We Are Being Drawn Closer Together
By Manuel E. Yepe

A CubaNews translation by Mary Todd.
Edited by Walter Lippmann.


Even though you may not believe it, the struggle that Latin America has been waging for half a century for its second—definitive—independence, a struggle that grew stronger on the eve of the new millennium, may make a big contribution toward bringing the cultures and feelings of the peoples of South and North America closer together.

History has shown that a relationship of hegemony and submission doesn’t contribute to the development of solidarity and friendship among the peoples, especially if their levels of development and well-being are so far apart. Humiliating subordination diminishes the possibilities for cooperation and mutual assistance and constitutes an obstacle to integration on a just basis.

Examine the weight of the burden the United States places on its people in order to promote relations that guarantee its hemispheric control. Enormous profits come from the super-exploitation that stems from that asymmetrical link. You can see that a balanced relationship between the parties would go against the interests only of a small number of transnational corporations and would benefit all the rest of those principally involved.

The costs that U.S. taxpayers shoulder for the placement of military and intelligence personnel; for actions of espionage and subversion; and for destabilizing bribes to corrupt journalists, politicians, intellectuals, teachers and military men—not to mention the United States’ acts of intervention and military occupation—guarantee bigger dividends for the corporations. But they don’t improve the chances that the less competitive economies of small- and medium-sized producers have; nor do they result in social benefits or more recompense for U.S. workers.

Subordination increases the exploitation of human and natural resources with the use of more advanced technologies, but it narrows dependency in terms of markets. Production grows, but employment is reduced and emigration—which, paradoxically, is repressed in the “receiving” country—increases.

The equation is simple. If U.S. diplomacy would give up its systematic violation of the basic principles of international law (respect for the sovereign equality of nations and noninterference in the internal affairs of other countries) and take the road of reciprocal assistance and cooperation, the hemisphere would enter a hitherto-unknown era of harmony and integration.

Only the enormous monopolies engendered by capitalism in its highest level of development would lose anything. They, together with the military-industrial complex, would be eliminated if the people of the United States extended this peace policy to their nation’s global relations.

I don’t deny that this sounds like wishful thinking, but I am sure that, sooner rather than later, the U.S. people will have to break the chains of isolation with which they are bound. Living in a bellicose atmosphere of violence, fear, hatred, threats and reprisals is unworthy of a nation with so much talent in all spheres of knowledge and a democratic tradition from which it has been alienated.

A few days ago, I was talking with a group of the few U.S. citizens who have managed to obtain their government’s permission to visit Cuba. They seemed surprised by the cordiality with which they were universally greeted. They came to the conclusion that the basic reason was that, years ago, Cubans had lost all fear of their arrogant, opulent neighbor. Unlike the people in other countries, Cubans don’t feel exploited, repressed and owned.

Cubans blame the highest level of the imperialist system for the economic blockade, the ban on U.S. citizens’ travel to the island, the media’s campaigns of calumny, acts of terrorism and other hostile actions.  Cubans consider that the people of the U.S. —and, sometimes, even their elected officials—don’t want those things, which are not in their interests.

U.S. professors, students, artists, religious figures, workers and those in other professions—who have had to stoically put up with one of the longest and most intensive defamatory campaigns in the history of the world against a neighboring nation—generously extend simple expressions of friendship and solidarity to the vilified Cuban people, and Cubans cannot consider them enemies.

Therefore, Cuba is a unique case at the world level: a country in which no U.S. flags have been burned in the last 50 years. In Cuba, “Yankee, go home,” isn’t shouted and the worldwide watchword “Cuba, si; Yankees, no!” isn’t used.

When the majority of U.S. citizens join their many bright, progressive intellectuals in understanding the warning that C. Wright Mills, a brilliant U.S. sociologist, issued in his book Listen, Yankee in 1960—that the Cuban Revolution was the precursor of a new order of North-South relations in the Americas—a better future for mankind will be possible.

May 2010


 

   
   

ASÍ NOS ESTAMOS APROXIMANDO
Por Manuel E. Yepe

Aunque usted no lo crea, la lucha que libra América Latina hace medio siglo por su segunda y definitiva independencia  -que ha ganado fuerzas en los albores del nuevo milenio- pudiera aportar mucho al acercamiento de culturas y sentimientos entre los pueblos de las naciones del sur y el norte de este continente.

La historia ha demostrado que una relación de hegemonía y sometimiento no contribuye al desarrollo de la solidaridad y amistad entre los pueblos, sobre todo si los niveles de desarrollo y bienestar de éstos distan tanto. La humillante subordinación quebranta las posibilidades de colaboración y de asistencia mutua, y constituye un obstáculo para la integración sobre bases justas.

Si se examina el peso de la carga que impone Estados Unidos a su población en aras de propiciar el tipo de relación que garantiza su dominio hemisférico y la obtención del ingreso extraordinario que resulta de la sobreexplotación derivada de ese asimétrico nexo, se advierte que una relación equilibrada entre las partes perjudicaría solo a un reducido número de consorcios transnacionales y beneficiaría a todos los involucrados fundamentales.

El costo que pagan los contribuyentes estadounidenses por los emplazamientos militares y de inteligencia; por las acciones de espionaje y subversión; por los desestabilizadores sobornos a corruptos periodistas, políticos, intelectuales, académicos y militares, por no mencionar los actos de intervención y ocupación militar, garantiza a las corporaciones crecidos dividendos pero no mejora las posibilidades de las menos competitivas economías de los productores pequeños y medianos, ni deriva beneficios sociales o mejor retribución a los trabajadores estadounidenses.

En el extremo opuesto de la relación, la subordinación acrece la explotación de los recursos naturales y humanos con tecnologías más avanzadas, pero estrecha la dependencia en términos de mercado. Crece la producción pero se reduce el empleo y aumenta la emigración, paradójicamente reprimida en el país de destino.

La ecuación es simple, si la diplomacia estadounidense renunciara a la violación sistemática de los principios básicos del derecho internacional (no injerencia en los asuntos internos de otros países y respeto a la igualdad soberana de las naciones), por la vía de la colaboración y la asistencia recíproca, el hemisferio entraría en una etapa de armonía e integración hasta hoy desconocida.

Solo los grandes monopolios engendrados por el capitalismo en su más alto nivel de desarrollo llevarían algo que perder. Ellos, junto al complejo industrial militar, acabarían por extinguirse en la medida que el pueblo de los Estados Unidos imponga la extensión de esa política de paz a las relaciones globales de su nación.

No niego que esto parece un cuento de hadas, pero tengo la certeza de que más temprano que tarde los estadounidenses habrán de romper las cadenas del aislamiento en que permanecen encumbrados en un ambiente guerrerista de violencia, miedo, odio, amenazas y represalias que no merece una nación con tantos talentos en todos los campos del saber y una tradición democrática que le ha sido enajenada.

Hace algunos días conversaba con un grupo de los escasos visitantes estadounidenses que logran licencia de su gobierno para viajar a Cuba y se mostraban sorprendidos por la cordialidad con que les recibían en todas partes. Llegaron por sí mismos a la conclusión de que la razón básica era que, desde hace muchos años, los cubanos le habían perdido el miedo a su arrogante y opulento vecino. No se sienten, como ocurre en otros países, explotados, reprimidos y poseídos.

Los cubanos hoy atribuyen la responsabilidad por el bloqueo económico, la prohibición de los viajes de estadounidenses a la isla, las campañas mediáticas de calumnias, las acciones terroristas y demás actos hostiles, al nivel más alto del sistema imperialista, ajeno a la voluntad y los intereses populares y, a veces, hasta de los del gobierno.

La ciudadanía norteamericana, que ha tenido que asimilar de manera estoica una de las más largas e intensas campañas de difamación que recuerda la historia universal contra una nación que es su vecina y, no obstante, prodiga con generosidad al pueblo vilipendiado tantas expresiones sencillas de amistad y solidaridad desde sus medios académicos, estudiantiles, artísticos, religiosos, obreros y de los demás sectores de su población, no podría ser tenido como su enemigo por los cubanos.

Por eso Cuba constituye un caso singular a nivel mundial de país donde jamás en el último medio siglo se ha quemado una bandera estadounidense, ni se grita “yankee go home”, ni se usa la consigna tan extendida globalmente de “Cuba si, yanquis no!”.

El día que la mayoría de los ciudadanos de esa gran nación acompañe a sus muchos y muy brillantes intelectuales progresistas en la comprensión de la advertencia que hiciera en 1960 el genial sociólogo  estadounidense Charles Wright Mills en su libro “Listen, Yankee” (Escucha, yanqui), de que la revolución cubana sería precursora de un nuevo orden de relaciones Norte-Sur en el continente, América estará ingresando en el verdadero mejor futuro de la Humanidad.

Mayo de 2010.