Intervención de Eusebio
Leal
en el VII Congreso de la UNEAC
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Para no continuar el hilo de lo que todos hemos
escuchado, sino más bien el hilo ese que tenemos en el corazón, el de las causas
y motivaciones que nos trajeron al Congreso, recordaría, evocando el comienzo de
esta sesión, aquella frase inolvidable que la eximia escritora francesa
Marguerite Yourcenar, autora de Memorias de Adriano, encontró en una carta de
Flaubert: «Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a
Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estaba solo».
Una reunión como esta de hoy no podría celebrarse en ningún lugar del mundo,
porque no existe aquel donde los intelectuales, los escritores, los artistas… se
puedan reunir y que sus ideas no ya cuestionen, sino que influyan y hasta
determinen en la vida de un Estado y de una nación. Ese privilegio que nos dio
el tiempo, está unido a la ausencia que se produjo cuando el primer día no
estuvo con nosotros Fidel.
Quisiera decir también que, al recibir con un cerrado aplauso al General
Presidente —como lo fueron en su momento Carlos Manuel de Céspedes, Salvador
Cisneros Betancourt o Bartolomé Masó—, estábamos recordando las singularidades
de la historia de nuestra tierra.
Soy historiador y, por consiguiente, tengo la manía de buscar la explicación de
las cosas en esa suerte de bola de cristal. Así rememoraba aquel episodio de la
Gran Guerra de 1868 cuando un hombre con mérito, pero extraviado
circunstancialmente, salió al paso de Antonio Maceo y le apuntó con un revólver
en el pecho, desacatando sus órdenes.
Maceo pidió a Limbano Sánchez —quien murió luego heroicamente— que bajase el
arma, y cuando éste le obedeció, ante la mirada incrédula de la escolta, el
Mayor General le dio un abrazo y lo atrajo al seno de la verdad y de la razón.
Durante la lucha de la insurgencia en la Sierra, ocurrió lo mismo. Al comienzo
hubo uno que, inconforme con el repartimiento de las armas obtenidas en un
combate, intentó demostrar al jefe que lo suyo era suyo. Entonces hizo el gesto
de esgrimir su arma, pero un hombre se atravesó en el camino de los otros dos.
Ese hombre es el General Presidente que estuvo en el Congreso ayer; quiero
decir, Raúl. Sin aquel acto suyo, quizás no tendríamos hoy Revolución.
No estamos solos, la nación está pendiente de lo que decimos. Está pendiente
Fidel, y con profundo respeto lo estuvo ayer, presente físicamente, Raúl.
Una vez, con exceso de confianza de mi parte, le dije a aquel que evoco: «Usted
nos ha condenado a que la nación esté para siempre presidida por un hombre
ilustre». Y esa era mi gran agonía. Hoy pienso que están aquí los cubanos
ilustres, las mujeres y hombres. Son una parte, sólo una parte, porque hay
otros tantos en las fábricas, en el mar, en las fuerzas armadas, en la ciencia…,
pero aquí están reunidos los escritores, los pintores, los intelectuales… en
fin, el alma visible de Cuba.
No va a ocurrir como en aquella oportunidad de la Guerra Grande cuando,
cabalgando junto al Presidente de la República en Armas—precisamente, Bartolomé
Masó— venía una flor jóvenes que formaban parte de su Estado Mayor. Al verlos,
el general Modesto Díaz, que no entendía mucho de cuestiones de letras, se
molestó tanto que le preguntó: «Yo no sé cómo usted se rodea, Presidente, de
estos bandidos». Y entonces, el aludido le respondió: «¿Y por qué tiene usted
esa opinión de estos jóvenes?» A lo que el otro dijo: «Yo no lo sé; a mí me
han dicho que son unos poetas». Esos poetas fueron inmortalizados después por
José Martí en un precioso opúsculo llamado Los poetas de la guerra, en el cual
habló de la originalidad de cada uno de ellos. Casi todos suscribieron con
sangre su propia obra escrita.
Yo creo que Kcho, con una obra tan internacionalmente reconocida; Desiderio
Navarro, con sus palabras, Frank Fernández, con las suyas, y todos y cada uno de
los que han hablado, han aportado a la esencia de la problemática.
Nosotros hemos llegado democráticamente a esta elección sin presiones; de lo
contrario, no me atrevería a hablar aquí. Yo no quiero ser un cubano de cuota;
no lo quiero ser. Me sería ofensivo ser un cristiano —como lo soy— de cuota; o
un mulato —como lo soy también— de cuota, si entendemos nuestra ascendencia de
la sangre o de la cultura; o todavía uno más oscuro: un negro de cuota. Yo
quiero ser parte de este grupo, a quien nadie escogió con el dedo. Cuba es así,
y el que trate de modificarla separándola, dividiéndola y convirtiéndola en
extrañas representaciones, pone a Cuba sin el legado de Martí.
Nosotros tenemos que asumir que el más ardoroso y brillante amigo del Maestro en
aquellos días postreros de su vida fue Juan Gualberto Gómez. Tenemos que asumir,
como me decía Dulce María Loynaz, que amando tanto a Martí sentía una devoción
infinita por ese otro grande, desconocido a veces, elegante, distinguido, fino,
culto por su propia decisión: Antonio Maceo.
Yo creo que tenemos que ayudar desde la UNEAC a construir la nación de hoy.
Todos estamos esperanzados. ¿Por qué? Porque el país, efectivamente, asume que
lo que hasta ayer no fue conveniente o prudente, hoy es necesario. Cada día las
noticias que nos llegan son alentadoras, y no es como dicen nuestros mortales
enemigos, un tema cosmético. Se están tocando cosas tan profundas como aquellas
que en 1959 —y aún antes— mi generación vio como la más alta aspiración: la
justicia para los campesinos, los hombres de la tierra.
Nosotros lo que tenemos es que luchar, desde nuestras obras, para que se laven
las conciencias de todos los cubanos; para que el mundo sienta que se cumplen
aquellas palabras bellas de Martí cuando dijo: «¡Qué misterio dulcísimo tiene
esa palabra: cubano!»
Nosotros sentimos ese profundo orgullo, como lo sintió Picasso cuando recibió a
un joven cubano en una época en que era algo fabuloso que algún compatriota
nuestro fuera famoso. ¿Quién era ese joven? Uno que representaba tres fuentes
de nuestra sangre: Wifredo Lam, negro, chino, español… De ahí su longevidad,
como la de José Luciano Franco, la de Regino Pedroso o la de Regino Boti, por
citar algunos ejemplos.
Pero siento la misma alegría y, a la vez, tristeza al recordar aquellas
lágrimas de Agustín Cárdenas, cuando ya vencido por la enfermedad, fue traído a
La Habana por Alejo Carpentier, su amigo y admirador. Al recibir la Legión de
Honor, la suprema orden que ofrece Francia, y de la cual Claudio José Domingo
Brindis de Salas fue también acreedor, Cárdenas no podía expresar palabras
porque estaba ya herido de muerte. Pero quizás la más grande enfermedad era que
los cubanos no lo conocían. Francia lo reconocía, Alejo lo reconocía, Picasso lo
reconocía, pero el gran escultor apenas era conocido en su patria.
Cuba tiene que pensar que, en este momento, en esta directiva que elegimos,
podría haber una pléyade de notabilísimos y grandes, si pensamos que la edad no
es un inconveniente, no sea que nos acusen también de que queremos proclamar una
gerontocracia intelectual. Pero no olviden los más jóvenes que la juventud es la
única enfermedad que se cura con el tiempo, ¡no lo olviden! Sobre todo, piensen
que podría estar aquí, honrándonos, el venerable Cintio Vitier, hijo de un
filósofo notable, nieto de un general mambí, padre de músicos, abuelo de
escritor. Podía estar Silvio, que ha hecho mundialmente famosa a la canción
cubana, o Pablo también. Es que ellos están en nosotros, están aquí. Como el
Quijote, presidirán dondequiera que se encuentren, porque el mérito los ha
acompañado. Es su talento el lo que los ha elevado como artistas, ganando la
gloria en los espacios, en las plazas públicas, cuando el nombre de Cuba era un
nombre maldito.
Yo no me avergüenzo de lo que estamos haciendo; al contrario, creo que lo que
estamos haciendo es lo correcto, y que tú tienes razón, Kcho, tú tienes razón,
porque cuando tú pintabas tus barcos y hacías tus instalaciones, muchos decían:
«Éste lo que quiere es conmemorar el balserismo». No, no, es que tú eres —como
te lo dije un día— hijo de Yemayá Olukun, del puerto de La Habana, hijo de la
mar azul, y tus barcos están ahí colocados a la entrada, no son barcos para ir,
son barcos para volver.
Yo no me avergüenzo de los que están fuera, porque mis hijos están fuera, y
jamás me avergonzaré de mi condición de padre, ni jamás les quitaré a ellos el
nombre de cubanos —ellos decidieron su camino— siempre y cuando no hagan armas
contra la patria que los vio nacer o levanten su mano contra el que les dio
nombre, ¡siempre y cuando!. Porque, de lo contrario, tendría que decir que son
hijos míos todos los que luchan por la independencia de Cuba, como dijo una vez
el Padre fundador.
En este instante, desde mi corazón, envío al convaleciente, que no está porque
no quiere, sino porque no puede; yo le envío un mensaje de gratitud, se lo
envío. Quisiera ser un bastón como el de Eneas para sostener a aquel que, con
su obra, abrió la posibilidad de la nuestra. Eso es lo que creo ahora.
Preparémonos para el nuevo destino de nuestro país, creamos que lo que se ha
hecho por estos honorables compañeros de la comisión de escrutinio es lo más
correcto. Para mí no puede haber omisión. No hay omisión, porque yo admiro
también la poesía de Reina María Rodríguez, como amo la de la Avellaneda, a
quien se discutía porque había vivido lejos de Cuba y había escrito aquel poema
ardoroso y duro: Al partir.
Hace unos días busqué su tumba en el cementerio de Sevilla, en cuya lápida reza:
«a la excelentísima señora Gertrudis Gómez de Avellaneda».
Así quiero a cualquier otra mujer o a cualquier otro cubano que haya contribuido
de veras, sin apartarse jamás —óiganlo bien— de lo que es la defensa de esta
tierra por tanto tiempo asediada.
Es un milagro que nos podamos reunir ahora. Algún día se escribirá la historia
de lo que han sido estos diez años. ¡Qué bueno es que podamos tener teléfono,
es legal!, pero hubo un momento en que no podíamos siquiera comunicarnos. ¡Qué
bueno que se cumpla —como decía la canción de los comunistas fundadores— «que
sea tuya la tierra que trabajas, como es tuyo tu amargo sudor». Para que en Cuba
haya todo lo que se necesita, y, entonces, se derrumbarán como comadrejas los
especuladores que nos esquilman.
Cuando se respete al campesino que trabaja y nadie pase por una carretera y vea
una máquina vieja, pero pintada, a la puerta de una casa y diga: «Ya ese cabrón
tiene un automóvil», aunque no sepan lo que ha costado a su propietario sacar el
fruto de la tierra.
Es necesario que cuando vean pasar a uno cualquiera de nosotros, que sea
singular, lo respeten y lo estimen; que no digan nunca, como afirmábamos al
principio de la Revolución: «Ahí va un negrito»; que no digan nunca más: «Ahí
va un homosexual», o, como estamos en una república literaria y es muy español,
«un maricón». ¡No! ¡No!, ya que tanto hemos luchado por la libertad, que se
respete nuestra singularidad. Eso es lo que hemos logrado en esta reunión, y
por eso hemos llegado hasta aquí.
Hemos vencido porque hemos sobrevivido. Cuando todo termine, quizás, querido
Fidel y queridos amigos, yo podré decir como el abate Sieyès cuando le
preguntaron en los días terribles de la Revolución Francesa, que no han sido los
nuestros: «¿Y usted qué hizo?».
Respondió, entonces, en un grito de sinceridad: «Yo, sobreviví a ella».
Muchas gracias.