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El
matrimonio es un problema eterno. Por los siglos de los
siglos, se seguirá discutiendo y librándose, por hombres
y mujeres, en pro y en contra, acaloradas polémicas que
a veces, cuando se sostienen en pleno domicilio conyugal,
terminan ruidosamente descompletándose la vajilla o
rompiéndose alguna maceta o espejo.
Un chistoso escritor cubano considera, en una de sus
novelas, el matrimonio como una combinación química en
que el hombre desempeña el papel de cuerpo simple
y la mujer el de ácido. El nuevo producto se
llama un casado.
El mismo autor, sin que le falte razón, y explicando la
causa de las desgracias matrimoniales, piensa que la
mejor caricatura de lo infinito es ver a dos seres de
carne y hueso comprometiéndose, muy formales, a adorarse
eternamente; y llega, por último, a afirmar que para él
la mejor prueba de que Jesucristo es Dios, es que no se
casó; encontrando en esto también, un formidable
argumento contra la venerada institución, pues su mismo
autor no quiso someterse a probarla, poco seguro, tal
vez, del éxito de su invento. A Colón, vg., tampoco se
le ocurrió descubrir el Nuevo Mundo, sino hasta después
de haber enviudado.
Una de las principales preocupaciones de la mujer, al
casarse, es que su marido, fuera de las horas de trabajo,
no salga a la calle sin ella; y en esto hacen consistir,
novias y esposas, la felicidad del matrimonio.
De día, es natural que no esté en el homesweet home;
tiene que ir a buscar la plaza, y no hay nada tan
insoportable como un esposo cazuelero, pegado
constantemente a las faldas de su mujer, metiéndose con
los criados, recibiendo al lavandero o al chino de las
verduras.
Pero de noche, ¿para qué tienen los hombres casados que
salir por la noche de su casa? Si quieren ir al cine, al
teatro o de paseo, ahí está su mujercita para
acompañarlos.
Basándose en este criterio, las esposas consideran a sus
esposos malos o buenos maridos según salgan o no solos,
por las noches.
—Narciso es excelente, me quiere mucho: desde que nos
casamos, y va para tres años, todavía no ha salido ni
una sola noche —exclaman las señoras cuando hablan con
sus amigas, contándose mutuas interioridades conyugales.
De recién casados, en plena luna de miel, los maridos
son dóciles, cariñosos y complacientes. No se separan de
su adorada mujercita. Éstas los llevan a todas partes,
incluso a visitas, a presentarlos a sus amigas. Y es de
ver la cara de infelices que ponen los buenos esposos,
ante la curiosa o inquisitiva mirada de las amigas de su
mujer, o las latas y aburrimientos que soportan
resignados en esas intolerables visitas de cumplido
a que los lleva la esposa, para exhibirlos, como un
objeto adquirido recientemente, ante las familias,
amistades antiguas de sus padres.
Y, ¿no se han fijado ustedes nunca en la fisonomía de un
marido, de reciente bendición, cuando, yendo con
su señora, en el teatro o en un tranvía, se les acerca
un amigo de su esposa —desconocido para él— a saludarlos
y ella se lo presenta?
Son todas éstas las primeras pruebas que de novicio
sufre un esposo; los primeros inconvenientes o
drawbacks, como los llaman los ingleses, del
matrimonio.
Pero la novedad y el entusiasmo de los primeros días o
semanas de esa cacareada luna de miel que, a
veces, sólo existe en las crónicas de los cronistas
sociales, van disminuyendo. Entonces el hombre empieza a
echar de menos su círculo o club, las reuniones con sus
amigos, sus paseos, sus veladas nocturnas en el teatro o
en el café y hasta las noches en que sentado con varios
compañeros en un modesto banco del Prado o Parque
Central ha visto pasar las horas discutiendo
inocentemente de política o de mujeres: las dos, las
tres... ¡qué noches ésas tan sencillamente encantadoras!
Y, si a esto añadimos, que una tarde, un antiguo amigo y
compañero de correrías, le dice al infeliz marido
—«Chico, la que te pierdes por estar casado. Si vieras a
una chiquita que me presentaron el otro día. ¡Colosal!
Esta noche hay la gran parranda en su casa. Van Cecilio,
Silvio, Paquito y Rodolfito».
Entonces piensa, con el autor de las «ofélidas», que en
el matrimonio «es innegable verdad que él entra en
esclavitud»...
Esta noche, llega a su casa serio, contrariado; la
comida le parece mala, la casa insoportable; y tiene la
primera discusión y pelea con su esposa.
Desde entonces, no piensa ni le preocupa otra cosa que
buscar la manera de poder salir por las noches.
Si es médico, enseguida encuentra un pretexto: un
enfermo grave al que tiene que ir a visitar. Algún amigo
complaciente se encargará de llamarlo por teléfono. De
ahí en adelante, menudearán los enfermos y, si es
necesario, habrá verdadera epidemia. Conocemos un buen
señor, ginecólogo insigne, que todas las noches se ve
obligado a asistir a alguna clienta. ¡Lo que ha
contribuido este Doctor al aumento de población!
A los abogados, no les es tan fácil, encontrar, dentro
de su carrera, motivos para salir de noche.
En cambio, los políticos... ¡Qué útil y provechosa es la
política, en estos casos! El mitin, la reunión, el
comité, las visitas a los Jefes o personalidades del
Partido... ¡oh, la patria! Hay que salvar la patria!
Hay muchos esposos que, no sabiendo de qué echar mano,
hasta matan a sus amigos, para asistir al velorio...
Pero este procedimiento es muy peligroso, pues, sabemos,
que en más de un caso, han resucitado los amigos
y se ha descubierto la combinación.
Otros logran salir de noche con el consentimiento de sus
esposas, pero solamente hasta las 11 de la noche. Al oír
sonar esta hora, tienen que dejar la tertulia, el club o
el café, y partir precipitadamente hacia el domicilio
conyugal. Y ¡ay de ellos si entran en su casa con unos
minutos de retraso! Su mujer los espera con el reloj en
la mano en lo alto de la escalera o cerca de la puerta,
para pedirles, airada y furiosa, explicaciones por la
tardanza.
—¿Dónde ha estado Ud., caballerito? ¿Son éstas horas de
venir a su casa?
—exclama iracunda la esposa. ¡Bien me lo decía mamá: no
te cases con ese hombre, porque es un perdido y un
correntón!
Algunas se dedican a oler a sus maridos o registrarle
los bolsillos o los botones del saco y chaleco, por si
se les ha quedado enredado algún cabello de mujer.
Hay esposas que son en su venganza terribles,
verdaderamente crueles.
Conocemos un caso curiosísimo. Es un matrimonio modesto
de escasos recursos que vive en una casa pequeña, en
compañía de la mamá de él. Sólo hay dos cuartos, el de
los esposos y el de la mamá.
Cuando el infeliz marido llega algo tarde, la mujer, en
castigo, se encierra en su cuarto y no lo deja entrar.
Son inútiles los ruegos y las súplicas.
—Pantaleoncito, ya sabes —se limita ella a decirle—,
esta noche no entras; ¿quién te mandó a llegar tarde?
Busca dónde dormir.
Y el infeliz Pantaleoncito, triste, afligido, no le
queda más remedio que pasar la noche ¡en el cuarto de su
mamá!...
¿Por qué se preocupan tanto las mujeres, de que sus
esposos salgan de noche?
Si supieran cuán inocentes son casi siempre estas
salidas. Tertulias con los amigos, una partida en
el Club, un paseo en automóvil, una tanda en el teatro...
Una excelente dama, abuela ya, nos decía la otra tarde:
—No me explico por qué las señoras de hoy miran con tan
malos ojos a sus esposos que salen de noche.
Antiguamente, vuestros bisabuelos, jamás salían después
de la siete de la tarde. Por ese lado eran excelentes
maridos. Pero a la hora de morir, solían dejar en el
testamento uno o varios legados redactados en esta
forma:
«A Fulanito, o Fulanita, joven o muchacha, de familia
pobre, a quien yo protegía, tantos pesos, para que pueda
atender a sus estudios y educación».
—Eran obligaciones —me añadió la buena anciana—
contraídas de día... Señoras casadas que no dejáis salir
a vuestros esposos por las noches, no seáis crueles.
Dadles asueto, aunque no sea más que tres veces a la
semana.
En cambio desconfiad de las aventuras diurnas. ¡Son las
más peligrosas!
En nuestro siglo las matinées imperan. Sobre todo
ahora, que se está implantando la moda de las tandas
vermouth.
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