenido a partir del cine de soporte fílmico, del registro mecánico, que promueve la transparencia y la fidelidad al referente― supone, en Memorias del desarrollo, la defunción del rictus memorial del cine cubano. En vez del arte del índex, de la marca y la huella, que ha fundado los discursos maestros del cine cubano de la Revolución socialista, se favorecen las estrategias de análisis. La realidad no pertenece a un esquema fijo: es elástica, flexible, y sus representaciones no le arrancan esencia alguna (como quiere la fe del racionalismo mecanicista), sino, en todo caso, una interpretación. Esta nueva estética introduce el estudio de la mirada más que el reflejo del mundo. La generación de cineastas cubanos a la que Miguel Coyula pertenece, busca interpretaciones propias para el contenido de lo histórico que hereda. La postura esquizoide es el resultado natural del desencanto con que se aproximan a las utopías sociales, los proyectos nacionales y los metarrelatos que le acompañan. Sergio es el desdoblamiento trágico de esa tensión, al tiempo que punto de encuentro y homenaje a esos momentos donde el cine cubano fue más allá de la apología o el sectarismo militante, para intentar extraer del caos esa «visión que lo ilumine un instante, una Sensación».(2) Este nuevo Sergio hará un último intento por regresar a la autenticidad en un mundo donde ya nada es auténtico, donde el riesgo del ser desencantado reposa, incluso, en reconocer que es el resultado de una idea urdida en tiempos de entusiasmo excesivo. De ahí que la huella de esa exaltación reaparezca al final, en la forma de un simulacro de colonia marciana. Otra vez la utopía, el ansia por lo que nos rebasa, el llamado de las intensidades que nos darían, al fin, el nombre propio. La realidad se comporta ahora con cinismo: después de huir de todas las estaciones del mesianismo, Sergio encuentra, en medio de un desierto perdido en un paraje sidéreo, a un individuo que le habla del Futuro Luminoso, ataviado con una escafandra de astronauta: el símbolo titánico de una generación acunada con las promesas del Mañana. El sujeto esquizoide reaparece, y se hace evidente que bajo su piel corre la sangre del revolucionario. A Sergio apenas le queda reconocer: «Tal vez creo todavía en la justicia. Pero se trata de un horizonte inaccesible». (1)Gilles Deleuze, Conversaciones, trad. de José Luis Pardo, Pre-textos, Valencia, 1995, pp. 221-222. ( 2)G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es la Filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, p. 203. http://www.cubacine.cult.cu/revistacinecubano/digital21/articulo35.htm |