El Einstein de la
danza, el norteamericano que fuera la frontera histórica entre
la danza moderna y la contemporánea, acaba de morir a los 90
años de edad
Justo cuando la danza contemporánea se debate en su agotamiento,
pareciera que la historia quiere jugarle una mala pasada. Hace
apenas unos días que Pina Bausch murió súbitamente y ahora,
Merce Cunningham se nos escapa como uno de sus «puntos en el
espacio». Él, quien fuera la frontera histórica entre la danza
moderna y la contemporánea, siempre se las agenció para hacer
del cuerpo un vector de construcción movimental y espectacular.
Desde la situacionalidad del movimiento como problema y en
franca oposición al sistema cerrado de su maestra Martha Graham,
Cunningham (considerado el Einstein de la danza) propagó la
inmunidad de la columna vertebral para proponer otros sistemas
de correlaciones.
Pionero de tantas invenciones, acababa de arribar a su
aniversario 90 y, desde la silla de ruedas que lo resguardaba
hacía dos años, no cesaba de reinventarse a cada minuto. Pese a
su delicado estado de salud, estuvo hace un mes en el estreno de
uno de sus célebres events en el Centro de las Artes, en Beacon
(Nueva York), coincidiendo con la apertura de la exposición que
se le consagraba al pintor español Antoni Tápies. Se dice que se
le veía feliz al observar a sus bailarines jugar con el espacio
y perderse entre las notas musicales compuestas, como en todas
sus creaciones, al margen de la coreografía y de recibir, una
vez más, la ovación incondicional del público. A propósito del
estreno de su pieza Casi Noventa, en el mes de
abril pasado, el coreógrafo norteamericano sostenía que: «Siempre
quedan cosas por hacer, por descubrir, el tiempo nunca es
suficiente».
Nacido en Centralia (Washington), Cunningham se inició en la
danza en la Cornish School (actualmente la Cornish College of
the Arts) en Seattle. Desde 1939 hasta 1945 fue solista en la
compañía de Martha Graham. Su encuentro con el no menos
irreverente y vanguardista John Cage lo llevó a presentar su
primer concierto como solista en Nueva York, en abril de 1944.
Desde entonces no se separarían músico y coreógrafo. Ya, en 1953
formaría la Merce Cunningham Dance Company, en el Black Mountain
College, suerte de laboratorio creacional y fundacional en las
exploraciones entre danza y tecnología.
Cunningham coreografió cerca de 200 obras para su compañía. En
1973 tras el éxito de Un jour ou deux para el
ballet de la Ópera de París, con música de Cage y decorados de
Jasper Johns, se consagró ante el público europeo, volviéndose
recurrente en los repertorios y en las programaciones de las más
importantes compañías, festivales y temporadas.
Con la experimentación creció y se fundamentó el interés de
Cunningham en la relación de los avances tecnológicos con el
movimiento, al punto de instaurar programas informáticos
propiamente para la danza (DanceForms), que usaría en piezas
venideras al estilo de Trackers (1991). En 1997
empezó a trabajar en la captura del movimiento con Paul Kaiser y
Shelley Eshkar de Riverbed Media para estructurar el decorado
para BIPED, con música de Gavin Bryars, estrenada en 1999 en el
Zellerbach Hall, Universidad de California en Berkeley.
En el año 2000, en Interscape, se reuniría con
su anterior colaborador Robert Rauschenberg, quien diseñó la
escenografía y el vestuario.
Cierto es que la impronta que ha dejado Merce Cunningham en la
danza ha sido enorme. Coreógrafos de tendencias extremas han
bebido de su investigación permanente. «Mi vida ha sido una
búsqueda constante de maneras de mirar y encontrar nuevas formas
en el movimiento», decía. Y es que la sedición que lo condujo
por los más exquisitos espacios, vino atravesada por la
filosofía Zen que absorbiera de Cage, la cual le entregó por un
lado el poder al azar; y por otro subrayó la importancia del
movimiento en sí mismo, al margen de la música u otro elemento.
Contrario de lo que usualmente hacen los coreógrafos, las piezas
de Cunningham se tramaron en un orden aparentemente caótico: el
baile, la música, el vestuario o la escenografía, se concibieron
de forma completamente independientes entre sí, solo la
casualidad podía hacer que en la representación, que los
bailarines se movieran al ritmo de la música por unos instantes,
o las luces incidieran siguiendo el movimiento del cuerpo humano.
Y, sin embargo, eran geniales.
Al saber de la muerte del coreógrafo, se me antoja pensar en los
entuertos en que se debate la danza contemporánea hoy. Agotada,
cansada y exhausta como apuntara Lepecki; solo le queda seguir
apostando (tal como lo hiciera Cunningham) por la invención y el
desafío que implica habitar con certidumbre, presencia y gracia
la escena espectacular.