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por
Monseñor Carlos M. de Céspedes
GARCÍA-MENOCAL
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El matrimonio
y la familia
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a lo largo de la historia del
cristianismo.
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Algunos
señalamientos acerca de la Revelación, la
Teología,
el Magisterio Eclesiástico y la disciplina
de la celebración matrimonial.
El por qué de los requerimientos de la
presencia de testigos y del registro en
archivos.
Este texto
fue escrito para ser leído, como
ponencia de clausura, en el Encuentro de
Historia de la Iglesia en Cuba, Camagüey
2004: Iglesia y Familia. No pude
participar en dicho encuentro debido a
mi ingreso en un hospital de La Habana
como consecuencia de la enfermedad que
me limitaba en esos años. He revisado el
texto para una conferencia que tendrá
lugar el 12 de julio de 2007, en el Aula
San Agustín, y para la revista Palabra
Nueva (número julio-agosto 2007). Es
evidente que el marco de una conferencia
y/o de un artículo no puede cubrir la
totalidad de un tema tan vasto. Se trata,
pues, de lo que enuncia el título y sólo
eso: algunos señalamientos. El tema al
que se refieren los mismos debería estar
siempre ubicado en el ámbito central de
los contenidos de la fe, de la ética y
de la actividad evangelizadora de la
Iglesia.
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Introducción
De manera espontánea, no reflexiva ni bien
informada, tendemos a la convicción de que las
realidades han sido siempre como las hemos
conocido en un espacio no muy extenso de la
geografía, ni muy prolongado en el tiempo.
Cuando llegamos a familiarizarnos con la
historicidad de todas las realidades humanas y
nos esforzamos por conocer el por qué de la
evolución de las instituciones y de los
criterios humanos sobre dichas instituciones y,
en general, sobre los valores y contravalores
que han condicionado la evolución, la cosa
cambia. Nos damos cuenta de que hay valores y
realidades que casi siempre y en diversas
culturas, por uno u otro camino, han sido
promovidos; pero nos damos cuenta también de que
ha habido mutaciones a lo largo de la Historia
en relación con esos y con otros valores y
realidades, cuya apreciación ha sido más bien
volátil. El conocimiento de la Historia de la
persona humana y de la sociedad amplía y
complejiza nuestros horizontes y ello nos
estimula entonces a ocuparnos del discernimiento
entre lo que puede y, quizás, hasta deba
cambiar, al compás de las variaciones de la
Hisotria y de las circunstancias geográficas, y
aquello que, sustancialmente, debería
permanecer, aunque algunas formas accidentales
cambien.
Ciertos ejemplos pueden ayudarnos a comprender
lo que deseo expresar aunque no se refieran
directamente al tema de la familia y del
matrimonio. Los que recordamos el inicio del
Concilio Vaticano II en 1962, y tuvimos el
privilegio de haber estado en la Plaza de San
Pedro aquel memorable 11 de octubre –mañana
lluviosa, pero de luminosidad interior–, nunca
podremos olvidar el discurso inaugural de S.S.
el Beato Juan XXIII acerca de la finalidad del
Concilio. De esos párrafos extraigo la frase
siguiente que sintetiza el sentido: “Una cosa es
el depósito mismo de la Fe, es decir, las
verdades que contiene nuestra venerada doctrina,
y otra la manera cómo se expresa; y de ello ha
de tenerse gran cuenta, con paciencia si fuese
necesario, ateniéndose a las normas y exigencias
de un magisterio de carácter prevalentemente
pastoral”. En esta misma línea, S.S. Juan Pablo
II, conociendo que el llamado por los católicos
“ministerio petrino” o primado del Obispo de
Roma, es decir, el servicio de San Pedro y sus
sucesores en función de la unidad de la Iglesia,
tal y como lo entendemos hoy los católicos y lo
ejercitan los Papas, constituye un obstáculo
para la unidad con otras confesiones cristianas,
ha llegado audazmente a afirmar que una cosa es
tal ministerio, y otra la forma canónica actual
de su ejercicio. Él entendía que se puede y se
debe estudiar y reflexionar |
en profundidad,
en el seno de toda la Cristiandad, acerca de
este ministerio y de las diversas formas que
ha adoptado a lo largo de la Historia.
Hurgando en la Revelación, la Historia, la
Teología y las disposiciones canónicas que
lo han reglamentado, se podría –quizás–
encontrar precisiones en torno a su entidad
sustancial de acuerdo con la Revelación y la
Tradición. Consecuentemente, se podría
llegar también a establecer alguna forma del
ejercicio del Primado que, sin menoscabo de
su identidad y sin renunciar a lo que
consideramos ha sido una riqueza para la
Iglesia, logre que dicho ministerio resulte
aceptable, por ejemplo, para las Iglesias
Orientales y para la Comunión Anglicana. En
la misma dirección se ha pronunciado ya, en
más de una ocasión, el actual Pontífice,
S.S. Benedicto XVI.
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La realidad
familiar tiene como punto de partida la
realidad del Matrimonio entre un hombre y
una mujer, considerado como una institución
natural, elevada a la condición de
Sacramento, o sea, signo eficaz de la acción
salvífica de Dios.
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El matrimonio, en sí y en cuanto a las formas de
su celebración y realización, y la familia –tal
y como solemos entenderla hoy en nuestra cultura
occidental– son temas que no han dejado de
interesar a la Iglesia en su ya larga historia
de veinte siglos. La Iglesia valora grandemente
ambas realidades, el matrimonio y la familia,
pero existen una prehistoria y una historia
acerca de las mismas y, por lo tanto, acerca de
las opiniones, las reflexiones teológicas y las
decisiones magisteriales en el seno de la propia
Iglesia católica. Pero como se trata de una
realidad considerada y valorada más allá de las
fronteras visibles de la Iglesia, pensadores no
cristianos y legislaciones distantes y hasta
opuestas a los criterios de la Iglesia, también
se han ocupado de ella. Me parece que no es
necesario insistir en cuánto influyen en todo
ello los condicionamientos culturales, diversos
en las diversas etapas de la Historia y en las
distintas zonas geográficas.
Para la Iglesia Católica, según el nivel actual
de comprensión de la Revelación, las opiniones
más comunes entre los teólogos católicos, las
decisiones del Magisterio y las estipulaciones
canónicas, la realidad familiar tiene como punto
de partida la realidad del Matrimonio, entre un
hombre y una mujer, considerado como una
institución natural, elevada a la condición de
Sacramento, o sea, signo eficaz de la acción
salvífica de Dios. Como todo Sacramento, el
Matrimonio hoy supone también una celebración
litúrgica en la que se hacen presentes todos los
componentes de la visión católica del mismo,
concebido y así celebrado como unión de
complementariedad, sustentada en principio por
el amor recíproco, que normalmente debe conducir
a la comunión corporal y a la procreación. El
Matrimonio, visto así, incluye las notas de
unidad e indisolubilidad, pero pudieren darse
circunstancias excepcionales en las que la
Iglesia acceda a la disolución de un vínculo
matrimonial. Por otra parte, aunque se trata de
una consideración de suma importancia, no me
parece que éste sea el lugar apto para referirme
a las precisiones teológicas y canónicas que se
derivan de la diversa naturaleza eclesial de los
contrayentes: matrimonio entre bautizados
católicos, entre uno que lo es y otro que no lo
es, matrimonio natural entre no bautizados,
etcétera. La consideración de estas situaciones
haría de este texto, más que un ensayo, un
verdadero libro. |
El beso / Rodin.
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Además, no
olvidamos que aunque la Iglesia Católica
afirma que su visión del Matrimonio y de la
familia es la “originalmente” querida por
Dios, reconoce que no siempre todos sus
componentes se vieron con la nitidez con la
que hoy se afirman. Reconoce también que se
han dado y se dan otras visiones del
Matrimonio y de la familia que dependen de
diversas culturas ajenas o, al menos,
distantes de la Revelación bíblica y de la
Tradición eclesial católica. Además, en la
cultura contemporánea, que tiende a la
globalización o planetarización, la realidad
matrimonial y familiar está adquiriendo
rasgos muy diversos y con frecuencia
distantes de la concepción católica de la
familia y del Matrimonio que debería
sustentarla. Algunos de estos rasgos nunca
habían sido considerados como lo son ahora,
en esta época calificada como postmoderna,
que nos desafía y hasta llega a turbarnos.
Ponen de manifiesto tanto visiones
antropológicas diversas, como la carencia de
una antropología bien articulada. No dejan
de presentar cuestiones teológicas y
pastorales casi totalmente inéditas. Sobre
algunos de estos puntos, volveré al final de
este texto.
Pretendo ahora ofrecerles un bosquejo, no un
cuadro pormenorizado, sino simplemente eso,
un bosquejo: apuntes resumidos e
incompletos, que pudieren ayudarnos a
comprender las realidades eclesiales
contemporáneas acerca del matrimonio y de
algunas realidades familiares. Deberían
siempre ser entendidos como un esfuerzo por
encaminarlas por mejores derroteros, en
|
este
nuestro mundo contemporáneo, pluralista y
demasiado fácilmente iconoclasta en relación con
realidades anteriores, esas que una joven de mi
entorno me calificaba hace pocos días como
“memoria chatarra”. Y como hablar de familia
termina siempre por la consideración que se dé
al matrimonio, los acentos estarán puestos en
él. |
Anoto que una visión completa de lo que parece
enunciar el título de este texto, requeriría un
viaje muy extenso por los datos de la Revelación
contenida en la Biblia, primero en el Antiguo
Testamento y luego, evidentemente, en el Nuevo,
que es su heredero, pero no su repetidor, sino
aquel que le da “cumplimiento”. El viaje debería
continuar, con muchas estaciones, a lo largo de
la antigüedad cristiana y de los diversos
contextos paganos precristianos y concomitantes
del Cristianismo, hasta que, en el seno de la
Iglesia y de la sociedad occidental –más o menos
cristianizada–, se fue llegando a precisiones ya
cercanas a las que conocemos actualmente.
Además, todo ese viaje historizante no podría
excluir ni una antropología, ni –para los
cristianos– todo el entramado de la existencia
cristiana, en cuyo marco se sitúan el matrimonio
y la realidad familiar que se deriva de él, así
como la actitud pro vida que estimula la Iglesia
Católica. Se dan cuenta, pues, de que no puedo
pretender otra cosa que un texto con apariencias
de paisaje inacabado. Como podrían parecernos, a
primera vista, algunos cuadros de los
impresionistas franceses o de nuestro Arístides
Fernández. Pero, aunque inacabado, confío en que
esta pintura ponga en contacto con la realidad y
produzca la apetencia de conocerla mejor.
El Antiguo
Testamento
La valoración positiva de la realidad familiar
atraviesa el Antiguo Testamento desde su primer
Libro, el Génesis. Con un lenguaje popular,
sumamente imaginativo y hasta poético, propio de
las narraciones “mítico-históricas”
(mitopoéticas) que se ocupan de los tiempos
originales de casi todos los pueblos y culturas,
la relación de la pareja hombre-mujer nos es
presentada como componente irremplazable de la
naturaleza humana. Esta relación incluye la
complementariedad, el apoyo recíproco, la
generación de los hijos y el placer sexual.
Además de aparecer, por una u otra razón, en
muchos libros de distinto género literario, hay
un libro, el Cantar de los Cantares, que, todo
él, es un largo poema dedicado al amor de
pareja, al amor nupcial íntegro. La relación
paterno-filial se hace igualmente presente en
libros de diverso género literario, pero es en
los libros sapienciales y en los “históricos”
(algunos pasajes del Pentateuco-Torâh y de los
profetas anteriores) en donde es considerada con
mayor amplitud.
Por otra parte, es un dato conocido que para
acercarnos al misterio inescrutable de la
naturaleza de Dios y de sus relaciones con la
persona humana, los autores inspirados recurren
a imágenes varias tomadas de la experiencia
humana. Entre ellas, están la de Dios como Padre
–y, excepcionalmente, como Madre– y la de Dios
como Esposo siempre fiel, capaz de perdones
inauditos ante la infidelidad de Israel, la
esposa “casquivana” (cf. exempli gratia, todo el
libro del Profeta Oseas).
Ahora bien, ¿qué clase de matrimonio tenían por
delante los autores inspirados? La disciplina
matrimonial y la amplitud de la noción de
“familia” variaron a lo largo de la historia del
Pueblo de la Antigua Alianza. Hay datos que no
podemos precisar con toda exactitud, pero del
conjunto de los textos de diverso género
literario del Antiguo Testamento, y de algunas
referencias históricas no escriturísticas,
podemos concluir, con la mayoría de los
especialistas, que: 1) El matrimonio monogámico
e indisoluble parece haber estado vigente en la
situación original de las tribus o grupos
humanos que llegaron a constituir el pueblo de
Israel: Esta situación es la que reflejan la
primera y la segunda narración genesíacas,
siendo ésta la más antigua, como narración
escrita y como tradición oral. 2) Cuando se
empezaron a recopilar las tradiciones orales y a
pasarlas por escrito y que, con el correr de los
siglos, llegaron a ser el núcleo de la Torâh o
Ley –el Pentateuco– en los siglos x y ix a.C.,
ya estaba extendida la poligamia en Israel, que
remonta hasta los tiempos de los Patriarcas y
los Jueces y se mantiene en los tiempos de los
Reyes, o sea, cuando Israel se constituye como
“estado monárquico”. Sin embargo se conservaron
las referencias monogámicas genesíacas como
“nostalgia fundacional”. 3) Entre los motivos de
la poligamia israelítica podrían |
señalarse los
“políticos” –matrimonios como sellos de
pactos–, una cierta concepción que la
justificaba como la mejor garantía para la
propagación de la especie y “el pecado” que
condujo a la degradación de la vida sexual
tal y como había sido prevista por Dios
mismo y así lo había revelado. En su tiempo
Jesús calificaría este “pecado” como una de
las consecuencias de la “dureza de corazón”
(duritia cordis; sklerokardía; Mt. 19, 3-9);
-4), la práctica de la poligamia descendió
notablemente en los tiempos post-exílicos
debido, probablemente, a la renovación
religiosa de Israel que interiorizaba tanto
la reflexión de los libros de Sabiduría
sobre la excelencia de la monogamia, cuanto
la literatura profética elaborada a partir
del libro de Oseas, en la que el matrimonio
monogámico había pasado a ser la imagen más
recurrente
|
El matrimonio
monogámico
e indisoluble parece haber estado
vigente en la situación original
de las tribus o grupos humanos
que llegaron a constituir
el pueblo de Israel.
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para aproximarse
a la relación entre Dios y Su pueblo; amén
de que ya no se daban las motivaciones
políticas aducidas anteriormente. Sin
embargo, la poligamia no desapareció
totalmente; su uso no estaba prohibido y se
practicaba sobre todo en las clases altas
debido a las mayores posibilidades
económicas. Esta práctica más reducida de la
poligamia estuvo vigente dentro del judaísmo
aún en los tiempos posteriores a Jesús. Se
puede rastrear la legislación judía al
respecto hasta el siglo xvi después de
Cristo. 5) Al mismo tiempo que la poligamia
disminuía, se iba introduciendo el divorcio
en la praxis y en la legislación del pueblo
de Israel; el texto de Deuteronomio 24, 1-4
puede considerarse como la primera ley
divorcista –restrictiva, pero divorcista– en
el ámbito judeo-cristiano. Al parecer, los
textos divorcistas eran y son interpretados,
dentro del Judaísmo, sea de una forma
laxista, según la cual el libelo de repudio
podría otorgarse por causas sin mucho peso,
sea de una forma rigorista, que reduciría su
aplicación sólo al caso de adulterio de la
esposa. Un texto deuteronomista casi
inmediato al anterior, Dt. 25, 1ss., que
también se refiere al divorcio, más que un
texto permisivo es un texto de simple
tolerancia y regulación restrictiva.
El Nuevo
Testamento
El hecho de
Jesucristo, Su existencia terrenal, Su
misterio de encarnación de la divinidad, Su
muerte y resurrección y el inicio temporal
de la Iglesia, constituyen el hecho central
de la Revelación y de la Redención o
“salvación” de la humanidad. De acuerdo con
los textos evangélicos (cf. dos primeros
capítulos del Evangelio según san Mateo y
dos primeros capítulos del Evangelio según
san Lucas), Jesús nace por concepción
virginal en el seno de la Virgen María, como
efecto de la acción del Espíritu de Dios en
el cuerpo de María, aunque todo ocurre en un
marco familiar, como fruto aparente del
matrimonio real, aunque no haya sido
consumado sexualmente, entre José y María.
Los cristianos sabemos que si la Palabra es
reveladora de los designios de Dios e
iluminadora de la existencia humana, los
hechos relacionados con la Historia de la
Salvación también lo son. La existencia
misma de la familia de Nazareth, el hecho de
que el primer milagro o “signo” –como es
calificado en el Cuarto Evangelio (según san
Juan) –, la conversión de agua en vino, haya
tenido lugar en una celebración nupcial, en
Caná de Galilea, y de que María, la madre,
haya intervenido en el mismo de un modo muy
particular, la presencia de la madre al pie
de la cruz y la relación de
maternidad-filiación espiritual, que Jesús,
desde la cruz, momentos antes de morir,
establece entre María y Juan, y la presencia
de María en el hecho del primer Pentecostés
cristiano (Libro de los Hechos de los
Apóstoles), no pueden ser circunstancias
ajenas a la Revelación y a la realización
efectiva de la Economía de la Nueva y
definitiva Alianza.
Por otra parte, Jesús nos revela el misterio
íntimo de la Santísima Trinidad, o sea, la
realidad de Dios que, sin dejar de ser Uno,
como había quedado establecido en la
revelación veterotestamentaria, es Trinidad
integrada por el Padre, Él mismo –que es el
Hijo real ante tempora– y el Espíritu Santo.
La relación paterno-filial aquí ya no es
solamente imagen o metáfora, sino que es
constitutiva de la realidad íntima de Dios.
Al Padre se dirige Jesús como tal,
diferenciando la realidad de Su relación, de
la realidad metafórica que corresponde a la
relación nuestra con Dios. Sin embargo, se
trata ahora de una metáfora sumamente fuerte
pues, según Jesús, a Dios podemos llamarlo
“Papá”, Abba, o sea, con una expresión
familiar de la mayor cercanía posible, y
todos los que cumplen Su voluntad, son
“hermanos”. Todos estos hechos, enseñanzas y
expresiones lingüísticas de Jesús son
asumidas por la comunidad cristiana de
Jerusalén y por los evangelizadores desde
los inicios mismos del Cristianismo. Testigo
de ello son las Cartas Apostólicas, el Libro
de los Hechos y hasta los mismos Evangelios
en su redacción definitiva. Si las palabras
y los hechos de Jesús allí aparecen como los
leemos hoy, aunque no podamos demostrar que
sean siempre ipsissima verba et facta Jesu,
es porque así los percibieron las
comunidades apostólicas y los autores
inspirados. Así las cosas, podemos afirmar
que el lenguaje lleno de referencias
familiares, como metáfora y como realidad, y
los hechos relacionados con la realidad
familiar también atraviesan todo el Nuevo
Testamento.
Ahora bien, a la hora de esforzarnos por
comprender rectamente y valorar las
enseñanzas de Jesús en relación con la
familia y a su institución fundacional, el
matrimonio, no sólo debemos tener en cuenta
el mundo judío, sino también el mundo de la
gentilidad permeada por la cultura
greco-romana. Los hechos que conocemos sobre
los primeros años de la existencia eclesial
ocurren en el ámbito de esta cultura y del
régimen jurídico romano. Conocemos los
primeros pasos de la evangelización en el
Cercano Oriente y la cuenca del
Mediterráneo, Mare Nostrum. Lo que se dice
acerca de la primera evangelización hacia el
este, más allá de las fronteras romanas
(p.e. en Persia y en la India), se mezcla
con las brumas de la leyenda y, en cualquier
caso, nada de ello aparece ni en los libros
del Nuevo Testamento, ni en fuentes
históricas categóricamente fiables.
Creo que podemos afirmar que las mejores
tradiciones romanas apoyaban la familia y
algunas corrientes éticas vigentes todavía
en los inicios de la era cristiana
reforzaban este apoyo. Sin embargo, en la
medida en que los valores tradicionales
romanos fueron afectados por la carcoma de
la corrupción en el espacio cultural,
político y jurídico del Imperio, la familia
de ese ámbito se vio sumamente afectada, al
menos las familias de las clases superiores,
en las que la corrupción nos resulta,
históricamente, más evidente. El divorcio y
la tolerancia con respecto al concubinato y
a todas las formas imaginables de relación
afectivo-sexual, incluyendo las relaciones
íntimas entre personas del mismo sexo –que
casi siempre estaban casadas con la
correspondiente persona del otro sexo–, se
hicieron realidad cotidiana. En las familias
de lo que hoy llamaríamos “clase- media” y
en las clases más pobres se conservaron
mejor las viejas costumbres familiares,
cuando ya en las clases más altas, sobre
todo en la corte imperial romana y en
algunas de las grandes ciudades más
cosmopolitas, como Alejandría y Corinto,
eran sólo alimento de recuerdos y, si acaso,
de una cierta nostalgia de un pasado que, ya
entonces, se mitificaba.
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Las enseñanzas
del Nuevo Testamento acerca del matrimonio,
abundantes tanto en los evangelios como en
textos paulinos, tienen el peso de ser
vinculantes en el mayor grado en relación
con los cristianos de cualquier confesión.
Sin embargo, no todos los textos
neotestamentarios sobre el tema son de fácil
exégesis. Me parece que, de forma muy
sintética, podemos afirmar que: 1) El texto
transmitido por los evangelios sinópticos
(Mt. 5, 31.32; 19, 1-12; Mc. 10, 2-12; Lc.
16, 18) acerca de la posibilidad o no de
disolución del matrimonio constituye una
exégesis auténtica de Jesús acerca de Gen.1
y 2 y Deut. 25, 1-4, y está en la línea de
la defensa de la unidad y de la
indisolubilidad como voluntad original de
Dios, así como de la consideración del
divorcio como una mera tolerancia debida a
la “dureza del corazón” humano (cf. supr.).
2) La interpretación de la excepción que
parecen introducir los versículos 31 y 32
del cap. 5 y el v. 9 del cap. 19, del
Evangelio según san Mateo–, “mè epì porneía”
que algunos traducen como
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“salvo en el
caso de adulterio”–precedida en el primero
de los textos por la preposición “parektòs”–
que algunos traducen por “excepto” y otros
por “incluso” –no es unánime ni siquiera
entre los exegetas católicos. ¿De qué se
trata cuando se habla de “porneía”? ¿De
prostitución? ¿De adulterio? ¿De nuevo
matrimonio para los judíos o paganos
convertidos al Cristianismo, cuyo cónyuge
permanece en la fe anterior? De hecho, la
mayoría de las Iglesias Orientales, de los
anglicanos y de las comunidades eclesiales
surgidas de la Reforma se apoyan en esta
excepción del Evangelio según san Mateo para
aprobar el divorcio con disolución del
vínculo y posibilidad de nuevo matrimonio
canónico en el caso de adulterio. 3) Dadas
las dificultades lingüísticas de los pasajes
mateianos aducidos, me parece que el exegeta
católico debe apelar a una interpretación
que sea coherente con el resto de la
doctrina neotestamentaria acerca del
matrimonio y de la familia, así como con la
conocida disciplina matrimonial de la
Iglesia en el período apostólico e
inmediatamente postapostólico. 4) El otro
texto del Nuevo Testamento, el del llamado
“privilegio paulino” (1Cor. 7, 12- 16), no
deja de ser restrictivo pues apoya la unidad
e indisolubilidad aún en el caso de
matrimonio mixto, o sea, de matrimonio entre
una parte que se ha convertido al
cristianismo y otra no, siempre que no
surjan dificultades irremediables y si es la
parte no cristiana la que pide la
separación. 5) Otros textos que no
deberíamos soslayar son: a) 1Cor.7, 1-9 que
es el texto neotestamentario más explícito
sobre las obligaciones éticas en la relación
matrimonial; b) Ef.5, 22-32, pasaje
sumamente denso desde el punto de vista
teológico en el que san Pablo desarrolla
toda una ética teológica a partir de
imágenes provenientes del
Antiguo-Testamento, pero sumamente
enriquecidas por el Misterio cristiano. Como
“gran misterio o sacramento” califica san
Pablo la realidad del matrimonio humano, que
él aplica a la relación entre Cristo y Su
Iglesia; c) Col.3, 18.19, en el que san
Pablo expone algunas exigencias éticas de la
convivencia en familia y abarcan a todos los
integrantes de la familia y a las relaciones
entre todos, según los cánones romanos de la
época: marido y esposa, hijos y padres,
siervos y amos; d) 1Tim 2, 8-15 en el que el
autor contempla, de manera inmediata, al
hombre y a la mujer en la celebración
cultual, pero su vista se dirige más allá;
e) Tit.2, 5.6 en el que el autor da consejos
a las ancianas, a las esposas jóvenes y a
los siervos; f) 1 Ped.3, 1-7 añade algunos
detalles a las enseñanzas paulinas sobre las
relaciones conyugales.
Además, recordemos
–e insisto en ello– que en la interpretación
de textos neotestamentarios acerca de
cualquier tema que se integre dentro del
mensaje cristiano y su novedad –y esta
aseveración vale para los textos relativos
al matrimonio y a la familia– es
imprescindible tener en cuenta la globalidad
del mensaje y la articulación entre todos
sus componentes, así como el cotejo del
texto y sus posibles interpretaciones
lingüísticas, con la praxis cristiana en la
época en que se están redactando los textos,
o sea, en los tiempos apostólicos e
inmediatamente postapostólicos. ¿Cómo vivió
la Iglesia naciente el contenido del texto
en cuestión? ¿Cuál era la disciplina
matrimonial eclesiástica? De esta clave, no
se debería prescindir.
La celebración
del matrimonio
en la época patrística
Todo parece
indicar que, en cuanto a la forma de la
celebración del matrimonio, los cristianos
seguían los usos propios del lugar en el que
estaban, siempre en el marco de la
legislación y la cultura grecorromana. El
contenido y la significación o sentido dados
a la unión matrimonial a la luz de la fe
cristiana era, casi siempre, diverso al que
les confería la cultura pagana. Con mayor o
menor fidelidad, según las circunstancias,
se atenían a lo que he expuesto
anteriormente como enseñanza
neotestamentaria, heredera de la judía. Pero
la forma de la celebración era más o menos
análoga a la de los demás ciudadanos del
lugar. No existía, pues, una forma canónica
prescrita para la celebración cristiana del
matrimonio.
Debemos reconocer, por otra parte, que en el
ámbito del Derecho Romano, tal celebración
no era concebida como algo totalmente
profano; civil diríamos hoy. Para los
romanos, las bodas eran “divini iuris et
humani communicatio” (comunicación de
derecho divino y humano, Cod. Justiniano,
IX, 32,4). Se conocen ritos nupciales
realizados por sacerdotes paganos en plena
cultura helenística. Durante el siglo i, o
sea, en los orígenes mismos del
Cristianismo, no encontramos indicios de
ritos u ordenamientos sociales o cuidados
pastorales cristianos, en relación con el
matrimonio, distintos de las actitudes de
los paganos al respecto. Ahora bien, me
parece que ya entonces era aplicable la
norma general sobre la observancia del
Derecho Romano que pronunció San Jerónimo en
el siglo iv: “Una cosa son las leyes del
César y otra la ley de Cristo; una cosa es
la ley de Papiniano y otra la de Pablo” (Ep.
77, 3). El hecho de que el derecho civil
permitiera el divorcio –y esto aún después
que hubo emperadores ya cristianos– no
quiere decir que la Jerarquía de la Iglesia
fuese igualmente permisiva en relación con
el mismo. La permisión de la ley no equivale
a obligación. Las primeras disposiciones de
origen evidentemente cristiano en relación
con el matrimonio
|
provienen de san
Ignacio de Antioquia, en los inicios del
siglo ii, poco antes de su martirio ocurrido
en Roma en el año 107. Prohíbe a los
cristianos la práctica de ritos paganos,
como los sacrificios a los dioses, y
prescribe que el matrimonio se realice con
la aprobación del obispo, para que todo sea
“conforme al Señor” (Carta a san Policarpo,
obispo de Esmirna). En el siglo iii
encontramos una cierta profundización
teológica por parte de San Clemente de
Alejandría cuando afirma que el matrimonio
previo queda “santificado” cuando se recibe
el Bautismo, sin que sea necesario realizar
otro rito especial (Stromata 3,17). Sin
embargo, de acuerdo con nuestros criterios
contemporáneos, la concepción matrimonial
del alejandrino es reductiva, ya que aunque
afirma que el matrimonio no es pecado,
afirma la procreación como fin principal y
razón de ser del acto conyugal, a lo que
añade como fin secundario que está
instituido para que la mujer sea ayuda del
hombre en la casa, la enfermedad y la vejez.
Esta concepción va a convertirse
prácticamente en doctrina común de los
Padres orientales.
Toda pareja, en el ámbito del Imperio
Romano, fuesen los contrayentes paganos o
cristianos, en el marco de una celebración
eminentemente familiar y con el cumplimiento
de ciertas formalidades, contraía lo que hoy
llamamos matrimonio civil según las leyes
vigentes en el momento y lugar. Estas
formalidades jurídicas conferían valor legal
de matrimonio a la unión de la pareja. Si
faltaba la formalidad civil, la unión era
socialmente considerada concubinato, no
matrimonio. Los cristianos aceptaban esta
práctica y eludir las formalidades civiles y
permanecer en concubinato era considerada,
una actitud posiblemente tolerada (no hay
certezas documentales al respecto), aunque
“escandalosa”.
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Como todo Sacramento,
el Matrimonio hoy supone también
una celebración litúrgica
en la que se hacen presentes
todos los componentes
de la visión católica del mismo.
El beso / Olger
Villegas.
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En el siglo iv ya aparece la figura del
sacerdote o del obispo impartiendo una bendición
a los novios, pero siempre en la fiesta nupcial,
en el ámbito de la celebración familiar. Por
consiguiente, aunque no todos los datos
aparezcan con claridad, se puede estimar que, en
aquel entonces, cuando se habla de matrimonio
“eclesiástico”, se hace referencia al matrimonio
entre bautizados, celebrado en el seno de la
familia, sin una intervención jurídica de un
ministro eclesiástico, pero con el cumplimiento
de las formalidades jurídicas prescritas en el
tiempo y lugar, para evitar la calificación casi
siempre “escandalosa” de concubinato. La
significación eclesial del matrimonio le venía
dada por el bautismo, no por un rito ad hoc.
Según Tertuliano, la eucaristía refuerza la
celebración matrimonial (confirmat oblatio, Ad
uxorem, 2,9)), pero no tiene la significación de
Misa de Desposorios. Durante los siglos iv y v
aumentan los testimonios, en Roma, de
eucaristías celebradas con ocasión de la fiesta
nupcial, pero sólo en el caso de casamiento de
clérigos. Hasta el siglo x no son de uso común
en matrimonio de laicos. Poco a poco se va
introduciendo la costumbre de que los
participantes en la celebración nupcial familiar
se trasladen a la Iglesia o a sus puertas y allí
(in facie ecclesiae) reciban los novios la
bendición del obispo o del sacerdote. Sixto III
(432 –440) es el Papa que por primera vez habla
de la Misa de desposorios, pero como algo
facultativo y sólo para laicos cristianos de
conducta ejemplar. De acuerdo con el orden
jurídico y social en vigor, para la validez sólo
se necesitaba la aprobación del padre y el
consentimiento de la pareja, pero habitualmente
se exigía la “constancia” de ambos requisitos.
Una anécdota de la época patrística pone de
manifiesto el respeto de los cristianos por las
leyes familiares romanas, a pesar de las
dificultades que su vigencia podía acarrear. San
Agustín (354-430) tuvo una concubina desde su
juventud, a la que sabemos, por su propio
testimonio personal, amó muy profundamente. De
ella tuvo a su hijo Adeodato. Después de su
conversión al Cristianismo y de su bautismo en
Milán, el 25 de abril de 387, no pudo continuar
la relación con ella, a pesar de que era buena y
de que la amaba porque, según las leyes romanas
vigentes, no podía contraer matrimonio válido
con ella, pues ella era de “clase inferior” a la
de Agustín. Habría tenido que seguir con ella en
concubinato –lo cual tenía también cierto valor
legal– y esto habría sido un “escándalo” en la
comunidad cristiana. Se separaron. Ella volvió
al norte de África en donde todo parece indicar
que se incorporó a un grupo de mujeres
cristianas “consagradas”, del que formaba parte
una hermana de Agustín. Adeodato quedó con
Agustín y Mónica. Ésta se dio a la tarea de
buscar una posible esposa para su hijo Agustín.
Apareció una muchacha sumamente joven,
cristiana, pero no complació suficientemente a
Agustín y, de hecho, éste más nunca tuvo
relación afectiva con mujer alguna, ni contrajo
matrimonio posterior, a pesar de que era
relativamente joven – 33 años– en el momento de
su conversión. Además, es posible que, a sus
ojos de recién convertido, sin haber adquirido
todavía la profundidad espiritual e intelectual
que llegó a tener después, ese eventual
matrimonio no habría constituido impedimento
para el seguimiento de su ulterior vocación
sacerdotal y su ministerio episcopal. En tiempos
de san Agustín –tránsito del siglo iv al siglo
v– no estaba vigente en todas partes, con la
misma intensidad, la actual legislación
celibataria eclesiástica occidental, aunque ya
ésta era recomendada, al menos desde inicios del
siglo iv, como la mejor situación espiritual
para quien deseara vivir, con genuina densidad,
el sacerdocio ministerial. Después de la
exposición del caso de san Agustín como ejemplo
ilustrativo, vuelvo a la historia del matrimonio
católico en Occidente.
En las Galias y en España se introdujo, en vez
de la bendición de la pareja en su casa o in
facie ecclesiae, la bendición del tálamo. Si en
la Iglesia en Italia se privilegió el
consentimiento, en las Galias y en España la
“cópula” ocupaba el primer lugar. Ambas teorías
llegaron a unirse en el derecho canónico
posterior. En Inglaterra hay que esperar hasta
el siglo x para encontrar referencias a algún
rito eclesiástico relacionado con el matrimonio.
El antecedente más rico de la reflexión
teológica que determinó la reglamentación
canónica hay que buscarlo, precisamente, en la
obra de san Agustín, ya sacerdote y luego obispo
de Hipona. Es el teólogo que mayor influjo tuvo
en la teología occidental durante toda la Edad
Media. En relación con el matrimonio, san
Agustín se interesa ante todo en su valor ético.
Para Agustín, el matrimonio es bueno por razón
del bonum tripartitum: proles, fides et
sacramentum. O sea, la procreación y educación
de los hijos, la fidelidad matrimonial y el
valor de símbolo con referencia a la unión de
Cristo con la Iglesia. Hasta donde llegan
nuestros conocimientos, san Agustín es el
primero en llamar sacramentum al matrimonio y lo
hace en un sentido amplio, como una realidad
santa que es signo de una realidad santa, la
unión entre Cristo y Su Iglesia, en la misma
dirección que san Pablo en su Carta a los
Efesios (5,32), pero no nos dice si es fuente de
gracia, lo que requeriríamos para completar el
sentido que damos hoy a la palabra “sacramento”.
Ahora bien, así como la unión entre Cristo y la
Iglesia es indisoluble, inquebrantable, así lo
es también el matrimonio de los cristianos.
Llega a comparar este efecto de
indestructibilidad con el producido por el
Bautismo, aunque el vínculo es contemplado
todavía como una obligación moral, como un
imperativo ético, no como llegó a ser
considerado después, o sea, como una vinculación
ontológica.
Evolución y
precisiones
en la Edad Media
Sin que éste sea el lugar propio para
pormenores, no puedo dejar de mencionar que, a
partir del siglo ix el matrimonio va adquiriendo
la condición de res mixta, según la nomenclatura
de los canonistas posteriores. Gestos que hasta
entonces estaban incluidos solamente en el
ritual civil, como el contrato de esponsales y
la entrega de la dote, se eclesializan tanto en
la Liturgia como en el Derecho Canónico. Debido
a la importancia social de la Iglesia en la
nueva sociedad, la realidad cambió de signo. Muy
rápidamente, aunque no de manera |
igual en todas
las regiones de Europa, se llegó ya en
tiempos de Carlomagno, a la necesidad de la
intervención eclesial para la validez del
matrimonio. Los símbolos que se fueron
haciendo comunes en la Liturgia –como el
velo, la unión de las manos derechas, el
anillo, etcétera– están tomados de los usos
populares. Esta evolución está en la raíz de
que durante siglos se presentaran
confusiones entre el ámbito de la
jurisdicción civil o profana y la
eclesiástica. En esa época, todavía de
indefiniciones, la validez eclesiástica
solía colocarse en la intervención
sacerdotal en la celebración, más que en el
consentimiento y/o en la cópula. Todo esto
pasó a ser motivo de reflexión y discusión
teológica y, finalmente, de reglamentación
canónica. Pero eso no sucedería hasta los
siglos xi y xii.
La visión del matrimonio como sacramento en
el sentido actual, postridentino, del
término, resulta de la teología especulativa
y de la disciplina canónica tal y como se
desarrollaron entre los siglos xi y xiii, o
sea, después que la Iglesia, en casi toda
Europa, tuvo en sus manos la jurisdicción
plena sobre el matrimonio. El camino no fue
rectilíneo. En un primer momento de esta
reflexión, se prestó más atención a los
aspectos antropológicos y jurídicos que a
los netamente teológicos. Por ejemplo, la
pregunta fundamental primera, la que agitó
las mayores discusiones fue: ¿qué hace que
una unión entre un hombre y una
|
San
Agustín. |
mujer sea
matrimonio, el consentimiento o la relación
sexual o cópula? De esta pregunta surgió
entonces la cuestión teológica: ¿en cuál de
estos dos momentos o situaciones debe
situarse el sacramento o la materia del
sacramento? Como trasfondo de estas
cuestiones estaban las diversas concepciones
especulativas y jurídicas que originaron la
identidad europea medieval: –según la
concepción romana clásica, el matrimonio
dependía sustancialmente del consentimiento;
–según la concepción franco-germánica,
dependía de la cópula. Y en esto se acercaba
a la concepción judía, que privilegiaba la
procreación en el matrimonio. Los teólogos,
al parecer, se inclinaban por la concepción
romana; los canonistas, por la
franco-germánica.
Simplificando mucho
las cosas, me parece que se puede afirmar
que en los inicios de la Escolástica
coexisten tres opiniones en relación con la
“identidad cristiana” del matrimonio: 1) el
matrimonio es esencialmente una relación
sexual, cópula, y la decisión de tal unión
pertenece al consentimiento; 2) el
matrimonio es ante todo una comunión de vida
espiritual en la cual la cópula sexual puede
darse, pero no constituye su identidad, o
sea, el matrimonio se define ante todo como
coniugium, no como copulatio; el matrimonio
de José y María se considera verdadero
matrimonio aunque nunca haya habido cópula;
3) el matrimonio se define por su dimensión
social, como el fundamento del espacio vital
que los niños necesitan para llegar a
alcanzar su madurez normal; de ahí inclusive
el nombre “matrimonium”, derivado según las
Etimologías de San Isidoro de Sevilla, de
“munus matris” (IX, 8,19). Ya en el siglo
xii, Pedro Lombardo y el Decreto de Graciano
llegan a una síntesis entre la línea
teológica –consentimiento, matrimonio rato–
y la canónica –cópula, matrimonio consumado.
La unio animarum es considerada el núcleo de
la unión sexual. Y en el siglo xiii la
visión global del matrimonio incluirá ya
también su dimensión social: unión sexual,
comunión espiritual y fundamento de la
familia.
De modo paralelo, se desarrolla en la
Iglesia la concepción sacramental más
completa –no sólo en relación con el
matrimonio, sino con la economía sacramental
cristiana en su integridad– y siempre en el
marco de la evolución de la celebración
litúrgica. Sin poder entrar aquí en
pormenores meándricos, básteme recordar que,
en el caso del matrimonio, uno de los
grandes estímulos en orden a una
relativamente rápida evolución hacia esa
concepción sacramental más completa, reside
en la reacción contra las corrientes cátaras
y albigenses, menospreciadoras del
matrimonio y de la sexualidad. De ellas se
ocupó el II Concilio de Letrán en 1139.
Corresponde a santo Tomás de Aquino, en su
Summa Contra Gentiles (IV, 78), el
señalamiento, teológicamente definitivo, de
que el matrimonio incluye una virtud
salvífica positiva. Creo que con ello se
cumple, por complementos y enriquecimientos,
el arco iniciado por San Agustín con la
concepción del matrimonio como imperativo
ético. Lo que viene después son los
desarrollos, pero la ontología matrimonial
sacramental ya tenía echados los cimientos.
El Concilio de
Trento (1545-1563).
Teología y disciplina canónica
posteriores a Trento
El Concilio de
Trento asumió la evolución a la que había
llegado la alta Escolástica. Si el
movimiento de la Reforma protestante negó la
condición sacramental del Matrimonio, todo
parece indicar que la motivación no estuvo
tanto en las razones teológicas, sino en las
sociopolíticas. Es decir, en los territorios
en los que imperó la Reforma, se rechazaba
la jurisdicción de la Iglesia sobre los
matrimonios y la valoración sacramental de
los mismos traía consigo el “riesgo” de
aportar una justificación teológica para tal
jurisdicción.
|
Santo Tomás de Aquino.
|
Las
clarificaciones teológicas tridentinas
acerca del Matrimonio estimularon la
evolución de las regulaciones canónicas que
apuntaron, de manera bastante rápida y
universal, hacia el establecimiento de la
relación intrínseca entre la forma litúrgica
y la validez jurídica, contempladas en el
marco de la acción salvífica de la Iglesia.
Los datos permiten afirmar también que a
esta evolución estuvo unida la exigencia
creciente de los asentamientos en libros
parroquiales y la expedición de documentos
en los que constara la soltería o el
matrimonio de los interesados. El hecho de
las guerras en Europa y de las conquistas y
de los procesos de colonización en
territorios lejanos de los países europeos
de tradición católica, daba lugar al
alejamiento, prácticamente definitivo, de
muchos hombres, de su familia original. El
asentamiento en un nuevo territorio los
podía conducir a intentar un nuevo
matrimonio y una nueva familia. La exigencia
de documentos no podía ser demasiado severa
en aquellos siglos –entre el xvi y el xix,
dada la dificultad de las comunicaciones–
pero con ello se trataba de
|
reforzar, hasta donde resultaba posible, la
validez de las concepciones adquiridas de unidad
e indisolubilidad. Había también una intención
de proteger a la mujer casada y a los hijos que
quedaban en el territorio de origen y que un
buen día podían saber que el esposo -padre
aparecía casado eclesiásticamente en otro país,
con familia establecida. Dado el marco
histórico, confluían los argumentos teológicos,
canónicos, sociales y económicos.
Conclusión
Algunas consideraciones que nos ayuden a pensar
acerca del matrimonio, la familia y la
sexualidad en la contemporaneidad y la
postmodernidad.
La Revelación, que debe regir siempre el
pensamiento, la ética, la disciplina y, en
general, las acciones de la Iglesia, terminó con
los Apóstoles y sus discípulos que pusieron por
escrito sus enseñanzas. Pero la comprensión de
los contenidos de la Revelación, su
interiorización y la encarnación de la misma en
los distintos contextos culturales, determinados
por la Historia y la Geografía, es fruto del
Espíritu de Dios y durará tanto cuanto dure el
“tiempo de la Iglesia”. En ese proceso, aparecen
algunos elementos no vistos con diafanidad desde
el principio y desaparecen o se modifican otros.
Pero así se va construyendo una especie de
sedimento estable con el que se constituye la
Tradición. Así, con mayúscula. En este sedimento
estable entran componentes irrenunciables de la
Fe y de la Ética cristiana. La evolución en la
visión del Matrimonio hasta su comprensión
contemporánea como uno de los sacramentos o
signos de la Nueva Alianza, con las
características recogidas en la actual
disciplina canónica y desarrolladas por los
teólogos dogmáticos y por los moralistas
católicos, es uno de esos ejemplos.
La sociedad occidental contemporánea ya no es la
misma que aquélla en la que se llegó a las
clarificaciones actuales acerca del Matrimonio,
ni la presencia física de la Iglesia Católica
está limitada hoy al mundo occidental como lo
estaba, casi exclusivamente, en la Edad Media y
en los tiempos del Concilio de Trento. El
pluralismo de visiones dentro del mundo
occidental acerca de la familia, del sexo, del
matrimonio, etcétera, tiende a imponerse e
incluye criterios que se contraponen a los que
la Iglesia afirma como irrenunciables. Pienso,
por ejemplo: –en la complejidad de las
situaciones matrimoniales que han llegado a
configurar la facilona mentalidad divorcista
contemporánea; –en la casi universal
justificación de las relaciones sexuales pre y
extra matrimoniales; –en la recurrencia
irresponsable al aborto como medio para la
limitación de la familia y en el ocultamiento de
su verdadera entidad asesina bajo el capote de
derechos de la mujer sobre su cuerpo; –en las
relaciones entre personas del mismo sexo que han
podido llegar a calificarse como “matrimonio” y
que hasta podrían llegar a ser jurídicamente
fundacionales de una nueva familia; –en la
poligamia vigente en la cultura musulmana y en
algunas culturas africanas, etcétera.
En relación con la atención pastoral a los
divorciados de matrimonio civil, la disciplina
eclesiástica contemporánea tiene hoy más en
cuenta las causas reales de nulidad en los
matrimonios canónicos anteriores de una o de
ambas partes. En muchos casos se trata de
matrimonios que se realizaron con forma
canónica, pero que, por diversas razones, fueron
contraídos con vicios graves de consentimiento.
Con respecto a las relaciones estables entre
personas del mismo sexo, no veo dificultad en
que sean protegidas por las leyes civiles, pero
no me parece conveniente que esa nueva figura
jurídica reciba el mismo nombre de “matrimonio”.
En principio, por las más simples razones de
claridad lingüística, dos realidades diversas,
ni en este orden, ni en ningún otro, deben ser
identificadas por la misma palabra. El lenguaje
propio del Derecho, sobrio, claro y preciso, nos
ha habituado a eso al menos desde el tiempo del
ius romanum A fortiori cuando las realidades en
cuestión no sólo son diversas entre sí, sino que
también generan naturalmente situaciones
sociales diversas, como sería el caso entre el
matrimonio de una pareja heterosexual y la unión
protegida legalmente de una pareja estable del
mismo sexo. Es difícil calcular el sinfín de
inconvenientes de diverso orden que acarrearía
dicha confusión de los términos y de las
realidades éticas involucradas. Por el momento,
no me siento capaz de proponer ningún término
que yo mismo considere satisfactorio para
calificar, jurídica y socialmente, esta nueva
figura jurídica, tan reclamada en casi todas las
naciones modernas. Sólo me atrevo a pedir, en
primer lugar, que no se utilice el término
“matrimonio”; y, en segundo lugar, que el
término elegido sea bien pensado, que se tengan
en cuenta las diversas disciplinas que se ocupan
de la persona humana, y que, en el contexto
social en que se utilice, el término elegido no
traiga aparejadas connotaciones irrespetuosas
ni, mucho menos, despectivas en relación con los
homosexuales y las lesbianas. Casi todas las
corrientes antropológicas contemporáneas nos han
enseñado a contemplar la complejidad de la
sexualidad humana de manera diversa a la que
solían tener nuestros padres y abuelos y, por
supuesto, nuestros antepasados más remotos.
La Iglesia no va a renunciar a los criterios
establecidos por la Revelación, y fijados por la
Tradición, en la que el Magisterio Eclesiástico,
convenientemente contextualizado, es un
componente irrenunciable. Pero tampoco puede
ignorar la realidad personal y familiar
contemporánea. Esto la obliga a promover una
acción evangelizadora y pastoral, general y
específicamente prematrimonial y familiar, que
esté bien sustentada, no sólo en la Revelación y
la Tradición, sino que tenga también en cuenta
una antropología de inspiración cristiana y la
defensa de la vida íntegra, así como las
adquisiciones más recientes de las ciencias
biológicas, de la psicología y de las ciencias
sociales.
Esta acción evangelizadora y pastoral no debería
dejar de incidir en la formación de las nuevas
generaciones de cristianos y en la disciplina
para la recepción de los Sacramentos, tanto en
la de los de la “iniciación cristiana”
–Bautismo, Confirmación y Eucaristía–, como
específicamente en la del Matrimonio. La praxis
pastoral católica, medieval y tridentina, estaba
condicionada por el conocimiento que teníamos
entonces acerca de la persona humana, así como
por la opinión de que vivíamos en un mundo, en
principio, mayoritariamente cristiano y
conformado por los criterios del Cristianismo.
Hoy sabemos que la realidad humana es mucho más
compleja de lo que estimábamos y que la
situación del Cristianismo en el mundo no es
excesivamente halagüeña, ni siquiera en el
llamado “occidente cristiano”. No parece que lo
llegue a ser, al menos, en un período cercano a
nosotros. No hablemos de los países y grupos
humanos en los que priman culturas y religiones
que, ya en principio, no son cristianas. La
ética personal y familiar cristianas pueden ser
asumidas, con la ayuda de la gracia y el
conveniente esfuerzo humano, sólo desde la fe
cristiana, no desde el ateísmo, el agnosticismo,
el Islam, el animismo africano, el budismo, el
hinduismo, las religiones aborígenes americanas,
etcétera. El Espíritu de Dios no dejará de
suscitar en la Iglesia las respuestas fieles y
realistas más adecuadas a los desafíos que
presenta a la vida de la Iglesia su encarnación
salvífica en esta sociedad contemporánea,
crecientemente pluralista y neopagana.
En más de una ocasión, S.S. Benedicto XVI – que
mucho sabe de estas realidades en las que se
relacionan la Fe y la Teología, con la Razón en
sus dos dimensiones, la filosófica y la
científica, y no sólo especulativamente, sino
también existencialmente– insiste en que el
Cristianismo no debería ser presentado como un
elenco de prohibiciones, sino positivamente.
Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, no
deje de iluminarlo en Su difícil ministerio
petrino. Y nos ayude a nosotros, hombres y
mujeres católicos de la aurora de este siglo
xxi, a seguir andando, con fidelidad gozosa, por
el sendero que nos traza.
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