De la estirpe de Lincoln y Emerson
Pedro de la Hoz
La Habana
Fotos: Juvenal Balán


Las primeras palabras que crucé con Gore Vidal fueron para provocarlo. Le dije que había algunos por ahí —o mejor dicho, por allá— que lo consideraban un “mal americano”. Con su lengua afilada, pero muy amable, respondió que en todo caso él pensaba que era “el último buen americano”.

Más que un juego verbal, este intercambio y el que siguió después, durante cada una de las estancias de su itinerario por La Habana, me confirmó la entereza moral de un intelectual y la honestidad de un verdadero ciudadano.

Durante cinco días este notable escritor norteamericano, con más de 50 obras entre novelas, ensayos, piezas teatrales y guiones cinematográficos, anduvo por la capital cubana y un poco más allá, interesándose por conocer nuestra realidad de una manera objetiva y desprejuiciada.

No vino solo. Le acompañaron dos ex senadores demócratas, John Burton y James Abourezk, este último en los años 70 el primer norteamericano de origen árabe en acceder a ese cuerpo legislativo; la ex defensora del pueblo en San Francisco, Kimiko Burton, el fiscal de la ciudad de Los Ángeles, Dennis Herrera; su sobrino, el director de cine Burr Steers; el editor de la revista Vanity Fair, Matt Tyrnauer; y el académico y cineasta Saul Landau .

De entrada, para que no cupieran dudas, afirmó que estaba consciente de que su viaje a Cuba contradecía la letra y el espíritu del criminal bloqueo que por casi medio siglo han ejercido las administraciones de la Casa Blanca contra la Isla.

Y en todas las declaraciones a la prensa e intervenciones públicas se expresó de una manera sumamente crítica sobre el actual equipo gobernante en EE.UU., consecuente con el pensamiento que ha venido sosteniendo desde que George W. Bush accedió a la presidencia mediante un virtual golpe de estado, consumado mediante el fraude electoral de 2000 y confirmado luego del ataque a las Torres Gemelas.

Me habían dicho que Vidal era un individuo ácido, ríspido, poco accesible. Incluso que con la edad había aumentado su perfil cínico. Quienes lo tratamos advertimos en él a un hombre lúcido, inteligente, agudo y sincero, que llama a las cosas por su nombre y maneja la ironía y el sarcasmo. Un hombre con fobias personales, y un ser capaz de conmoverse como un simple mortal dotado de sensibilidad, especialmente en tres momentos: la noche que asistió a la cantata por la paz que la trova y el rock dedicaron a la memoria de John Lennon; la jornada que compartió con los estudiantes de la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM); y los minutos en que confrontó sus sueños de juventud con Alicia Alonso, a quien había conocido en el Nueva York de los 40, cuando el novelista en ciernes quiso ser bailarín.

Gore Vidal encarna la auténtica tradición liberal norteamericana. No posa de revolucionario ni de pensador social de avanzada. Sencilla y llanamente es un humanista. Un escritor que cree que la política y la ética no deben ni pueden estar divorciadas. Que se siente patriota pero no nacionalista.  Que apuesta por hacer realidad aquella frase de Lincoln olvidada en estos días: “La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Que le gustaría recordarles a Bush y a sus adláteres lo que dijo el escritor y filósofo Ralph Waldo Emerson: “El destino de quienes han delinquido es inexorable. Ya no podrán nunca ocultar su pasado: Toda la tierra les es de vidrio”.

Ese es Gore Vidal. Un hombre, para decirlo con palabras de Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra, bueno.