Obama y el sátrapa Micheletti
Carlos Fazi0
El golpe oligárquico-militar en Honduras responde a una
estrategia global de la administración Obama-Clinton
diseñada para hacer retroceder los avances de gobiernos
electos democráticamente y mantener o consolidar el
poder imperial en algunas zonas calientes
del
orbe. Tal estrategia opera con base en una política de
varios carriles, que combina la intervención militar
directa (Afganistán, Pakistán, Irak) con operaciones
clandestinas de desestabilización (Venezuela, Irán,
Honduras, Bolivia, Ecuador) y una diplomacia de doble
vía, que busca articular los instrumentos e iniciativas
heredados por la administración Bush a Barack Obama.
La asonada clasista en el eslabón más débil en América
Latina estuvo dirigida a hacer retroceder al gobierno
democrático de Manuel Zelaya para imponer, de facto,
un nuevo régimen cliente en el patio trasero del
imperio. El golpe pretende reforzar al polo conservador
militarizado del Plan Puebla Panamá/Iniciativa Mérida,
liderado por México y Colombia. Los avances progresistas
en Honduras, Nicaragua y El Salvador complicaban los
planes geopolíticos de Washington, que busca conformar
una plataforma de intervención en América del Sur, con
la mira puesta en los hidrocarburos de Venezuela,
Bolivia y Ecuador, los inmensos recursos de la Amazonia
y el Acuífero Guaraní. En ese sentido fue, también, un
golpe a la Alternativa Bolivariana para las Américas
(Alba).
Para consumar la conspiración, el Departamento de Estado
y el Pentágono utilizaron al alto mando militar
hondureño, penetrado estructuralmente por los organismos
de seguridad e inteligencia de Estados Unidos. El
general golpista Romeo Vázquez y el ministro asesor del
sátrapa Roberto Micheletti, Billy Joya Améndola,
fundador de los escuadrones de la muerte en los
años 80, fueron alumnos ejemplares
de la Escuela
de las Américas. En la coyuntura, los militares
golpistas actuaron como un ejército de ocupación en su
propio país. Pero, además, Honduras está ocupada por
Estados Unidos, que controla la base militar de Soto
Cano (o Palmerola), donde se encuentra la Fuerza de
Tarea Conjunta Bravo, compuesta por medio millar de
efectivos del Pentágono y equipos avanzados de espionaje
e intervención, incluido equipo aéreo de combate HU-60,
Black Hawk y CH-47 Chinook.
La base es parte de la red de Puestos de Operaciones de
Avanzada (FOL, por sus siglas en inglés) del Pentágono,
integrada por Comalapa, en El Salvador; Guantánamo, en
Cuba; Aruba y Curazao, y Manta, sobre el Pacífico
ecuatoriano. Igual que el presidente Rafael Correa en
Ecuador respecto a la base de Manta, Zelaya había
anunciado a la Casa Blanca su intención de convertir
Soto Cano en un aeropuerto comercial internacional, con
financiamiento del Alba y PetroCaribe. En sustitución de
Manta, el Pentágono logró que Álvaro Uribe ponga a su
servicio sendas bases militares en Palanquero
(Cundinamarca), Apiay (Meta) y Malambo (Atlántico), lo
que convertirá a Colombia en el Israel de América
Latina.
Los halcones del Departamento de Estado y el
Pentágono recurrieron, también, a sus viejos vínculos
con la primitiva oligarquía hondureña, que controla el
Congreso y el Tribunal Supremo, y contaron con la
legitimación del cardenal Óscar Rodríguez Madariaga,
arzobispo de Tegucigalpa. Asistimos, pues, a un golpe
cívico-militar de factura estadunidense, con el consenso
de los poderes fácticos.
Pero, además, el de Honduras es otro golpe mediático
apoyado en una guerra de cuarta generación. Como tal, se
consumó y buscó legitimidad a través de medios bajo
control monopólico privado. En particular, de los
periódicos hondureños La Prensa de San Pedro
Sula y El Heraldo de Tegucigalpa, cuyo
propietario es Jorge Canahuati, proveedor de armas y
medicinas del Estado y dirigente de la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP), antiguo brazo de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA) desde los tiempos
de la guerra fría; el diario La Tribuna
de San Pedro Sula, del líder empresarial conservador
Carlos Roberto Facussé, ex presidente de Honduras
(1988-2002); el diario Tiempo, de Tegucigalpa,
que pertenece a Jaime Rosenthal Oliva, empresario,
banquero y secretario general del Partido Liberal; la
red de canales de televisión de José Rafael Ferrari, y
con intereses, también, en radio cadena HRN. Asimismo,
el golpe contó con el apoyo de la estadunidense CNN, que
desde un primer momento buscó legalizar a los
putchistas e incriminar a Zelaya, y de grandes
medios latinoamericanos ligados a la SIP.
La estrategia de reversión del clan Clinton y grupos del
aparato institucional al servicio del complejo
energético militar industrial, que presentan una
política de hechos consumados para el aval de Obama,
tuvo una pieza clave en el actual embajador en
Tegucigalpa, el cubano-estadunidense Hugo Llorens.
Vinculado al ex zar de la inteligencia John
Dimitri Negroponte, y al ultraconservador Otto Reich,
protector de la mafia cubano-estadunidense de Miami,
Llorens coordinó la expulsión de Manuel Zelaya. Él mismo
integra una red de diplomáticos nombrados en las
postrimerías de la administración Bush, todos expertos
en operaciones encubiertas y guerra sicológica contra
Cuba y Venezuela: Robert Blau en la embajada en San
Salvador; Stephen McFarland en Guatemala y Robert
Callahan en Managua, Nicaragua.
Con sus ambigüedades formales, Hillary Clinton ha
legitimado de hecho al nuevo régimen privatizado de
Micheletti y Cia., y por conducto de Óscar Arias, viejo
peón de Washington, ha impulsado una
negociación-trampa
para darles tiempo a los
golpistas de recuperar su poder y desgastar a la heroica
resistencia popular hondureña. Obama tendrá que
decidirse a etiquetar la asonada como un golpe de
Estado, retirando al embajador Llorens y cortando la
asistencia de Estados Unidos a Honduras, o seguirá
cediendo ante el ala dura del sistema imperial.