|
|
Cuba
1959-2011
Logros y
reveses sociales
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=137672
Aurelio Alonso
Punto Final
La
revolución que llegó al poder en enero de 1959 significaría una
transformación de la sociedad cubana en una magnitud que hubiera sido
prácticamente imposible prefigurar en el contorno de un programa
político, por profundas que fueran las reformas que éste se planteara,
como lo fueron en el programa del Moncada (Fidel Castro, La historia
me absolverá , 1953). Magnitud inimaginable incluso para el líder
mismo que la ha conducido desde sus inicios y que ha dejado su impronta
inconfundible para el curso futuro, quien lo signó en una elocuente
expresión: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”.
El
programa político nunca puede rebasar el enunciado de las propuestas. La
historia real implica mucho más: implica las trabas externas, las
limitaciones internas, las frustraciones, los aciertos, los errores, las
opciones alternativas, los actos de heroísmo, la resistencia, engarzados
todos en una suerte de espiral que cambia a los seres humanos que la
vivimos, de generación en generación, de coyuntura en coyuntura. A
través de ella se teje progresivamente todo el complejo de las
relaciones sociales, su dimensión estructural, su institucionalidad, los
patrones morales, las militancias, la religiosidad, el imaginario
popular, la creatividad, y todas las redes que implican lo que de la
manera más genérica caracterizamos como lo social. De ningún modo
siguiendo una lógica lineal, sino en un devenir cargado de
contradicciones.
Lo
contradictorio está en el centro mismo, como lo vislumbraron los que le
dieron al socialismo una sustentación científica, que retornaron sin
cesar a esta figuración dialéctica hegeliana de la contradicción.
Siempre lo estuvo y siempre lo estará, de un modo o de otro, y no como
un principio doctrinal sino como realidad desde entonces descubierta y
muchas veces verificada. El medio siglo del proceso cubano que nos toca
esbozar, cargado de logros y descalabros, de éxitos y fracasos, de
regocijos y de pesares, de fundación de valores nuevos y de lastres del
mundo frente al cual nos rebelamos, así lo demuestra.
En
Cuba la referencia marxista fue incorporada después que el pueblo
descubriera que sus reclamos habían llegado al poder; que la nación, que
el régimen republicano nacido a la sombra de la intervención pionera del
imperio americano no había podido darle, no sólo era una posibilidad
sino que el pueblo mismo había comenzado a hacerla real.
Los líderes acudieron a las masas desde el principio para que sus
iniciativas no quedaran en la esfera de las decisiones elitistas. Aunque
la simplicidad de la estructura de gobierno se valiera del decreto, el
cambio social no se decidía sin acudir al consenso popular más amplio.
La sociedad cubana tuvo rápidamente pruebas inconfundibles del alcance
social del proyecto puesto en marcha. La reforma agraria, que expropiaba
el latifundio, se firmó a cuatro meses de la victoria, y pocos meses
después se hacía efectivo el reparto de las tierras. Una movilización
masiva de campesinos a La Habana en la primera celebración del
aniversario del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1959,
barrería con las esperanzas de la oligarquía terrateniente de oponer
resistencia a la decisión de repartir la tierra entre el campesinado
explotado, dedicado a trabajarla.
Desde aquel momento el recurso a la movilización de las masas en torno a
los dirigentes se convirtió en el más persistente para la manifestación
del consenso. De esta manera, un nuevo tipo de relaciones sociales
comenzó a imponerse, y a cobrar una incidencia en la transformación de
la estructura de clases de la sociedad cubana. Además de la reforma
agraria, fueron adoptadas otras iniciativas orientadas a avanzar en los
propósitos de justicia social y equidad, eliminación de la pobreza,
reducción de desigualdades, alivio de las presiones del hábitat, por la
vía de la rebaja de la renta, primero, y por la supresión de la usura y
el mercado inmobiliario, después.
Entre 1959 y 1963 tendrían lugar la nacionalización de la banca, de la
industria y del comercio, un cambio de nominación de la moneda con tope
de atesoramiento, y una segunda ley agraria, que reducía aún más la
extensión de la propiedad de la tierra. Al reformarse la estructura
económica se reformaba el conjunto de las relaciones sociales. Con la
socialización de la casi totalidad de la economía por la vía de la
propiedad estatal, cambiaba del todo la fisonomía de la sociedad. Y con
ella el tipo de relaciones con los órganos de poder político, que ya no
responderían a intereses oligárquicos de carácter privado. La
transformación estructural de la sociedad cubana se produjo muy
rápidamente.
El
partido
y el
Estado
Aquella gigantesca cabeza gubernamental que suponía la creación de
Ministerios concebidos para administrar la totalidad del espectro
económico se dirigía desde una estructura exclusiva y simple: el Consejo
de Ministros. Sin embargo se avanzó, no sin dificultades, hacia la
unificación política en un partido, que no había dirigido la lucha
revolucionaria sino que se integraba a partir de la victoria, desde los
movimientos y organizaciones que lo habían hecho. Y cuya misión, en su
relación con el Estado, no quedaría muy definida hasta diez años después.
Surgía, a la vez, una nueva institucionalidad, la cual se arraigó con la
fuerza del consenso, en la sociedad civil cubana: novedosas
organizaciones de masas, como los Comités de Defensa de la Revolución,
la Federación de Mujeres Cubanas, la Asociación Nacional de Agricultores
Pequeños, las cuales no desplazaron a otras cuya legitimidad se
revitalizó en el cambio social, pero que le darían un sentido nuevo a la
participación popular.
El
poder revolucionario afrontó la meta de eliminar el analfabetismo adulto
de la población en el marco reducido del año 1961, en el cual Cuba fue
invadida por un ejército mercenario armado y entrenado desde Estados
Unidos, y enfrentaba alzamientos contrarrevolucionarios que se
prolongaron por varios años. Desde 1962 era asumido un sistema único de
educación, público, laico y gratuito. El mismo carácter público y
gratuito se acordaba para el sistema de salud en 1965. No se planteó
esperar a que el sistema que recién se creaba, bajo el acoso económico,
diplomático y hasta militar de Estados Unidos, hiciera costeables las
profundas reformas sociales, sino que se adoptaron y se tradujeron en un
consenso sostenido, que atravesó prácticamente sin tregua las escaseces
alimentarias, de vestuario y otras necesidades, que desde los mismos
años 60 comenzaron a vivirse.
Para los niveles de comparación hegemónica norteamericana esta capacidad
de resistencia desde una sociedad constituida en Estado, insignificante
en términos geopolíticos, frente a las reglas de dominación y
subsistencia impuestas, fue la primera de las tres sorpresas que el caso
cubano daría a Washington. Los cubanos descubrieron que la soberanía
tenía una naturaleza tangible, más allá de la Constitución, las
instituciones del Estado y los símbolos de la Patria, y que había que
defenderla en la práctica cada vez que alguien la pusiera en peligro.
Varios factores iban a erosionar, desde entonces, el escenario de la
nueva relación social. El efecto migratorio, marcado al principio del
periodo que nos ocupa por el desplazamiento de poder impuesto por la
revolución, hacia finales de la década comenzó ya a desplazarse hacia
motivaciones vinculadas a las condiciones y el estilo de vida que una
austeridad extendida imponía, a despecho de los beneficios en respuesta
a las urgencias de equidad y justicia social, y del rescate de la
soberanía nacional. Washington no perdió tiempo en manipular la presión
migratoria cubana para alimentar la imagen de una sociedad dividida.
Desde entonces la opción de migrar se presentará como una mezcla de
atracción (para quienes se desalienten) y de amenaza (para la
estabilidad de la sociedad que se construye en la isla). Así, se armó
una política preferencial que premia con privilegios a los cubanos que
arriban por la vía ilegal, opuesta a la política aplicada para el resto
de los migrantes latinoamericanos.
De
modo que se hace imposible esbozar un cuadro completo de la sociedad
cubana sin tomar en cuenta la existencia de un enclave migratorio,
principalmente en Estados Unidos, que en poco tiempo comienza a incidir
económicamente, y también como imagen de diferencia de bienestar, a
través del dispositivo de las remesas familiares (que guarda semejanza
con la caracterización genérica de la explosión migratoria actual, pero
que en el caso cubano es manipulada). No obstante, la comunidad emigrada
es un fenómeno que no presenta hoy uniformidad opositora, aunque
predominan las franjas que expresan el conflicto con el proceso cubano;
no contamos con el espacio para detenernos aquí en sus dinámicas pero
tampoco podemos pasar por alto que constituye un componente problemático
en el análisis de la sociedad cubana de hoy. Es conocido que las
explosiones migratorias vividas no se detuvieron después de la primera
década, y quedaron marcadas con fuerza en la salida masiva por el puerto
de Mariel en 1980, y de nuevo con la llamada “crisis de los balseros” en
1994. Y que en la actualidad el sistema cubano está lejos de haber
podido consolidar un cuadro de incentivos que contrapese las
motivaciones migratorias.
Tampoco es posible pasar por alto que en los 60 se produce un
crecimiento demográfico que lleva a la población de Cuba, de algo más de
seis millones de habitantes en 1959, a diez millones aproximadamente, en
1970. El crecimiento en los cuarenta años siguientes ha sido, sin
embargo, de sólo un millón más. De modo que si en los 70 y los 80
podíamos hablar de una sociedad mayoritariamente joven, el
envejecimiento poblacional se acentuó entre la década final del pasado
siglo y la primera del presente, gracias a la combinación de una caída
sostenida de la tasa de natalidad y el aumento de la esperanza de vida.
La
entrada en la segunda década del experimento socialista cubano puso a la
sociedad de cara a la evidencia del fracaso macroeconómico. Aun si la
errática decisión de barrer con la pequeña iniciativa privada (la
“ofensiva revolucionaria” de 1968) podía tratar de hallar
justificaciones en el imaginario revolucionario de la época, el fracaso
de la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar (1970) era un
signo inconfundible de que las estrategias seguidas en la década
anterior no podrían sostenerse, al menos bajo el bloqueo. No es la
intención de este capítulo estudiar la economía, pero sería superficial
desconocer el peso de lo económico en el conjunto del fenómeno social.
Primera
frustración
El
proyecto socialista cubano había vivido su primera gran frustración: no
iba a poder articularse en el sistema-mundo con la independencia que
aspiraba a preservar. ¿Causas exógenas? Hay que reconocer que en medida
apreciable, pues el asedio para evitar la supervivencia no dio respiro.
Pero faltaron otras muchas cosas: referencias modélicas alternativas,
capital profesional (ese que ahora tenemos en abundancia), imaginación,
tal vez. No podría decir cuántas. Sobraron seguramente otras, como la
confusión en torno al alcance del ejercicio de la voluntad, por bien
intencionada y justa que fuera. La justeza de la decisión política,
avalada por el consenso, no siempre puede imponerse a la exigencia y los
límites de los mecanismos: a los del mercado, por ejemplo.
Lo
que hay que precisar aquí es que con la decisión de incorporarse al
Consejo de Ayuda Mutua Económica (Came) -el llamado “bloque del Este”, o
el “sistema soviético” (para emplear términos que aluden a diversas
aristas de la recontextualización social)- el cubano se ve confrontado
con un esquema de valores parcialmente modificado. Su socialismo sigue
significando el dominio estatal de la economía, los socios allende los
mares son los que desde la década precedente tendieron la mano, y los
portaestandartes del proyecto socialista nacido de la revolución
bolchevique, en tanto sus enemigos externos, no moderan su hostilidad;
la soberanía lograda no se ve amenazada por la nueva forma de
dependencia, aun si ésta va a implicar costos, a veces lacerantes y
lamentables en más de un sentido, de uniformación del pensamiento. Algo
de discriminatorio, y a veces de represivo, se impuso en el plano
ideológico en el proyecto cubano.
Mucha tela habría que cortar para detallar lo que se perdía y lo que se
ganaba, pero lo que nos interesa ahora es ver cómo ganancias y pérdidas
se traducen en influencias en las relaciones sociales que la aventura
revolucionaria de los 60 había generado. En realidad, la economía
socialista cubana logró un espacio de inserción y un proyecto de
desarrollo que reportó mejoras en las condiciones de vida, y a la vez,
crecimiento en la escala macro. Seguramente con costos muy elevados, que
no creo que hayan sido contabilizados totalmente. El Partido Comunista
de Cuba inició la secuencia de congresos en el estilo propio de los
partidos nacidos de la tradición marxista, y la administración del
Estado se institucionalizó con los órganos de Poder Popular. El
socialismo cubano se dio al fin una Constitución, votada en referéndum
en 1976, después de haber subsistido sin Constitución propia durante
diecisiete años.
La
sociedad cubana vivió con más holgura que en la década anterior, los
índices de alimentación se elevaron, el desempleo se hizo insignificante,
avanzó un mercado minorista de bienes de consumo, las promociones de
profesionales de la salud generaron la metáfora de la “potencia médica”
para aludir a las potencialidades de garantía asistencial y científica
que se abrían y al abanico de solidaridad civil hacia países agobiados
por catástrofes naturales o simplemente urgidos de asistencia,
atenazados por una política de salud deficitaria. La proporción de
médicos y enfermeras lograda dio lugar a que se creara, hacia mediados
de los 80, el (la) “medico de la familia”, como un nuevo escalón
asistencial, más directamente vinculado a la comunidad.
Me
abstengo aquí, lo reitero, de formular otras valoraciones sobre el
sistema y la inserción económica que propició esta mejoría en la
satisfacción de las necesidades básicas de la sociedad cubana, porque
desbordaría el propósito del presente capítulo. De ningún modo porque
crea que se desenvolvía en un contexto ideal. Lo que sí quiero destacar
es que el consumo per cápita diario de kilocalorías y de
proteínas se elevó por encima de la norma de satisfacción fijada por la
Organización Mundial de la Salud, en una sociedad que llegó a alcanzar,
además, un nivel muy apreciable de equidad. Hacia la segunda mitad de
los 80 el veinte por ciento de la población con ingresos más altos
ganaba cuatro veces lo que el veinte por ciento de la población con
ingresos más bajos, y más de las tres cuartas partes de los ingresos
procedían de salarios del sector estatal, que era prácticamente
omnipresente en la economía del país (Andrew Zimballist y Claes
Brundenius, Cuadernos de Nuestra América No. 13, 1989).
La
articulación al programa complejo del Came, al amparo de la cláusula de
“país más favorecido”, junto a Vietnam y Mongolia, propició una holgura
de recursos que funcionó para crear un patrón de desarrollo y cambiar
las condiciones de vida de la sociedad, hasta el momento del colapso.
La
sociedad cubana había regularizado sus relaciones y su estilo de vida en
aquel contexto. Afortunadamente no faltaron circunstancias que
impidieran que este Estado de bienestar, moderado, bastante equilibrado,
bien merecido, se convirtiera del todo en el congestionamiento de un
modelo por la rutina. El año 1975 marcó el comienzo de la operación de
solidaridad más significativa y costosa en esfuerzo y vidas
protagonizada desde la sociedad cubana. En cerca de doce años pasaron
por Angola alrededor de trescientos cincuenta mil cubanos, la mayoría
como combatientes, todos voluntarios. Tocó a la generación que estaba en
la infancia al triunfo de la revolución, la oportunidad de intervenir en
una gesta que barrió con la dominación del régimen de apartheid ,
además de dejar asegurada la independencia de Angola y Namibia. Aquella
resultó ser la misión más generosa y significativa en que se involucró
el pueblo cubano entre los 70 y los 80: la de contribuir decisivamente a
impedir que se perpetuara la dominación del racismo en el continente
africano. Quiero pensar que para la experiencia de aquella generación la
oportunidad del heroísmo en una causa justa sirvió también como antídoto
frente a un modelo que amenazaba con generar burocracia y rutina.
La
victoria de la revolución sandinista en Nicaragua también contribuyó, en
otra escala, a mantener este aliento para los cubanos que necesitábamos
confirmar que nuestra resistencia, en tan onerosas condiciones, no sólo
era válida para la subsistencia propia sino que respondía, sobre todo, a
un ideal altruista que no había por qué dejar que se apagara.
Otra
sorpresa
Se
me antoja que esta debe haber sido la segunda sorpresa que Washington
recibió del “caso cubano”. Cuando suponía vencida la estrategia de
solidaridad combativa de los revolucionarios de su traspatio, después de
haber controlado las mareas revolucionarias en América del Sur e
inaugurado una era de dictaduras militares con el golpe de Estado en
Chile (1973), Cuba reaparecía en el Africa Subsahariana con toda la
legitimidad que se le otorgaba de hecho a quien responde a la solicitud
de gobiernos establecidos (Angola, Mozambique, Etiopía). Y en esta
ocasión no quedaba más remedio que reconocer el éxito de su
participación en la misión emancipatoria y compartir con los cubanos la
mesa de negociación con la cual el régimen de apartheid tocaba a
su fin.
Desintegración de la URSS
La
entrada en los 90 trajo consigo la tragedia de la desintegración del
sistema socialista soviético. Y con ella la desconexión internacional y
la caída económica del subsistema cubano (si se puede llamar así) que,
sin ponerlas todas, había jugado las cartas de su futuro a su
integración en aquel complejo cuyo desplome había vaticinado Ernesto
Guevara desde los 60 (Ernesto Che Guevara, El socialismo y el hombre
en Cuba , 1966). Quizás no tenía otra opción, pero además, por
oposición a las sospechas del Che, prevalecía hasta los 80 en Cuba una
lectura más optimista acerca del sistema soviético (Carlos Rafael
Rodríguez, Cuba Socialista No. 33, 1988), confiada en que los
errores de la economía eran corregibles, sin percatarse de que el
fracaso en propiciar la transición política hacia el poder del pueblo se
iba a interponer en el camino de la corrección.
La
dramática perspectiva que abrió para Cuba la década final del siglo XX,
avizorada por Fidel Castro casi un año antes de que se desencadenara, y
bautizada premonitoriamente como “período especial”, contiene una cadena
de situaciones sucesivas en la cual la sociedad padecerá los efectos
superpuestos del derrumbe y de las medidas para hacerle frente, y
reconozco que me encuentro entre los que considera que los signos
intermitentes de reanimación económica de comienzos del nuevo siglo no
indican todavía superación. Es decir, que de las cinco décadas de
proyecto revolucionario transcurridas, las dos últimas han sido vividas
en crisis por la sociedad cubana. Trataré a continuación de sintetizar
este escenario, que llega al presente.
Cuando hablamos del impacto del derrumbe socialista en el proceso cubano
nos referimos muy puntualmente a una caída del 36% del PIB entre 1990 y
1993. La capacidad importadora de la economía nacional cayó en un 75%, y
el 65% de la disponibilidad monetaria hubo que dedicarla a la
importación de petróleo y de alimentos. La compra de alimentos en 1992
se redujo a la mitad de la de 1989 ( Cuba en cifras, 1998 ,
Oficina Nacional de Estadísticas). Sin tocar otras vertientes de la
desconexión, centro la atención en los efectos en las condiciones de
vida: el consumo de kilocalorías disminuyó de cerca de tres mil a mil
novecientas y el de proteínas de ochenta a cincuenta gramos (
Investigación sobre desarrollo humano y equidad en Cuba 1999 ,
CIEM-PNUD). Esta contracción llegó a traducirse, en las regiones más
deprimidas del país, en una situación de desnutrición que estuvo incluso
en la base de trastornos de salud.
Además, se hicieron frecuentes los cortes de electricidad prolongados,
el transporte público y otros servicios se redujeron a la mínima
expresión, la construcción de viviendas sufrió una interrupción casi
total, y el contingente habitacional urgido de reparación, y el
hacinamiento, crecieron; la infraestructura hospitalaria encaró un
deterioro del que no se ha podido recuperar veinte años después. Por
citar solo los indicadores de deterioro en las condiciones de vida que
considero más significativos.
Pero sería incompleta la caracterización de los efectos sociales si
pasamos por alto que esta crisis comportó también para la sociedad
cubana una dimensión espiritual: una crisis de paradigma, de
certidumbres, de poder prever o no poder prever el futuro (ni en el
plano existencial ni en el político), de no saber con certeza si
continuaríamos viviendo en una sociedad capaz de plantearse metas y de
orientarse hacia ellas, de cumplirlas o de incumplirlas, y de rectificar
rumbos (Aurelio Alonso, La sociedad cubana en los años noventa y los
retos del comienzo de un nuevo siglo , 2002).
Con vistas a sortear la crisis se adoptaron reformas que introdujeron
elementos de mercado en los 90, coyunturales unas y otras que tocaban
estructuras. Mostraron no ser parte de un plan articulado, se asumieron
con reticencias, o con la clara aspiración de revertirlas, aunque
sirvieron para contener la caída hacia mediados de la década. Pero no
era posible hablar, en rigor, de recuperación económica, aun cuando se
inició el cambio en el escenario regional latinoamericano que
propiciaría para Cuba una nueva perspectiva de integración. El cambio
regional, en el cual tampoco nos toca detenernos, reporta un panorama de
esperanzas para la sociedad cubana, por el cual ha estado esperando
desde los años 60.
Ruptura
de la equidad
Las reformas de los 90 provocaron, sin embargo, una ruptura del patrón
de equidad que se había mantenido hasta los 80, que minimizaba las
diferencias de ingresos familiares. Con la explosión del ingreso
extrasalarial y la entrada de remesas se estima que esa proporción llegó
a finales de los 90 a ser superior a quince veces los ingresos más altos
sobre los más bajos (Mayra Espina Prieto, Efectos sociales del
reajuste económico: igualdad, desigualdad, procesos de complejización de
la sociedad cubana , 2003).
El
cuadro presente coloca a la sociedad en un ordenamiento artificial que
cobra forma en la doble circulación monetaria, el abastecimiento
desigual, el desequilibrio de la pirámide salarial, el subsidio
inoperante del empleo estatal, la extensión de una economía informal
fuera de control, y un rosario de irregularidades más. Estas
distorsiones que vemos hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen
los efectos caotizadores combinados de la desconexión y derrumbe de la
economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener
la caída. Sin pasar por alto los viejos efectos combinados de las
limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas por desaciertos
administrativos: los viejos efectos dan un escenario a los nuevos, y se
mantienen los unos y los otros determinando contornos.
Se
hace evidente que algunas de las iniciativas que van a ser tomadas ahora,
aportarán la corrección deseable. Aunque se hace imposible afirmar a
priori cuáles van a ser acertadas y cuáles habrá que revisar de
nuevo, como tampoco se puede asegurar aún si conseguirán articularse en
un proyecto integral, y cómo.
Otra vez en Cuba nos vemos obligados a repensar nuestra transición
socialista, y el reto inmediato y más definitorio del socialismo cubano
se localiza otra vez en la economía. El dilema se define ahora entre la
transición de un socialismo fracasado hacia un socialismo viable, o la
transición hacia un capitalismo que amablemente se nos aconseja
realizable con “rostro humano”. Se sabe que en la agenda cubana ha
prevalecido y prevalece la primera opción, pero que no se piense que no
hubo en esta sociedad motivación hacia el “rostro humano”, ni que se
trata de una idea pasada de moda del todo en el país. Porque con el
socialismo viable sucede lo que con la democracia participativa: carece
de referente concreto; de modo que todos, o casi todos, lo queremos pero
no sabemos cómo será ni por dónde entrarle. Hasta ahora tenemos más
claridad en lo que le ha faltado al experimento socialista que en las
propuestas idóneas para rehacerlo. En cualquier caso, con “rostro humano”,
el futuro sólo se podrá hacer socialista, porque la lógica del capital
va a terminar siempre por tragarse cualquier empeño sostenido de
justicia social, de amparo frente a la pobreza, de fórmula social
equitativa.
Y
la sociedad cubana, a pesar de los sinsabores y la austeridad en que se
ha visto obligada a subsistir, no ha perdido los valores alimentados por
el horizonte de justicia y equidad. Esto es algo que se hace presente,
de manera paralela a las expresiones de deformación, en las sólidas
manifestaciones de solidaridad de nuestro pueblo, como la colaboración
médica en Haití. Podría hablarse de la colaboración médica cubana en el
mundo (en la que se inscribe la oferta, rechazada de manera
inescrupulosa, de enviar una brigada a Nueva Orleans para atender a las
victimas del huracán Katrina en 2007). O en Bolivia, Ecuador, Venezuela,
donde los sanitarios cubanos atienden con desvelo a la población más
deprimida y carente de recursos. Pero aludo ahora a Haití, urgida por un
año de desastres (terremoto, huracán, epidemia de cólera), donde la
cooperación solidaria cubana es decisiva. En descomunal desproporción
sobre cualquier otra, si tomamos en cuenta indicadores macroeconómicos
del país que ofrece la ayuda. Es una solidaridad indicativa de valores
que sólo una sociedad que se libera con este sentido de la libertad, que
no es el del liberalismo, puede alcanzar.
Cuba
mantiene los valores revolucionarios
No
puedo dejar de pensar, para terminar, que la tercera sorpresa que el
“caso cubano” ha significado para Washington es, precisamente, que
después del derrumbe del bloque del Este, del sistema en el cual el
experimento socialista cubano había encontrado su tabla de salvación
económica, de los tremendos efectos materiales y espirituales de la
caída cubana, del recrudecimiento del bloqueo estadunidense con la Ley
Torricelli (1992) y la Ley Helms-Burton (1996), y sus secuelas
orientadas a acelerar la esperada asfixia cubana, después de todo esto,
la asfixia no se da. Cuba, su sistema político (necesitado de
iniciativas que abran paso a una participación más efectiva), su
economía (más desordenada e ineficiente que nunca, verdaderamente urgida
de reformas), su sociedad (cargada de penurias, de desaliento e
incertidumbres), no ha perdido los valores que la distinguen ni
manifiesta disposición a abandonar la utopía socialista.
La
sociedad cubana no está dispuesta a perder lo que ha alcanzado,
comenzando por un sentido efectivo de la soberanía: en realidad quiere
más, porque no sólo aspira hoy a la que la resistencia a la hegemonía
imperiocéntrica ha puesto a su alcance, sino a la que la madurez
política le ha dado derecho a ejercer y que todavía siente limitada,
pero percibe con acierto que sólo dentro de una variante realizable de
socialismo va a poder alcanzar
(*) Sociólogo y ensayista cubano (La Habana, 1939). Miembro fundador de
la revista Pensamiento Crítico (1967-1971), y del comité de
redacción de la revista Alternatives Sud . Actualmente
subdirector de la revista Casa de las Américas. Libros:
Iglesia y política en Cuba (2000), El laberinto tras la caída del
Muro (2006), América Latina y el Caribe: territorios religiosos y
desafíos para el diálogo (2008), La guerra de la paz (2010).
Junto con Punto Final , este artículo se publica en portugués en
la revista Etudos Avançados , Nº 72, del Instituto de Etudos
Avançados de la Universidad de Sao Paulo, Brasil. (Los subtítulos son de
PF).
Publicado
en “Punto Final”, edición Nº 744, 14 de octubre, 2011
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.cl
www.pf-memoriahistorica.org
|
|
|