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Mileyda Menéndez

 24 de marzo de 2007

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Amuleto contra la muerte

Usar el condón desde la adolescencia evita que la decisión de mantener relaciones sexuales tenga consecuencias fatales

Grisel Risco Oliva*

Nadie habla de la muerte, y sin embargo puede estar al doblar de cada esquina. Desde pequeños nos la mencionan como algo que ocurre en la vejez, y si nos permiten asistir al velorio de algún ser querido no acceden a que nos inclinemos a ver en ellos el rostro de la muerte.

¿Cómo reconocerla entonces? ¿Cómo saber cúando nos acecha si no la podemos distinguir? Nuestros padres tratan de protegernos todo el tiempo, por eso el tema no forma parte de nuestras conversaciones habituales como adolescentes, y no estamos preparados para enfrentarla.

Por eso me sorprendió el otro día cuando mi mamá me habló de ella. Fue cuando mi grupo, que es uno de los mejores en la escuela, ganó la emulación y nos dieron como premio un fin de semana en un campismo.

Creí que no me dejarían ir, pero me equivoqué. Fue todo un acontecimiento para mí. Claro, mamá tenía un poco de temor: sería mi debut lejos de su mirada, yo estaría tomando decisiones inéditas, pero como nunca antes se había tocado el tema, realmente no lo entendí muy bien y pensé que exageraba.

¿Por qué ocurrírsele que la muerte vendría por mí? ¿Qué podría hacer yo para que me buscara? De todas formas le di mi palabra de que me cuidaría: no nadar lejos de la orilla, esperar tres horas después de comer... le prometí de todo para que no se preocupara.

Entonces ocurrió algo que me dejó aún más confundida: mi madre me entregó un estuche con una inscripción en el dorso diciéndome que era un amuleto, que lo cuidara bien y no lo apartara de mí ni de noche ni de día, pues solo así mi vida estaría a salvo. Las madres saben mucho, pero aquello me pareció el colmo de los colmos.

Al fin llegamos al campismo, deshicimos los bultos y descansamos un poco. Por la noche fuimos al baile. Ante los acordes preliminares mis pies comenzaron a moverse solos y pronto todos voltearon a mirarme.

Alguien se fijaba con más interés: era Carlos, el hermano de Gilda, mi compañera de aula, el más simpático de toda la escuela. Estaba en noveno grado y todas las muchachitas corrían detrás de él, por eso se le veía con una novia diferente cada día.

Casi una hora después me invitó a bailar, por lo que yo estaba muy emocionada y las piernas apenas me sostenían. Aquello lo consideré como una gran conquista, no solo porque era el más codiciado, sino porque desde la primaria aquel chico me hacía suspirar cada vez que iba a hacer mis tareas con su hermana.

Aquella noche intercambiamos muchos besos y caricias, pero de regreso a la cabaña tuve la sensación de que algo nos seguía. Cuando pasó por mi lado, un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo.

Comprendí que era la primera vez que sentía la proximidad de la muerte. Estaba allí, sabía que era ella, pero no podía describirla. Carlos no pareció darse ni por enterado. Tuve tanto miedo que eché a correr.

A partir de ese momento la sentí acechándome adonde quiera que iba con él: la discoteca, la playa... Ella se mantenía a distancia, como esperando el instante propicio en que me descuidara.

Y ese instante llegó: mi cabeza se llenó de otras ideas, el cómo y el por qué de otro asunto ocupaban mis pensamientos y entonces ella comenzó a acercarse.

Percibí su nauseabundo olor, y casi me tenía cautiva en su mortal abrazo cuando vinieron a mi mente las palabras de mamá. Sin levantar sospechas metí la mano en el bolsillo y aferré el amuleto mientras la encaraba en forma desafiante.

Sentí que hacía consciente mi derecho a la vida. Su piel virtual se descompuso y desde mi corazón se extendió un gran alivio.

Cuando todo pasó, abrí mi mano y encontré la causa de mi tranquilidad. Estaba algo maltrecho, pero aún se podía leer: VIVE, condón lubricado.

*Doctora. Especialista del Programa de lucha contra el VIH/sida.

CONDÓN CONTRA TABÚES

Las diferencias de género son aún marcadas en el uso que damos en Cuba al condón como medio de prevenir ITS y VIH/sida, especialmente en los adultos mayores de 30 años, según revela un estudio realizado el pasado año por la doctora Luisa Rosina Rodríguez Alonso, máster en Salud Pública y Bioestadística de la Facultad de Ciencias Médicas Manuel Fajardo, de la capital.

De la muestra entrevistada para un estudio de mercado sobre este producto, la población comprendida entre 15 y 29 años respondió que usa el condón solo en ocasiones, tanto varones como muchachas, mientras que mujeres amas de casa mayores de 40 años dijeron no usarlo nunca, y hombres entre 30 y 39 años respondieron afirmativamente en su mayoría.

Entre las conductas identificadas como de mayor riesgo —de acuerdo con el crecimiento que ha tenido la epidemia en la Isla—, el hecho de tener parejas múltiples es altamente significativa, sobre todo entre los 15 y los 29 años de edad (y más aún entre los 20 y 24 años) por lo que estos segmentos constituyen grupos meta en las campañas de promoción de los preservativos.

Sin embargo, mujeres entre 25 y 29 años con pareja estable no identifican el condón como un recurso para prevenir VIH/sida —confirma este estudio— entre otras razones porque no perciben que puedan contraer el virus, creen que al estar casadas o unidas no tienen que usar protección (desestimando lo que pueda estar haciendo su pareja) o no saben cómo incorporarlo a la relación sexual.

Solo el diez por ciento de las personas incluidas en los grupos a los que va destinada la campaña ha usado condón con parejas estables, cifra que llega hasta el 60 por ciento cuando se trata de parejas ocasionales.

En general, el 80 por ciento de los encuestados en ese grupo informaron haber usado alguna vez preservativo, pero solo la mitad lo utilizó en su última relación sexual.

Entre las razones para esta falta de sistematicidad en un método cuya eficacia a favor de la salud ha sido más que probada, aún se manejan argumentos tales como que los condones no se encuentran de forma fácil o que su precio es elevado.

Esto se suma a tabúes que han resistido numerosas campañas emprendidas en el país, aunque por fortuna están menos arraigados en adolescentes y jóvenes que en las personas adultas.

 

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