TIENE LA PALABRA EL CAMARADA ROA*

Entrevista aparecida en la revista Cuba. La Habana. octubre de 1968.

En 1925 Machado sube al poder, se funda el primer Partido Comunista de Cuba y la Confederación Nacional Obrera, Cuba es sacudida por la huelga de hambre de Julio Antonio Mella, es asesinado Armando André... Un año antes, en Rusia, ha muerto %,enin; dos antes, en Cuba, se ha producido la Protesta de los Trece; tres antes, en Italia, Mussolini ha tomado el poder...

Qué edad tenía usted entonces, es decir, en 1925? ¿ Qué hacía?

Tenía vo 16 años tan largos como mis pantalones y pocos meses me faltaban para que me «titularan» bachiller en letras y ciencias. Era larguirucho, flaco, intranquilo, boquigrande, orejudo, ojillos soñadores con relumbres de ardilla, a veces melancólico, jocundo casi siempre, lenguaraz a toda hora y con más pelo que un hippie aunque ya antihippie por naturaleza.

Efectivamente, ese año Machado se mangó el poder. se fundó el primer Partido Comunista y la Confederación Nacional Obrera de Cuba sin haberme enterado, y fue escopeteado alevosamente el periodista Armando André.

Si bien los resplandores de la rebelión estudiantil de 1923 se habían filtrado en los silenciosos y apacibles corredores del colegio en que yo estudiaba, nada supe de la Protesta de los Trece, pero me jorobaba ya el histrionismo cesáreo de Mussolini y durante las vacaciones había leído el primer libro de Lenin que cayó en mis manos: El capittdrsmo de estado y el impuesto en especie. Y, a seguidas, me prendí aLos tiempos nuevos, de José ingenieros, contagiándome su entusiasmo por la revolución rusa. En 1925 publiqué, en el suplemento literario del Diario de la Marina. mi primer artículo, pomposamente titulado «Ensayo sobre Rubén Darío»: visto desde hoy me da risa tanta emperifollada vacuidad y le pido perdón a los manes del panida nicaragüense. Sin embargo, reclamo el mérito de haber salido a la palestra con Rubén Darío y no con Juan de Dios Peza, Hilarión Cabrisas, Vargas Vi la o José Manuel Carbonell.

Pero la impronta indeleble de ese año me la dejó Mella. Atraído por la mágica resonancia de sus hazañas estudiantiles, me colé en el Patio de los Laureles la mañana en que, expulsado va de la Universidad, habló por postrera vez a la juventud cubana y su oratoria desmelenada, en que se cruzaban relampagueantes los anatemas y las profecías, me llenó la imaginación de ardientes visiones y advertí, estupefacto, que el corazón me latía a la izquierda del pecho. Dos días después, acusado de haber puesto una bomba en el teatro Payret, aquel mocetón iracundo v resplandeciente —personificación del Angel Rebelde de Anatole France para mi lírica sensibilidad política de ent~ anees-- se negó a tomar alimentos como,protesta contra su arbitraria prisión. Seguí luego por la prensa, durante diecinueve días, hasta su excarcelamiento, aquella agonía elamoreante que sólo su espíritu de acero podía coronar victoriosamente. Y, así, Julio Antonio Mella —líder ya de la incipiente juventud revolucionaria— fue también mi ídolo vivo adorado aún en secreto entre rosarios y letanías a imágenes muertas.

Vivía usted con su familia? ¿Dónde? ¿En qué colegio estudiaba?

En 1925 cursaba yo el último año de bachillerato en el Colegio Champagnat, sito en La Víbora, barriada en que vivía con mis padres y mi hermana, en la calle Certrudis entre Segunda y Tercera, en una casa que la apodaban «Los Mameyes» por remedar su fachada a esa deliciosa fruta. En La Víbora, casi despoblada entonces, discurrió mi vida desde la niñez hasta que ingresé en la Universidad.

Los profesores del colegio Champagnat —hermanos Maristas, por más señas— dizque me enseñaron, y de veras más de uno, geografía, historia, literatura, matemática, lógica, cívica, física y química. Y, desde luego, cada mañana, apologética de FTD. Pasé, ni más ni menos, por las mismas horcas candinas que pasarían Osvaldo Dorticós y Carlos Rafael Rodríguez en la sucursal cienfueguera de la casa matriz.

Pero mi verdadera formación me la deparó el uso y abuso, con los mataperros de la vecindad del papalote, la quimbumbia, el patín y la bicicleta —disolventes magníficos de las ataduras sociales y de los prejuicios raciales— que alternaba, sucesivamente, con la lectura desenfrenada de Salgari, Nick Carter, Sherlok Holmes —el de Callejas, no el de Conan Doyle— Julio Verne, Daniel Defoe, Fenimore Cooperr, Alejandro Dumas, Paul Feval, Eugenio Sue, Víctor Hugo, Lamartine, Mark Twain, Emilio Zola, y de las aventuras de Rafles, Rocambole y Fantomas, cuyos autores he olvidado no obstante nii memoria de papel de mosca.

 

 

 

 

 

Editorial Letras Cubanas, 2007

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