Maruschka
Van Heuten fue una inmigrante holandesa que se contó
entre las miles de mujeres que oraban frente a las
puertas de los bares de los Estados Unidos para que
los clausuraran, luego de su reapertura tras la Ley
Seca. Su marido le había fracturado las costillas
tres veces.El hombre,
ebrio, le propinaba sonadas golpizas por el menor
contratiempo doméstico. A la larga, la condujo
directo a una lápida del cementerio de New Jersey,
después que la infeliz no resistiera una bestial
sesión de azotes.
En 1997, Ana Orantes, una
mujer española de 60 años, fue quemada viva por su
esposo después de denunciar en televisión cuatro
décadas de malos tratos.
Este lunar monstruoso del
comportamiento de algunos especímenes de la especie
a lo largo de la historia tiene en la Van Heuten o
en Ana a dos de sus tantísimas víctimas. Infelices
cuyos nombres se desdibujan entre las brumosas
estadísticas del ayer; pero que continúan muriendo
hoy.
Una investigación expuesta en
el primer Congreso Internacional sobre Violencia de
Género, celebrado en Valencia, planteó que entre el
40 y el 50 por ciento de las mujeres de países como
Finlandia, Suecia y Alemania había sido víctima de
la violencia masculina.
Justamente en los países
nórdicos situaba otro informe de difusión paralela
el epicentro de los asesinatos domésticos de mujeres
en 2006, con cien al año. Al comentar el asunto a
los medios, el director del Centro Reina Sofía para
el Estudio de la Violencia, José Sanmartín,
reflexionaba:
«En dichas naciones existe una
mejor educación desde el punto de vista sexual, son
menos sexistas, pero detrás de las elevadas cifras
de maltrato hacia la mujer podría estar un consumo
excesivo de ciertas sustancias tóxicas como el
alcohol, que desinhibe y hace que no haya frenos
morales».
Y agregaba que los números se
oponían a la idea preconcebida de que los
inmigrantes son más violentos en las relaciones
matrimoniales o de pareja, en tanto los abusadores
eran oriundos en su mayoría de Europa, el continente
tenido en cuenta por el estudio.
Sanmartín ubicó a España —en
lo que constituyó sorpresa para mí, pues manejaba
otros datos— al final de este libro negro, al
ejemplificar que en la década anterior esposos,
novios o ex maridos mataban a sus compañeras allí a
razón de 90 anuales; y ahora el número había
disminuido a unas 60.
La mortalidad no es ni con
mucho el principal indicador de la violencia de
género dentro del recinto hogareño. Muchas veces su
víctima oculta la agresión por miedo, dependencia
económica de la pareja, hijos en común con el
agresor, poco valor para dejar la relación...
En texto publicado en el
órgano digital Mujeractual, Andrés Montero se valía
de los teóricos Dutton y Painter para intentar
explicar la ocurrencia de vínculos paradójicos entre
víctima y agresor, fundamentalmente apelando a
claves afectivas o emocionales que aparecen en el
contexto del entorno traumático.
«Dutton y Painter (1981) han
descrito un escenario —escribió— en el que dos
factores, el desequilibrio de poder y la
intermitencia en el tratamiento bueno/malo, generan
en la mujer maltratada el desarrollo de un lazo
traumático que la une con el agresor a través de
conductas de docilidad.
«Según ellos el abuso crea y
mantiene en la pareja una dinámica de dependencia
debido a su efecto asimétrico sobre el equilibrio de
poder, siendo el vínculo traumático producido por la
alternancia de refuerzos y castigos».
Si bien, según el propio
cronista, la anterior teoría falla en cubrir el
complejo aparato psicológico del vínculo de marras.
Y considera que la incertidumbre asociada a la
violencia repetida es un elemento clave en el camino
hacia el desarrollo del vínculo, pero no su causa
única.
A su juicio, el desequilibrio
de poder es en cierta medida inherente a muchas
relaciones humanas, y en las parejas traumáticas no
parece ser una consecuencia sino un antecedente del
abuso.
Un problema grande relacionado
con la violencia de género resulta la limitada
importancia que aún se le concede a nivel social:
insignificante según las estadísticas mundiales,
cuando debe ser justo la sociedad el mayor actor a
la hora de enfrentar tales atropellos.
La poetisa Emily Dickinson
definió a las mujeres prisioneras de estas u otras
rejas como dueñas «de una vida recortada y ajustada
a un marco». Ella creía, sin embargo, que se podía
soportar a los carceleros del hogar si se «cree que
el alma tiene momentos de huida / Cuando haciendo
estallar todas las puertas /Baila como una bomba
fuera».
Lamentablemente, con
imaginación nada pudieron hacer ni Maruschka ni Ana.
Como tampoco tantas que desandan a diario el camino
a su Gólgota, constreñidas a ser solo un punto
huidizo entre el marco que describiera Dickinson y
los puños de sus verdugos.