Y tú, ¿también copias a Yeyo?

Javier Dueñas Oquendo

Por: Javier Dueñas Oquendo

Correo: javier@jrebelde.cip.cu

20 de octubre de 2007 00:00:38 GMT

¿Quién no experimentó alguna vez la mordida del ruido? Los lectores intuirán que no me refiero a ruidos «necesarios», como podría calificarse al que produce un martillo neumático encendido; o al estruendo de esos medios para fumigar a los que alguien llamó bazucas... Son ruidos y molestan, claro está, pero se trata de labores imperiosas y al final terminamos aceptándolos...

Existen otros ruidos —ilógicos, venidos a menos, hijos del capricho, de la mala educación o de quién sabe qué, pero evitables— que son un castigo sin culpa previa. Entre esos están la música a un volumen inimaginable que llega, a cualquier hora, desde una casa en nuestra calle; el que hacen los choferes del parqueo vecino cuando están en cola para poner combustible y dejan los motores encendidos, o cuando se ponen a «cotorrear» con el claxon...

Esos son los ruidos que muerden, y no es preciso que haga una exhaustiva compilación de ellos porque ya lo hizo —y de un modo muy simpático, además— nuestro colega Raúl Arce a través de su comentario ¡Yeyo, compadre! (14 de octubre).

Ese texto «provocó» a varios lectores y aquí les van fragmentos de las opiniones que tres de ellos nos enviaron. Se reitera, como podrán leer, la importancia de la educación personal y de la creación y aplicación de leyes para entronizar el respeto a los demás:

«He disfrutado de tu artículo y estoy seguro que muchas víctimas —entre las cuales me incluyo— te lo agradecerán. ¡Yeyo, compadre! debería publicarse en la primera plana de todos los medios, leerse en los matutinos de las escuelas de todos los niveles de enseñanza y debatirse ¡hasta en las delegaciones de la FMC y en los CDR!

«No tienen nada de ficción las situaciones que relatas porque las vivimos a diario y es preocupante que nadie les ponga coto a pesar de que existen varias legislaciones para cada una. Fíjate que no me refiero ya a la persuasión ni a lo que se pueda hacer en materia educacional con la relación familia-escuela.

«Te pongo el ejemplo del Código del Tránsito (o de Vialidad y Tránsito), que regula el uso del claxon. Te pregunto: ¿Has visto alguna vez en nuestro país que algún chofer haya sido multado por el uso innecesario del claxon o bocina? Permíteme adelantarme a tu respuesta: no.

«En cualquier país —y eso no solo es aplicable a las zonas donde hay hospitales— es motivo de multa. Pero en nuestro país los bocinazos frente a hospitales son más que comunes...

«¿Y qué me dices de los choferes que tienen una conexión retina-luz verde del semáforo-claxon? Si estás delante con tu carro y se proyecta la luz verde, en lo que pestañea una mosquita el de atrás te toca el claxon. También son muy comunes los bocinazos de noche y madrugada...

«Este mal está tan enraizado en algunos edificios que “pasarán más de mil años...” como dice el bolero para que se puedan erradicar. Existen normas legales que lo regulan, pero es letra muerta, como se le denomina en Derecho.

«Me vi retratado cuando te referiste a los perros —siempre me gustaron y ahora casi los odio—, a la música —sépase que oigo por igual a Los Beatles y a los Van Van— que me obligan a escuchar aunque no me guste el reguetón porque mis vecinos quieren de todas formas que yo comparta sus gustos y sus alegrías en un momento en el que quizá he perdido a un familiar.

«Recuerdo cuando era niño que la casa donde nací y me crié colindaba con dos viviendas similares y cuando ocurría una “novedad” en esas familias, en mi casa, por órdenes de mis mayores, tenía que ver los “muñequitos” con el televisor casi mudo, no solo como muestra de educación sino de solidaridad con el dolor ajeno.

«Sin embargo, lo legislado no se cumple, se viola, y no es bueno que la gente “se acostumbre” a violar los textos legales, pues en otras materias es mucho más peligroso para el orden ciudadano.

«También hay incongruencias entre algo que está regulado por la institución facultada para ello y lo dispuesto por otra. Existe un Reglamento para Edificios Multifamiliares que si se cumpliera fuera una felicidad. No permite, a ninguna hora del día, que usted perturbe la tranquilidad de sus vecinos ni con música ni otro tipo de eventos.

«Si usted quiere “reventar” una fiesta y se va a pasar de las 11 o las 12 de la noche, usted puede ir a la Unidad más cercana de la PNR y obtendrá un “permiso” que, al final, le da la posibilidad de perturbar la tranquilidad de sus vecinos hasta más tarde. ¿No contradice ese paso aquel Reglamento? ¿Puede haber una norma que le dé a usted el derecho a molestar a los demás? (Guille, un asiduo lector)

«Lo felicito por su artículo. Tenemos bastante instrucción pero falta educación; por eso nos aqueja este mal. ¿Qué solución le vamos a dar cuando nuestros jóvenes copian fielmente a Yeyo? Pero hay que censurar sin descanso estos comportamientos. Continúe usted con su Armagedón...». (Dr. Raúl González Leal, colaborador en la Escuela de Medicina de Asmara, Eritrea)

«Tu comentario resulta muy atinado y justo pero, lamentablemente, creo que tu reclamo caerá en saco roto: no existe una legislación vigente que sea suficientemente severa para castigar a los infractores...

«Estoy absolutamente de acuerdo contigo en que la contaminación sonora afecta la salud humana. Sin embargo, aunque este asunto se ha tratado por la prensa cubana en reiteradas ocasiones, ¿has visto algún resultado en la respuesta estatal para cortar por lo sano este problema, que va in crescendo? Creo que ese problema no es una prioridad...». (César Leal Jiménez)

¡Yeyo, compadre!

Raúl Arce

Por: Raúl Arce

Correo: raul_arce@jrebelde.cip.cu

14 de octubre de 2007 02:46:21 GMT

http://www.juventudrebelde.cu/opinion/2007-10-14/yeyo-compadre/

 

Parecía que el Armagedón había iniciado por la calle Aramburu; que las Siete Plagas de Egipto se lanzaban, mortíferas, sobre Centro Habana; que las inmediaciones del Malecón eran polígono propicio para el primer estallido atómico en América Latina.

Jinete sobre su cabalgadura de acero (camión Zil de Comercio Interior, matrícula HUC 969) aquel mulato de rollizos carrillos hacía sonar dos, cuatro, diez veces la bocina terrible de su vehículo; no dudo de que antiquísimos rastros de ADN se hayan estremecido entre las ruinas del cementerio de Espada, de que los elefantes sordos de Kenya y la India parasen las orejas ante el insólito tronar proveniente del Caribe.

¡Yeyo, compadre!, le supliqué al piloto, desde mi indefensa posición en la acera, atontado y con los brazos extendidos. «Es pa’ que to’ el mundo saque los refrigeradores a la vez, brother», fue su tajante respuesta.

Yeyos y más Yeyos.

Como Alicia, que —impávida—dispara las bolsas de basura desde su primer piso hacia la calle.

Como Miguelón, tirando los pollos congelados sobre el piso de su cocina, o lo que es lo mismo, sobre el techo de la mía.

O a la manera de Yojané o Yanetti, conversando a gritos desde sus balcones con quienes los visitan, tres niveles más abajo, sin importar que los relojes marquen un poco más de las 11 de la noche.

¡Y qué decir de la música de Yaimara o de Manzano, que me obligan, cuando sus fiestas están en pleno apogeo, a disfrutar de la televisión auxiliado por el closed caption (los cartelitos ideados para quienes han perdido el oído)!

Perrero por naturaleza, he deseado —para mi asombro— la muerte de cierto can, abandonado en la madrugada e implorando a puro ladrido la llegada de su dueña.

Quien me conozca poco, podría confundirse y felicitarme por las mañanas. «La cogiste en grande, sinvergüenza», sería su percepción, ante la sarta de latas vacías al borde de mi acera: solo un laboratorio de criminalística descartaría la presencia de mis epiteliales en los envases de cerveza.

Pero, tanto como el estruendo, tanto como la suciedad, me alarma la indiferencia de muchos congéneres.

¿Será que todos han ensordecido? ¿Será que temen la ira de quienes campean a su antojo, y prefieren encerrarse bajo siete llaves?

Yeyo, mi hermano, yo te quiero, pero hazme la vida más placentera: recuerda que no vives solo en esta Isla.

Con un poco de cuidado, convertiremos el Armagedón en una fábula, pondremos frenos a las plagas —y no egipcias precisamente— y haremos nula la posibilidad de una guerra entre vecinos.

Entonces yo no tendré que echar mano a nombres figurados, y gozaré la tranquilidad de no enfrentar nuevas fricciones con los Yeyos de mis historias.